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Domingo, 23 de febrero de 2003

La guerra de los mundos

Polémicas El inminente ataque norteamericano a Irak parece haber expuesto la sorda guerra diplomática entre Estados Unidos y Europa. Unos acusan a los otros de “cagones” y los otros responden con el cargo de “brutos”. En el Salón Oval y los despachos de primeros ministros proliferan los chistes, el humor negro, la irritación y el desprecio. Algunos llegan a los medios, e incluso a “Los Simpson”. Sin embargo, para el periodista inglés Timothy Garton Ash este flujo y reflujo de desconfianza podría anticipar una de las transformaciones geopolíticas más radicales desde el descubrimiento de América.

Por Timothy Garton Ash
Este año, sobre todo si EE.UU. va a la guerra contra Irak, se verán en la prensa norteamericana más artículos sobre “el antiamericanismo en Europa”. Pero, ¿y el antieuropeanismo en América? Consideremos esto:
En la lista de entidades políticas destinadas a desaparecer en el eurinal de la Historia, hay que agregar la Unión Europea y la Quinta República Francesa. La única intriga es cuán desordenada será su desintegración. (Mark Stein, Jewish World Review, mayo 1 de 2002.)
Y también esto:
Hasta la frase “monos comequeso y cobardes” se usa para describir a los franceses tanto como los franceses dicen “que se jodan los judíos”. Epa, perdón, ése es otro tipo de expresión popular francesa. (Jonah Goldberg, National Review Online, julio 16 de 2002.)
O, desde una esquina diferente del ring:
“¿Quieren saber lo que realmente pienso de los europeos?”, dijo el alto funcionario del Departamento de Estado. “Pienso que se han equivocado en casi todos los principales asuntos internacionales de los últimos veinte años.” (Citado por Martin Walker, de UPI, el 13 de noviembre de 2002.)

Declaraciones como éstas me trajeron recientemente a Estados Unidos, a Boston, Nueva York, Washington y el cinturón bíblico de Kansas y Missouri, para ver la cambiante actitud norteamericana hacia Europa a la sombra de una posible segunda guerra del Golfo. Virtualmente todos mis interlocutores en la costa este coincidieron en que existe un nivel de irritación con Europa y los europeos que supera incluso al último pico de tensión, a principios de los años 80.
Las plumas se cargan con ácido y los labios se abren para poner en el cepo a “los europeos”, también conocidos como “euros”, “euroides”, “peos” o “eurollorones”. Richard Perle, hoy director de la Oficina de Políticas de Defensa, afirma que Europa “perdió su compás moral” y Francia “su fibra moral”. Esta irritación se extiende a los más altos niveles de la administración Bush. En conversaciones con funcionarios de nivel me encontré con que la frase “nuestros amigos en Europa” suele terminar con “son un grano en el culo”.
El estereotipo actual del europeo es fácil de resumir. El europeo es un flojo. Es débil, petulante, hipócrita, fragmentado, falso, a veces antisemita y muchas veces antiamericano. En una palabra: un eurollorón. Sus valores y coraje se disolvieron en un baño tibio de crema multilateral, transnacional, secular y posmoderna. Se gasta sus euros en vino, vacaciones y enormes Estados de bienestar social en lugar de en defensa. Luego, se burla desde bambalinas mientras Estados Unidos hace el trabajo sucio y duro por él. El americano, en contraste, es un defensor fuerte y lleno de principios de sus libertades, parado firme al servicio de la última verdadera nación-Estado del mundo.
Se podría escribir un tratado sobre la imaginería sexual de estos estereotipos. Si los europeos antiamericanos ven a “los americanos” como cowboys prepotentes, los americanos antieuropeos ven a “los europeos” como mariquitas que quiebran la muñeca. El americano es un heterosexual masculino y viril, el europeo es femenino, impotente o castrado. Militarmente, a Europa no se le para. (De hecho, Europa tiene apenas 20 aviones pesados de transporte, mientras que EE.UU. tiene más de 200). Al final de una charla que di en Boston, un anciano tomó el micrófono para preguntar por qué a Europa le falta “vigor animal”. La palabra “eunuco” ahora se escribe, vine a descubrir, como “EUnuco”. Las imágenes sexuales hasta se filtran en análisis sofisticados de las diferencias entre Europa y EE.UU. En un ya influyente ensayo de Robert Kagan en Policy Review titulado “Poder y debilidad”, se explica que “los americanos son de Marte, los europeos son de Venus.” No todos los europeos son igualmente malos. Los ingleses son vistos como algo distintos y a veces mejores. Los conservadores americanos suelen evitarle a los ingleses el oprobio de considerarlos europeos, algo que despierta la gratitud de la mayoría de los conservadores británicos, todavía liderados mentalmente por Margaret Thatcher. Y Tony Blair, como Thatcher antes que él y Churchill antes que ella, es visto en Washington como la excepción preclara a la regla europea.
Los peores insultos se reservan a los franceses que, por supuesto, pegan tanto como reciben. Nunca había notado qué tan popular es en EE.UU. el viejo pasatiempo inglés de hablar mal de los franceses. “Dos veces les salvamos el culo y ellos nunca hicieron nada por nosotros”, me explicó el veterano de la Segunda Guerra Mundial Verlin “Bud” Atkinson en el casino Ameristar de Kansas City.
Dos conocidos periodistas norteamericanos, Thomas Friedman del New York Times y Joe Klein de The New Yorker, de vuelta de largos tours promocionales de sus libros por todo el país, me contaron cada uno por separado que donde fueran encontraban prejuicios contra los franceses: las audiencias siempre se reían si se hacía una broma antifrancesa. El editor del National Review Online y autoproclamado “mata ranitas”, Jonah Goldberg, que también tiene un programa de televisión, fue quien popularizó el sobrenombre de “monos comequeso y cobardes” que se usó por primera vez en un episodio de Los Simpson. Goldberg me explicó que cuando empezó a escribir cargando a los franceses, en 1998, descubrió un nicho.
Pero ciertamente hay que distinguir entre críticas informadas y legítimas de la Unión Europea o de actitudes europeas actuales, de la hostilidad más vieja y profunda a Europa y a los europeos como tales. Así como los americanos deberían, pero pocas veces hacen, distinguir las críticas europeas a Bush del antiamericanismo y las críticas europeas a Sharon del antisemitismo. También hay que mantener cierto sentido del humor. Una de las razones por las que a los europeos les gusta reírse del presidente Bush es que algunas de las cosas que dijo –o que dicen que dijo– son graciosas. Por ejemplo: “El problema con los franceses es que no tienen una palabra para decir entrepreneur”. Una de las razones por las que a los americanos les gusta reírse de los franceses es la larga tradición, que se remonta por lo menos hasta Shakespeare, de reírse de Francia.
El antieuropeanismo no es simétrico con el antiamericanismo. Los motivos emocionales del antiamericanismo son el resentimiento y la envidia, los del antieuropeanismo son la irritación y el desprecio. El antiamericanismo es una verdadera obsesión en ciertos países, notablemente Francia. El antieuropeanismo está muy lejos de ser una obsesión en EE.UU. De hecho, la actitud predominante es de benigna indiferencia mezclada con una impresionante ignorancia.
En Boston, Nueva York y Washington me dijeron varias veces que hasta personas que conocen bien Europa son cada vez más indiferentes desde el fin de la Guerra Fría. Europa ya no es ni un aliado ni un potencial rival, como China. “¡Es un hogar de ancianos!” me dijo un amigo americano que hizo la secundaria y la universidad en Inglaterra. Como dijo el opinator conservador Tucker Carlson en “Crossfire”, el programa de la CNN: “¿A quién le importa lo que piensen los europeos? La Unión se pasa todo el tiempo asegurándose de que los ingleses vendan el jamón en kilos y no en libras. El continente entero es cada vez más irrelevante a los intereses americanos”.
Cuando le pregunté a un importante funcionario del Departamento de Estado qué podría pasar si los europeos siguieran criticando a los EE.UU. desde una posición de debilidad militar, su respuesta fue: “¿Tiene importancia?”
Y aun así, sentí que esta indiferencia era exagerada. Por cierto que mis interlocutores se tomaron su tiempo y pusieron pasión en decirme qué poco les importaba. Y la cuestión con los críticos norteamericanos de Europa es que son personas en general ni ignorantes ni indiferentes hacia Europa. Conocen Europa –la mitad parece haber estudiado en Oxford o París– y siempre mencionan a sus amigos europeos. Exactamente como los críticos europeos de los EE.UU niegan apasionadamente ser antiamericanos –”no te confundas, me encanta el país y amo a su gente”–, los americanos invariablemente insisten en que no son antieuropeos.
El antiamericanismo y el antieuropeanismo están en los extremos opuestos del espectro político. El antiamericanismo europeo es principalmente de izquierda; el antieuropeanismo americano es de derecha. Los calumniadores de Europa más estridentes son neoconservadores usando la retórica de combate que suelen desplegar contra el progresismo americano. De hecho, como me admitió Goldberg, “los europeos” suelen ser un caballo de Troya de los progres. Entonces, le pregunté, ¿Bill Clinton era un europeo? “Sí, o al menos pensaba como uno”.

Parece que son los republicanos los que son de Marte y los demócratas los que son de Venus. Para algunos conservadores, el Departamento de Estado es una avanzada venusina. William Kristol, un neoconservador hereditario, escribió que existe un “eje de la rendición” que va de Riyad a Bruselas y de ahí a la dirección del Departamento de Estado. En la costa este, escuché varias veces que hay dos grupos que compiten por tener la oreja de Bush en el tema Irak. Está el grupo Cheney-Rumsfeld y el Powell-Blair. Es más bien curioso para un ciudadano británico descubrir que nuestro primer ministro es funcionario del Departamento de Estado.
Los europeos atlanticistas no deberían alegrarse demasiado por todo esto, ya que hasta entre diplomáticos americanos profesionales y amigos de toda la vida de Europa hay un regusto de ácida desilusión con los europeos. Un episodio clave en esta desilusión fue el patético fracaso europeo en detener el genocidio de un millón de bosnios musulmanes en el propio patio trasero de la Unión. Desde entonces, hay una evidente incapacidad europea por “ordenar las cosas”, por lo que hasta un diferendo entre España y Marruecos por unas ínfimas islas en la costa marroquí tuvo que ser resuelta por Colin Powell.
“No son serios”, fue el lapidario veredicto sobre los europeos que el famoso columnista conservador George Will me dio durante un aristocrático desayuno en un hotel de Washington. Aunque Will está lejos de ser un progre del Departamento de Estado, muchos están de acuerdo con esta opinión. Históricamente, es el mundo del revés. Porque ése era el veredicto de Charles de Gaulle sobre los americanos: Ils ne sont pas sérieux.

Entonces, hay en importantes rincones de la vida americana desilusión e irritación con Europa, un creciente desprecio y hasta hostilidad por los europeos que, en su extremo, merece la etiqueta de antieuropeanismo. ¿Por qué ocurrió?
Algunas explicaciones ya fueron propuestas, pero explorarlas todas tomaría un libro. Lo que puedo hacer es apuntar a algunos espacios donde mirar. Para empezar, siempre hubo un fuerte rasgo de antieuropeanismo en los Estados Unidos. “América fue creada como un antídoto a Europa”, observó el ex editor del Atlantic Monthly, Michael Kelly. “¿Por qué –preguntó George Washington en su último mensaje como presidente– al entretejer nuestro destino con el de cualquier sector de Europa, habríamos de comprometer nuestra paz y prosperidad en los trabajos de la ambición europea, de sus rivalidades, intereses, humores o caprichos?” Para millones de americanos en los siglos XIX y XX, Europa era un lugar del que se escapaba.
También había una duradera fascinación con Europa, de la que Henry James fue un famoso exponente, un deseo de emular y luego superar, sobre todo a dos países en particular, Gran Bretaña y Francia. Arthur Schlessinger Jr. me repitió la vieja broma de que “cuando un norteamericano muere, va a París”. Y Thomas Jefferson escribió que “todo hombre tiene dos patrias, la suya y Francia”. ¿Cuándo fue que las actitudes americanas hacia Francia y Gran Bretaña divergieron tanto? ¿Fue en 1940, la hora de la “extraña derrota” francesa y la “hora más gloriosa” de Gran Bretaña? Después de eso, De Gaulle recuperó la autoestima francesa oponiéndose a los americanos, mientras que Churchill conjuró la “relación especial” entre las patrias de su madre y su padre. (Aún hoy, las palabras clave para entender las visiones de EE.UU. de Blair y Chirac son De Gaulle y Churchill.)
Por cincuenta años, entre 1941 y 1991, Estados Unidos y una creciente sociedad de naciones europeas estuvieron comprometidas en la guerra común a un enemigo, primero el nazismo, luego el comunismo soviético. Fue el pico del Occidente geopolítico. Claro que siempre hubo tensionestransatlánticas durante la Guerra Fría. Algunos de los estereoptipos actuales se encuentran ya florecidos en las controversias a principios de los 80 por el despliegue de los misiles de crucero y Pershing, y por la política americana hacia América Central y Medio Oriente. Estas peleas transatlánticas fueron a menudo sobre cómo tratar a la Unión Soviética, pero en última instancia fueron contenidas por el enemigo en común.
No más. Tal vez estemos viendo lo que el escritor australiano Owen Harries previno en un artículo de hace casi diez años en Foreign Affairs: la decadencia de Occidente como un bloque geopolítico sólido, dada la desaparición del enemigo común. Europa fue el principal teatro de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría. Pero no es el centro de la “guerra contra el terrorismo”. La diferencia en poder relativo no hizo más que crecer. Los Estados Unidos no sólo son la única superpotencia: son una hiperpotencia cuyo gasto militar pronto va a equivaler al de las quince naciones que le siguen en tamaño, sumados. La Unión Europea no tradujo su comparable tamaño económico –que se acerca rápidamente a los 10 billones de dólares de EE.UU.– en fuerza militar o influencia diplomática comparables. Y las diferencias son también sobre los usos del poder.
Robert Kagan propone que Europa se mudó a un mundo kantiano de “leyes y reglas y negociación y cooperación transnacionales” mientras que los Estados Unidos siguen en un mundo hobbesiano en el que el poder militar es todavía la clave para lograr objetivos internacionales (hasta los más progres). La primera pregunta, y la más obvia, es: ¿es cierto esto? Creo que Kagan, en lo que él admite es “una caricatura”, es de hecho demasiado amable con Europa, en el sentido de que eleva a un status de actitud deliberada y coherente lo que de hecho es una historia de confusiones y diferencias entre países. Pero una segunda pregunta, y menos obiva, es: ¿no querrán los europeos y los americanos que esto sea cierto? La respuesta parece ser que sí. A muchos políticos americanos les gusta la idea de que son de Marte –en el sentido de que son marciales y no marcianos– mientras que a muchos políticos europeos les gusta la idea de que son programáticamente venusianos.
Stanley Hoffmann observó que tanto Francia como EE.UU. son países que se ven a sí mismos como poseídos por una misión universalizadora, civilizadora. Ahora hay una versión europea, más que meramente francesa, de la mission civilisatrice, una EUtopía de integración transnacional basada en las leyes, que choca agudamente con la más reciente versión conservadora de la misión americana. Así, por ejemplo, Jonah Goldberg cita con irritación la afirmación del veterano político atlanticista alemán Karl Kaiser de que “los europeos hicieron lo que nadie pudo hacer antes: crear una zona de paz donde la guerra no es una opción en absoluto. Los europeos están convencidos de que ese modelo es válido para otras partes del mundo.”

Creo que hay otra tendencia más profunda en los EE.UU. Ya mencioné que durante casi todos los siglos XIX y XX la desconfianza americana hacia lo europeo se mezclaba con admiración y fascinación. Había, para decirlo crudamente, un complejo de inferioridad cultural. Esto se acabó gradualmente. Su fin se aceleró de modos difíciles de definir por el finde la Guerra Fría y la consecuente elevación de los EE.UU. a una preeminencia nunca vista. La nueva Roma ya no se siente menos que los antiguos griegos. “Cuando llegué por primera vez a Europa en los años 40 y 50, Europa era superior a nosotros”, me dijo recientemente un diplomático norteamericano con amplia experiencia europea. “La superioridad no era personal y nunca me sentí disminuído ni por el más paternalista de los europeos, pero sí cultural. Ya no”. América, agregó, “ya no es menos”.
Todas estas tendencias quedaron más o menos tapadas durante ocho años desde el final de la Guerra Fría por la presencia en la Casa Blanca de un europeo honorario, Bill Clinton. En 2001, George W. Bush, un regalo para cada caricaturista antiamericano, llegó al gobierno con una agenda unilateralista, listo para liquidar varios tratados internacionales. Después del 11 de septiembre, Bush definió su presidencia como una presidencia de guerra. Me encontré con que la sensación de que EE.UU. está en guerra es mucho más fuerte en Washington que en cualquier otra parte del país, Nueva York incluida. Es fuerte sobre todo en el corazón de la administración Bush. La “guerra contra el terrorismo” fortaleció la tendencia de la elite republicana de creer en lo que Kaplan llama “la política guerrera”, con un fuerte salpimentado de fundamentalismo cristiano, algo conspicuamente ausente en la muy secularizada Europa.

¿Cuándo y dónde comenzaron a diverger nuevamente los sentimientos de europeos y americanos? A principios de 2002, con el recrudecimiento del conflicto entre isralíes y palestinos. Medio Oriente es tanto una fuente como un catalizador de lo que amenaza convertirse en un creciente espiral de antiamericanismo europeo y antieuropeanismo americano, que se alimentan mutuamente. El antisemitismo en Europa, y su supuesta conexión con las críticas europeas al gobierno de Sharon, fue objeto de los más ácidos comentarios antieuropeos de columnistas y políticos conservadores americanos. Algunos de esos críticos no sólo son personalmente muy pro-Israel, sino que son además “likudistas naturales”, me explicó un comentarista judío progresista. En un artículo reciente Stanley Hoffmann escribe que esta gente parece creer “en una identidad de intereses entre el Estado judío y los Estados Unidos.” Los europeo pro-palestinos, furiosos por la manera en que las críticas a Sharon son etiquetadas como antisemitas, hablan del poder del “lobby judío” en los EE.UU., lo que a su vez confirma las peores sospechas de los likudistas americanos sobre el antisemitismo europeo. Y así.
Además de este decorazonador menjunje de prejuicios que se retroalimentan –difícil de tocar para un europeo no judío, sin aportar al problema que trata de analizar– existen por supuesto verdaderas diferencias entre americanos y europeos en su visión de Medio Oriente. Por ejemplo, los políticos europeos tienden a pensar que una solución negociada entre israelíes y palestinos sería una mayor contribución a largo plazo para la guerra contra el terrorismo que una guerra contra Irak. El punto central, para nuestros propósitos, es que mientras que la guerra fría contra el comunismo acercó a EE.UU. y Europa, la guerra contrael terrorismo en el Medio Oriente los separa. La URSS unió a Occidente, Oriente Medio lo divide.
Examinada en calma, esa división resulta estúpida. Europa está al lado de Medio Oriente y tiene una creciente población musulmana, por lo que tiene un interés más vital y directo en que la región sea pacífica, próspera y democrática que los Estados Unidos.
Por ahora parece que una segunda guerra del Golfo sólo va a ensanchar el foso entre Europa y América. Aun si no hay una guerra con Irak, Medio Oriente proveerá el ámbito en el que un antiamericanismo europeo real o supuesto alimentará un antieuropeanismo americano real o supuesto, que a su turno alimentará más antiamericanismo, ambos agravados por acusaciones sobre el antisemitismo europeo. Un cambio podría llegar a través de un gran esfuerzo conciente en ambos lados del Atlántico o con una nueva administración en Washington, sea en 2005 o 2009. Pero en el interín se puede hacer mucho daño y la situación actual también es expresión de tendencias históricas más profundas que ya mencioné.
Se puede decir que destacar el “antieuropeanismo americano” va a contribuir a la desconfianza mutua. Pero los escritores no somos diplomáticos. El antieuropeanismo americano existe y los que lo padecen pueden ser las primeras golondrinas de un verano largo y amargo.

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