Domingo, 5 de septiembre de 2010 | Hoy
PERSONAJES > RICHARD COLEMAN, NUESTRO CLáSICO DARK
Cuando se cumplen veinte años de su grupo Los Siete Delfines, el guitarrista y cantante Richard Coleman recuerda una historia con la que acompaña los ochenta, como cuarto miembro de Soda Stereo y al frente de Fricción, y después como el Príncipe de las Tinieblas del rock nacional, un sobrenombre que nunca terminó de aceptar. Además, cuenta cómo se conoció con Daniel Melero, confiesa que no hay un solo día en que no piense en su amigo Gustavo Cerati y adelanta su próximo debut como solista, lejos de la oscuridad.
Por Juan Andrade
Lunes a las once de la mañana. El sol calienta el asfalto de Villa Urquiza. No hay nubes en el cielo. Mal momento para una entrevista con un vampiro. Sin embargo, Richard Coleman abre la puerta de buen humor e invita a pasar a su estudio hogareño. En las paredes cuelgan un cuadro con varias tapas de Los Siete Delfines, algunos afiches y un par de estantes con un centenar de libros. Las herramientas del dueño de casa están a la vista: una colección de pedales, otra de equipos de sonido y una docena de guitarras con sus respectivas fundas. Mientras pone a calentar el café, su pequeña hija Guine aparece gateando por el pasillo y termina en sus brazos. Una postal doméstica que desmiente de un plumazo varias décadas de crónicas en las que Coleman aparecía retratado como el Príncipe de las Tinieblas de un comic rockero.
En su computadora ahora suena In the Wake of Poseidon, un disco de King Crimson que supo tener en vinilo y más tarde recuperó en formato CD. La vieja tapa de cartulina del álbum en cuestión, que ahora ocupa apenas un rincón del programa de audio abierto en el monitor, dispara una serie de recuerdos que lo llevan a los orígenes. “En el documento figuro como Ricardo, pero siempre fui Richard. Coleman es un apellido inglés. Mis abuelos eran de Southampton, del sur de Inglaterra. Mi abuela trabajaba como institutriz de familias con guita. Y, cuando ya se había retirado, venía tres veces por semana a mi casa, a tomar el té y a practicar dictation y leer. No me hizo falta ir a una escuela con idioma. ¡Era un embole!”
Y lo de tocar la guitarra, ¿de dónde viene?
–Mi tío, José Alberto Meinarde, era folklorista. Pero se murió a los 27 años, tuvo un cáncer tremendo. Lo adoraba, era una imagen muy fuerte verlo con la viola. Cuando pasábamos las vacaciones en la casa de mis abuelos maternos en Laboulaye, al sur de Córdoba, a la hora de la siesta se encerraba en su cuarto a tocar la guitarra. Para mí, era ¡guauuu! Y bueno, cuando falleció, mi abuela me dio la guitarra. No fue una imposición, sino una cosa medio inevitable. Una criolla, todavía la tengo.
Ahí empezó a tomar clases de guitarra, cuando recién estaba en quinto grado. “Pero me embolé con el solfeo y largué”, confiesa. Se dedicó a la electrónica: armaba radios, parlantitos, cosas así. Hasta que vio una guitarra eléctrica en una casa de música y se le juntaron las dos cosas. “Lo primero que hice fue electrificar la guitarra criolla”, recuerda Coleman y se ríe. A los trece, sus padres le regalaron una eléctrica y ya no la abandonó más.
Por culpa de Alta tensión y otros engendros por el estilo, Coleman confiesa que detestaba la música en castellano. Hasta que un día cayó en sus manos Durazno sangrando, de Invisible. Y todo cambió. “Me sedujo muchísimo, además de la voz de Spinetta, la manera en que usaba las palabras. ¡No se entendía un carajo! ¿Qué es eso de ‘la noche espera y tal vez mañana no exista el tiempo sin sombras’? Eran conceptos muy difíciles, por más que yo fuera un pibe que leía y tenía muchos libros: novelas, toda la colección Robin Hood, las historias de Los Caballeros de la Mesa Redonda. Y ahí empecé a escuchar rock nacional de nuevo. Porque encontré una poesía que no contaba anécdotas o historias inmediatas, sino que usaba las palabras como sonidos. A mi primer grupo le puse Golem, en homenaje al cuento de Borges. Estaba en el secundario y yo era el ‘intelectual’, les buscaba las vueltas a las cosas. Pero me imaginaba un futuro como músico. Era lo que me gustaba y, también, lo que me hacía especial. Algunos preferían ser iguales a los demás, no salirse del montón. Pero también estaban los que necesitaban tener alguna característica particular. Y yo me incluía en esa otra manada: la manada de los distintos”, dice, segundos antes de una carcajada.
En 1981 marcó uno de sus records. “En un mes, fui cuatro veces preso. Un día me harté de que me llevaran en cana por tener el pelo largo. Además, estaba medio cansado de la cosa hippy, psicobolche. Consumía más punk. Entonces me rapé. Pero bueno, esa noche salí con el pelo corto... ¡y me llevaron de nuevo!” Las consecuencias de vivir en dictadura las descubrió por contraste. “Hice un viaje a Europa y se me abrió la cabeza. Descubrí el ‘afuera’, eso que Kaspar Hauser no sabía que existía. Ahí me di cuenta de la represión y de la carencia de libertad en la que vivíamos. Y ya no fui el mismo. A la vuelta, me salvé del servicio militar por un número. Y me puse un aro rojo, chiquito. Pensaba: ‘A mí no me van a decir qué me pongo o qué leo’.”
Estudió Física tres años, pero su carrera empezó a perfilarse después de poner un aviso en la legendaria revista Expreso Imaginario. Palabras más, palabras menos, decía: “Busco tecladista al que le guste Ultravox, Bowie y Eno”. “Me llamó Daniel Melero y me dijo que, cuando lo leyó, pensó: ¡Uy, un loco más! Eramos muy pocos los que escuchábamos esa música”, recuerda, sobre los orígenes de Siam, aquel grupo iniciático. “Ahí empezó mi vida de rockero futurista. Sentí que estaba en el lugar justo y en el momento indicado. Como artistas jóvenes, lo que buscábamos era el cambio. Después del formato de los festivales para Malvinas y todo ese prepo de pasar solamente rock nacional en las radios, ya no daba para más. Para mí, eran todos unos psicobolches que no entendían nada. La música era otra cosa y había que cambiarla.”
Lo que vino a continuación fue Metrópoli y, también, aquel verano que terminó de definir la identidad de Soda Stereo. “Ensayé con ellos desde comienzos del ’83, fue buenísimo. Les mostré unos demos, empezamos a improvisar y Gustavo me dijo: ‘Hagamos esto más seguido, a ver si te integrás a la banda’. Así fue como, de golpe y porrazo, Soda tocaba siete canciones mías. Pero era como que tenía una banda que me acompañaba. Y, cuando yo tocaba los temas de Soda, era como un invitado. Fue una decisión difícil, pero les dije: ‘Son ustedes tres conmigo o yo con ustedes tres. ¿Cuántos músicos probaron de cuarto integrante? ¿Yo soy el cuarto, o el quinto?’. Parece que la observación cayó bien, porque a los pocos meses ya estaban grabando su primer disco como trío.”
La amistad con Cerati se prolongó en pubs y recitales. Y, más tarde, decantó en Fricción. “Che, Richard, vos tenés un montón de temas, ¿no tenés ganas de tocarlos? Nos podemos juntar, sin compromiso y vemos si sale algo”, le propuso su compinche vía telefónica. Coleman se enganchó y le dijo que ya tenía al baterista. “Había pensado en Fernando Samalea. Corté con Gustavo y, antes de poder discar el número de Sama, cuando levanto el tubo estaba él del otro lado. ¿Viste cuando se cruzan las llamadas? Le conté de qué iba todo y me dijo que sí, que además tenía un bajista, que era Christian Basso.” Fricción fue la “revelación” de la temporada y dejó un disco debut que puede escucharse como un fresco sonoro de la época: Consumación o consumo. “Era una música muy distinta, era la banda nueva, nadie sonaba como nosotros”, define el violero. “Estaba todo buenísimo, pero Fricción era un grupo que en realidad no existía: era la base de Clap, con el cantante de Soda Stereo y yo.”
“Quiero pedirles que me acompañen en una plegaria por un amigo que está mal, para que se mejore y se tome el tiempo que haga falta para volver a estar con nosotros”, pidió Coleman antes de empezar el último show de Los Siete Delfines. Entonces bajó la cabeza, se persignó y juntó sus manos para rezar y, después de un minuto de silencio, abrió el recital con una versión de “Héroes”, aquel tema de Bowie que compartían en los tiempos de Fricción. “Esta la tocamos por primera vez hace... 25 años. ¡La puta que pasó el tiempo!”, dijo al terminar. Había transcurrido una semana del accidente cerebrovascular de Cerati en Caracas y Coleman, guitarrista de la gira, seguía conmovido. “Fue un momento fuerte”, evoca. “No sabía qué iba a pasar, no tenía nada pensado y cuando empecé a hablar me emocioné. Para mí fue importante: todos los días estoy pensando en él.”
El recital en Niceto fue anunciado como la “despedida” de Carnaval de fantasmas, el notable último disco de LSD. Coleman se ríe del supuesto adiós al material y define: “Los Siete Delfines es el lugar donde me junto con mis amigos. No son compañeros de la vida ‘afuera’, sino que compartimos la música y lo que pasa en los ensayos o en los shows. Por un tiempo, Carnaval de fantasmas va a ser insuperable. Llevó mucho tiempo hacerlo, pasaron muchas cosas, pero quedó igual o mejor de lo que esperaba”.
Este año se cumplen dos décadas de la formación de Los Siete Delfines. “El otro día me lo hicieron notar, pero son una consecuencia de haber sido fieles a una idea, de haber tenido un proyecto claro. No me parece que sean un motivo para festejar”, asegura. El Unplugged que se viene para fin de año, entonces, tendrá que ver con otras motivaciones que las que suelen desprenderse de los aniversarios redondos. “Hicimos algo así en los ‘90, pero ahora evidentemente ya no está de moda. Va a ser una presentación de los Delfines desenchufados o, por lo menos, con otra situación instrumental. Quiero desnudar las canciones, para que se escuchen más allá del entorno y la energía eléctrica de la banda”, adelanta. Lejos de esa clase de artistas que se esfuerzan por ocultar sus influencias, así como en la previa de un recital de LSD se puede escuchar The Cure sin parar, después de hablar del “acústico” en cuestión se cuelga desmenuzando el simple que traía “In a Lonely Place” y “Ceremony”, el que marcó el debut de New Order y el final de Joy Division.
¿Encontraste tu propia ideología dark o algo así?
–No, realmente todo eso lo dejo para facilitar las cosas. Al principio, me costaba relacionarme con la prensa. Los periodistas tenían más claro que yo lo que hacía, y era aburrido dar explicaciones. Entonces tomé la opción de decir: “Está bien, somos el grupo dark”. Y seguimos haciendo música, sin buscar definiciones. Nunca me alineé con una movida en particular. Siempre estuve buscando algo que me guste, que me influya.
En el primer disco cantaban “Me gusta la noche/ los vampiros son nuestros amigos”.
–¡Bueno, pero eso es de Gamexane! (se ríe). Game era mucho más extremista. En el primer disco firmamos todas las letras entre los dos, pero hay temas como “Es tan celosa”, en los que la música es mía y la letra suya.
Después le pusiste Dark a un disco.
–Claro, nos preguntábamos cómo ponerle y, en un momento, me sonreí y dije: “Le ponemos Dark”. Los demás saltaron: “No jodas”. Pero insistí y quedó. Y la verdad es que no es un disco muy oscuro: es bastante pop, dentro de todo.
En el escenario jugás con ese personaje.
–Me resulta muy cómodo: ya es parte de mí. Siempre tuve algo de eso. Y además, vestirse de negro siempre combina. Entonces transito con ese personaje, aunque no apruebo el icono del “Príncipe de las Tinieblas” ni todo lo demás, que es medio infantil.
Coleman dice que ha jugado con las tinieblas, que fue y vino a través de ellas un montón de veces. Pero que hubo un momento de su vida en el que ese mundo de fantasía se volvió demasiado real. “Era verdad: no era dark. Las situaciones límite y los lugares oscuros y sórdidos en los que he estado y me he metido viven en mí y me asaltan sorpresivamente: se me cae una tapita de gaseosa al piso y, cuando la levanto, me acuerdo de una situación tremenda. Algo que sucedió y es parte de mi presente: eso es el pasado. No es que recurra al pasado, ni ahí, pero de algún modo está sosteniendo el presente: es mi Mr. Hyde, digamos.”
El punto de quiebre se produjo en 1999, recuerda, cuando tomó conciencia de que su carrera se iba a pique y él se hundía con ella. “Tenía que armarme desde cero, toda mi humanidad: entender quién soy, cuáles eran mis verdaderas necesidades y expectativas. Una cosa más existencial. Era un bardo, entonces me fui a Los Angeles para ver si conseguía laburo de productor, y aproveché para estudiar ingeniería de grabación. Toqué fondo. Tomé una decisión drástica, que fue dejar de tomar alcohol. Cerré una botella de vino en un cumpleaños, sin terminarla. Y ahí mordí un palo. Y agarrate. Fue tremendo, pero lo hice: empecé con ese proyecto y, ahora, llevo ocho años sin chupar.”
Después de un largo tiempo sin pisar suelo argentino, cuando pegó la vuelta definitiva las cosas no le resultaron sencillas. “Reubicarme acá fue todo un tema: estuve todo 2004 casi sin salir, porque no entendía dónde estaba parado. De hecho, no hice ningún show. Me quedé en casa, trabajando.” Hoy el tipo puede decir que además de este presente luminoso que lo encuentra atravesando un buen momento con su banda, ya tiene un puñado de canciones listas que marcarán su debut como solista. “El disco está por la mitad, literalmente. Grabé y mezclé ocho temas en enero y, a fin de junio, grabé cinco más. Y en los próximos meses espero tener el arte listo y el proyecto armado para sacarlo el año que viene.”
No da para rebautizarte de “dark” a “creyente”, pero queda claro que tenés que estar convencido de algo para ponerle el cuerpo. Cero nihilismo. Algo más espiritual que religioso, digamos.
–Es que, bueno, la espiritualidad es algo que me define, obviamente... (lo piensa tres segundos). ¡Creo en la oscuridad!
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