Domingo, 22 de agosto de 2010 | Hoy
Por Sergio Kiernan
La diplomacia es para los que saben callarse lo que piensan y si no piensan mejor, con lo que es una profesión para conservadores, discretos o vacíos. Pero sobre todo es para los que saben guardarse su mundo interior, los que engominan sus demonios y llevan bien el traje. No es un tema de canapés: el trabajo puede ser solemnemente aburrido y palabra que se escape es palabra que aparece como “Francia opina que...”, para desastre del que habló.
Y sin embargo, cada servicio exterior tiene su cuota de anómalos, atraídos por los viajes, la chance de vivir afuera, de usar idiomas. Hasta la pía diplomacia argentina tuvo y tiene sus personajes, de los que andan de sombrero panamá y traje blanco de lino por los trópicos y originaron la más formidable colección de arte africano que tiene el país.
Pero no es una carrera para escritores, gente dedicada a decir lo que piensa. Lawrence Durrell, increíblemente, intentó la carrera y fue expulsado de mala manera por beber homéricamente, por meterse en camas ajenas y por dedicarse abiertamente a tomar notas para algún futuro libro (resultó ser Esprit de Corps, de lo más mordaz jamás dedicado a la diplomacia). Malcolm Bradbury duró algo más, porque bebe menos y porque se concentró en el British Council, la rama cultural y más acostumbrada a las rarezas.
Y después está Marcus Vinicius de Moraes, la rara avis brasileña, que arrancó como perfecto caballero de traje y cuatro idiomas que escribía sonetos –aceptable– y terminó como una de las personas más famosas de su país, de pelo largo, camisa negra y dando shows en vivo vaso en mano, algo totalmente inaceptable en un diplomata da República.
Lo notable es lo que duró, el par de décadas cómodas que el Itamaraty se bancó al personaje. Vinicius no era un literato metido a diplomático sino un funcionario de carrera, de los que dan exámenes, estudian en la escuela específica y pagan el derecho de piso de sellar visas en los consulados. Vinicius madrugaba, estaba siempre impecablemente vestido y sabía todo sobre rangos y besamanos. Que parara cada noche en casa de Carmen Miranda –cuando lo destinaron en Los Angeles– o conociera lo mejor de la vida nocturna italiana –cuando le tocó Roma– era en parte cosa de él, en parte tradición patibularia de gentes desarraigadas y en parte el lado “cultural” de representar a un país. Pese a los encontronazos, a las resacas y la mala cara de algunos jefes, Vinicius duró. Después de todo, era de la clase social correcta y eso cuenta mucho en el oficio.
Lo que fue quedando claro es que no llegaría al tope, que jamás se presentaría con el tradicional uniforme y la faja verde-amarilla como embajador ante ningún país. Para cuando amaneció esa idea, Vinicius se estaba haciendo seriamente conocido. ¿Por qué no renunció? ¿Qué hizo que siguiera cuando medio Brasil ya cantaba sus cosas y Frank Sinatra llamaba para grabarlas? ¿Qué le hizo pensar que podía seguir dando shows, transformarse en cantante, seguir siendo diplomático? El misterio es que él pensara que tal fórmula podía funcionar y que el servicio exterior no lo echara y listo.
Hasta a los militares les tomó cuatro años cerrar esta incoherencia, y cuando lo hicieron fue a la manera militar. En 1968, a cuatro años del golpe y con la etapa siniestra de la dictadura recién inaugurada con el Acta Institucional 5, el Itamaraty jubiló administrativamente a Vinicius, 55 años, dejando en claro que era un indeseable y un impresentable. El poeta estaba en Lisboa, dando un show de bossa nova. Lo que siguió fue como una liberación, doce años de florecimiento musical y poético hasta la muerte en el invierno de 1980.
Esta semana, el presidente Lula les presentó a su hija y a su nieta las insignias de ministro embajador de primera clase, el grado más alto del escalafón. El ascenso post mórtem fue votado por el Congreso como un desagravio y un homenaje a alguien que, vaso en mano, contagió la cultura de su país a nivel global.
Y la ceremonia fue en el palacio de Itamaraty, el mismo lugar de donde salió el telegrama de despido.
A 30 años de su muerte, y al mismo tiempo que su ascenso post mórtem, se consigue en Buenos Aires el libro Nuestro Vinicius: Vinicius de Moraes en el Río de la Plata, de Liana Wenner, un perfil coral del gran poeta y músico editado por Sudamericana.
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