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Domingo, 23 de febrero de 2003

ENTREVISTAS

Zona de riesgo

Ensayista, crítico, novelista y poeta, Al Alvarez ha escrito sobre los temas más diversos, pero con un resultado indiscutido: una lucidez implacable y un ingenio epigramático que le permiten bucear en los abismos del suicidio, iluminar la historia de la noche, desnudar los encantados del póquer, diseccionar la experiencia del divorcio y contagiar la adrenalina del alpinismo, todo con la misma facilidad.
En la siguiente entrevista, habla el hombre cuya prosa
ha sido comparada con la de Montaigne.

Por Matías Serra Bradford

Un apellido español. Una familia judía. Un habitante de Londres que logró reinventar su vida después de un intento de suicidio. El ensayista, crítico, novelista y poeta Al Alvarez es conocido en nuestro idioma por El dios salvaje. Un estudio sobre el suicidio (Norma) y La noche (Muchnik), de subtítulo más derrochador: Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje nocturno, el dormir y el soñar. Todavía circula, con cierta inhibición, su novela Cacería, editada hace unos cuantos años por Sudamericana. Pero sus objetos de estudio y exploración no se reducen a esos primos peligrosamente hermanos, la noche y el suicidio. Alvarez también ha escrito libros sobre el póquer, el alpinismo, Beckett, el petróleo y el divorcio, además de innumerables ensayos, otras dos novelas y mínimas colecciones de poesía reunidas en las cien páginas del New and Selected Poems reimpreso en el 2002 por la Waywiser Press. Su ya legendaria antología de principios de los ‘60, The New Poetry, fue la que le abrió el camino, entre otros, a su amiga Sylvia Plath.
Con acento masticado en pipa y un humor con más de 70 años de práctica, atiende el teléfono en su casa de Hampstead Heath, aislada en estos días por un metro y medio de nieve. “Sí, habla Al, Al como en Alzheimer”. Franco, lúcido, implacable, Alvarez persuade con una gracia y estilo herederos de Laurence Sterne, diestro precursor de la digresión como arma y brazo derecho. “Escribir es lo que hago y escuchar música es lo que me mantiene cuerdo”, afirma quien recientemente se sumó a las filas de la prestigiosa editorial británica Bloomsbury, decidida a relanzar casi toda su obra. El año pasado se publicaron El dios salvaje y su concurrida autobiografía, Where did it all go right?, y en el correr de éste se publicarán dos títulos más: en marzo The biggest game in town –sobre el póquer, Las Vegas y sus irremisibles protagonistas– y en junio Feeding the rat, sobre el mundo de los escaladores que Alvarez frecuentó hasta hace no mucho.
Ingenioso hidalgo del ya casi perdido pensamiento literario, cada una de sus líneas concentra los octanos indispensables de saber y percepción, astucia y vulnerabilidad, y su prosa siembra como al pasar múltiples tesoros ocultos:
Inglaterra: “Nadie sobrevive aquí si no es esnob acerca de por lo menos una cosa”.
El divorcio: “Para aquellos afortunados que sortearon los mayores horrores del siglo XX, el divorcio es la única experiencia de dolor democráticamente disponible para todos”.
Lo onírico: “La falacia del surrealismo estriba en presumir que todos los sueños son interesantes. Lo cierto es que la mayoría de los sueños son tan fascinantes para quien los soñó como aburridos para los demás”.
La Navidad: “Es un día en el que hay que abrirse paso con un cuidado infinito, como por un campo minado”.
Beckett: “El suyo es un mundo perfecto y poderoso que proviene de estados mentales de los que en algún momento se renegó y por los que te encerraban en un asilo de locos, y que a fines de los ‘60 se convirtieron en espejos de nuestro propio mundo”.
La clave: “La verdadera pregunta es siempre si las heridas debilitan por completo o producen una fuerza compensatoria”.
La creación: “El neurótico y el artista podrán tener mucho en común, pero hay una diferencia fundamental: el neurótico está a merced de su neurosis, mientras que el artista tiene una capacidad de comprensión sumamente realista y práctica de su mundo interior y de su relación con la materia de su arte”.
Ingleses y franceses: “Si los ingleses tienen poca afición a las ideas en literatura –y ninguna por las ideas a secas–, los franceses tienen aún menos por cualquier trabajo creativo sin teorías que lo sustenten”. Hoy, Alvarez sigue anticipándose, tecleando opiniones contundentes para The New Yorker y New York Review of Books, aplicando de la A a la Z la máxima de Eliot: “El único método es ser muy inteligente”. Otro de los ases en la manga de la literatura inglesa del siglo XX, el prestidigitador Al Alvarez se las arregla para reaparecer en cada respuesta con la carta que creíamos retirada del mazo.
¿Qué fue lo que lo atrajo del póquer y el alpinismo?
–Soy un adicto a la adrenalina. Freud decía que uno escribe por fama, dinero y mujeres atractivas. Son buenas razones para escribir. Pero en realidad la del escritor es una profesión sin glamour. Es como un psicoanalista que no ve a sus pacientes.
Entonces busca compañía en la mesa de póquer o en la montaña...
–En el póquer uno se sienta a una mesa con desconocidos. Y lo mismo pasa cuando se escala. Son dos actividades totalmente democráticas. A nadie le importa de dónde viene uno o quién es. Lo que importa es si uno puede sujetar una cuerda o si es confiable para subir. Y me gusta eso. Escribir es solitario y aburrido. Si uno comete un error y tiene suerte, lo corrige al día siguiente o en las pruebas de galera, y si no, no importa, nadie lo va a notar. En la montaña se juega al ajedrez con el cuerpo, y el que se equivoca, se lastima. Así como el que se equivoca en la mesa de póquer pierde mucha plata. Las acciones tienen consecuencias directas. Uno toma decisiones y es juzgado por ellas. Escribir es más distante.
El riesgo, uno de sus temas predilectos, conecta a estas actividades con la literatura.
–Para que valga la pena, el arte tiene que ser arriesgado. Cuando lo que se tiene a mano no alcanza, hay que experimentar. Eso es lo que admiro de Sylvia Plath: la exploración psíquica. Bajó con coraje a su sótano y enfrentó sus fantasmas. Por eso también quise escribir sobre los que trabajan con el petróleo en el Mar del Norte. Gente que hace su tarea bajo un clima realmente terrible. No hay que ser un tipo literario para ser un artista.
A pesar de ser tan variada, su obra está tejida por un doble hilo de instinto e inteligencia, suerte y cálculo, mente y cuerpo.
–Quizás debido a las operaciones que tuve de chico, siempre estuve convencido de que la vida física está absolutamente imbricada con la vida mental: trabajan juntas e interactúan constantemente. No puede existir una sin la otra.
Philip Roth lo comparó con Montaigne a la hora de describir su estilo en su libro sobre La noche. ¿Qué lo llevó a ese tema?
–Lo nocturno está muy relacionado con el psicoanálisis, y el psicoanálisis siempre me interesó mucho. De hecho, estoy casado con el rubro (risas: su mujer Anne es analista). Además, gracias al libro sobre el póquer viajé a ciudades como Las Vegas, donde la gente no duerme. Y me apasiona mezclar lo literario con lo mundano. Hacer libros así, raros. Es un poco querer entrar en la vieja tradición del hombre de letras, del intelectual solitario, para quien hoy, dicho sea de paso, es más difícil llegar a fin de mes. No hay dinero para ese tipo de libros. Cuando digo “intelectual”, lo digo en el sentido de que soy alguien para quien las ideas son emocionalmente importantes, una parte fundamental de la vida.
También abordó otro tema original con Life After Marriage, su estudio sobre el divorcio.
–Ese libro sigue un poco la línea del libro sobre el suicidio. Fui empujado a él por un divorcio desagradable, es decir, por un matrimonio desagradable. Y quise investigar varios aspectos: la presión que viene de afuera por casarse, por qué se llega al divorcio y por qué la gente se comporta así. Si lo pienso bien, hoy el libro está un poco pasado de época. Todo el mundo se divorcia... si es que se casan en primer lugar.Usted es uno de los pocos y primeros críticos ingleses que rompió con la clásica insularidad británica y promovió autores de otras fronteras, poetas como Joseph Brodsky, Miroslav Holub, Zbigniew Herbert.
–Por diversas razones, no pude salir del país hasta los 18 años. Y en esa época, aunque había gente como Kingsley Amis y Philip Larkin, para quienes cruzar el canal de la Mancha no significaba nada, yo veía a Europa como lo exótico, con una gran curiosidad. Y además tengo un nombre español, de judíos sefaradíes que vinieron a Inglaterra hace más de 200 años, así que soy un poco cosmopolita por naturaleza.
Además de reseñar sus libros, mantuvo amistad con otros autores como Robert Lowell, John Berryman, Ted Hughes, y sobre todo Sylvia Plath.
–El más asombroso fue el polaco Zbigniew Herbert, uno de los poetas más importantes del siglo XX. Un hombre incorruptible. Con valores que no estaba dispuesto a negociar. Aun en traducción, sus poemas se leen maravillosamente. Y la otra persona que más me impresionó es Sylvia Plath, de una originalidad avasallante. Ese último año, esos últimos poemas. Partió de algo y lo llevó lo más lejos que pudo, con una gran valentía.
¿Fue útil conocerlos para escribir sobre ellos?
–Saber cómo piensa y actúa una persona debería ayudarte a comprender su trabajo, pero a menudo es un obstáculo. En un mundo ideal, el mejor arte debería ser creado por las mejores personas, pero lamentablemente no es así. John Berryman era un monstruo que escribía poemas increíbles. Siempre he preferido no ponerle una cara al trabajo. ¡Ésa es mi excusa para no ir a los cócteles literarios!
En El dios salvaje usted sostiene la idea de que el arte no necesariamente ayuda al artista y, sin embargo, en una reseña sobre las cartas de Freud, admite que el trabajo del artista es un intento por crear sensatez. O, en las palabras de Ted Hughes, “un sistema inmunológico propio”.
–No me contradigo, sólo busco proseguir la discusión hasta el final: lo que uno se propone hacer es muy distinto a lo que termina haciendo. El arte, como el psicoanálisis –y aun la crítica literaria, si está bien hecha–, ayuda a descubrir lo que uno realmente piensa y siente, a diferencia de lo que uno cree pensar y sentir. Las cosas creadas se valen por sí solas y el trabajo del artista es hacerlas lo más perfectas posibles.
Después de cuatro décadas de lecturas y crítica, ¿cree que se puede enseñar el gusto?
–La enseñanza te da una audiencia ready-made. Y yo siempre fui un outsider que nunca supo a quién llegaba. No creo que el gusto se pueda enseñar. Uno se puede formar, sí. Pero, como decía Edmund Wilson, “el crítico sabe lo que sabe”. Tu gusto cambia, se estrecha o se expande, en el mejor de los casos se expande. Durante 10 años fui crítico y editor en The Observer, pero si hubiera recibido los últimos poemas de Sylvia Plath un tiempo antes no los habría entendido. No se trata de publicar a tus amigos, sino de ser parte para captar lo nuevo.
Son muchos más los casos de grandes escritores que lograron ser excelentes críticos –Lawrence y Eliot, por ejemplo– que a la inversa.
–Yo tomé la decisión muy temprano. Quería probarme. Estaba convencido de que era un escritor, Dios sabrá por qué. Y sabía que si uno es un escritor y enseña literatura en la universidad, se hace más difícil: al final, se termina involucrado en las políticas administrativas de la universidad y todo eso. Por eso no elegí el mundo académico. Detesto la traición...
Su trabajo parece el de la búsqueda del lector ideal.
–Ésa es la pregunta del millón de dólares. No importa con qué ideas empieces, al final todo se reduce a encontrar tu propia voz y comunicarse con alguien. Escribir es un proceso de ida y vuelta, una conversación con alguien. Y ese alguien puede estar allí, en la misma habitación, o en laotra punta de la ciudad, o del otro lado del Atlántico, o ser una presencia fantasma en la cabeza: un familiar, un viejo maestro, un poeta muerto. Cuando uno escribe da por sentado que alguien está escuchando, que le esta hablando a alguien, que esta intentando crear una voz que le va a hacer parar la oreja. Yo pienso en Donne, en mi mujer, gente cuyo juicio respeto porque conozco el nivel de su trabajo. Lo único que importa es que sea alguien que realmente sabe escuchar, que simpatiza con uno y sabe detectar las sutilezas, pero también las excusas y la retórica.
Justamente, usted acaba de dar unas conferencias en Nueva York sobre el tema de la voz en la literatura, que serán publicadas en forma de libro a fines de año.
–Es un asunto en el que he pensado toda mi vida. Cómo escuchar a un poeta. Cómo crear una voz. Básicamente, yo soy un músico frustrado. Un high-fi freak. Gran parte del problema reside en eso: cómo escuchar. Si hubiera aprendido un instrumento, no hubiera escrito una sola palabra.
El año pasado se publicó su poesía completa, cuarenta años de trabajo que apenas ocupan cien páginas.
–Creo que estoy en el rubro equivocado. Es un poco tarde para darme cuenta, pero me cuesta mucho escribir. Corrijo y corrijo. Tiro mucho. Lo cual es parte de la cuestión de ser crítico. Si se es incapaz de advertir la basura propia, difícilmente se advierta la de los demás. Es bueno publicar los textos auténticos y tirar al tacho los que no lo son. Hay que ser un poco crítico para escribir bien. Aun los grandes poetas publicaron demasiado. Son pocos los casos que no: T. S. Eliot, que publicaba lo justo. Y hasta cierto punto Beckett. O mi amigo el poeta y crítico Ian Hamilton, que murió el año pasado.
Sus poemas recuerdan de algún modo a los cuentos breves de Raymond Carver.
–Confieso que no leí a Carver hasta que no vi la película de Altman, Ciudad de Angeles. Creo que sus cuentos son extraordinarios, y me siento halagado si mis poemas crean un efecto similar. Sus poemas me gustan menos que sus cuentos, tal vez porque su oído impecable para la prosa, para mí, al menos, no funciona tan bien en su poesía, donde la música debe ser más sutil.
¿Cómo es un día en la vida de Al Alvarez?
–Por el problema de tobillo que me quedó de tantos años de escalar, camino con cierta dificultad, lo cual es otra excusa perfecta para no asistir a presentaciones literarias. En fin, es por eso que todas las mañanas del año voy temprano a nadar a las aguas frías del lago de Hampstead Heath. Y aprovecho para llevar un diario sobre eso, sobre nadar y sobre los personajes que siempre aparecen a esa hora. Después vuelvo a mi estudio, pongo un papel en la computadora y me aburro hasta más no poder.

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