Domingo, 5 de septiembre de 2010 | Hoy
PERSONAJES > STEPHEN KING VUELVE A LA MEGANOVELA POLíTICA
Treinta años después de The Stand, su meganovela publicada en una Norteamérica hundida en una guerra impopular, problemas económicos y petroleros, desconfianza política y miedo a la destrucción masiva, Stephen King edita La cúpula (Plaza y Janés), una novela que ya intentó escribir tres veces y que ahora finalmente encontró su forma y su momento: otra meganovela sobre el fin de la era Bush y el terror que acecha en la posibilidad del fracaso de Obama. Más de mil páginas que transcurren en un pueblo aislado del resto del mundo donde germina el fascismo.
Por Mariana Enriquez
Hace treinta años, Stephen King publicó su primera novela monumental y superpoblada, The Stand, que tuvo una segunda edición –¡ampliada!– en 1990. En castellano se las conoció, respectivamente, como La danza de la muerte y Apocalipsis: esta última y definitiva tenía, en la edición de bolsillo, 1585 páginas. En The Stand, la catástrofe que provoca el exterminio de la humanidad es un virus gripal creado artificialmente como arma bacteriológica, que los sobrevivientes llaman Capitán Trotamundos. Millones de personas se infectan y mueren. Los sobrevivientes se dividen en dos bandos: los “buenos” se van para Boulder, Colorado, a formar una comunidad; los “malos” se unen a Randall Flagg, un hombre oscuro –en realidad un ser sobrenatural, posiblemente un demonio– que viste como un cowboy y arrastra con escalofriante chirrido las espuelas de sus botas. Los buenos sueñan con una mujer negra llamada Abigail, que los insta a ir a Las Vegas, el cuartel de Flagg, y acabar con él y su arsenal nuclear. El libro, en 1979, sólo podía ser leído en contexto: crisis económica, el ascenso al poder de Ronald Reagan, la paranoia nuclear, el fanatismo religioso y el conservadurismo que siguió a la fiesta de los ‘70 (incluso, en uno de sus inquietantes movimientos proféticos, King parecía anticipar al VIH, que en sus primeros años fue casi uniformemente letal y considerado por muchos como un virus pergeñado para el exterminio. O quizás estuviera refiriéndose al ébola, temible virus que en aquel momento dominaba el imaginario de la letalidad rapidísima acompañada de enormes sufrimientos).
Los 30 años de The Stand trajeron festejos, versión en comic, reedición del libraco, numerosas entrevistas a Stephen King. En una de ellas, que le dio a salon.com, King anunciaba: “Acabo de terminar otro libro parecido a The Stand que se llama Under the Dome. No es sobre un apocalipsis global, pero también es muy largo y superpoblado y lidia con las mismas cuestiones. Es otro escenario, pero las dos eras en que aparecen publicados los libros son muy similares: la guerra impopular, los problemas económicos, los problemas del petróleo, la desconfianza en el gobierno, el miedo a la guerra química entonces y a los atentados terroristas ahora”. King quería, además, que el libro fuera urgente, y lo escribió en apenas 14 meses, entre fines de 2007 y marzo de 2009. Tiene, en la versión que se consigue en librerías con el título de La cúpula, 1129 páginas. Es el desaforado diagnóstico del novelista más famoso del mundo sobre la era Bush y es un muestrario de sus miedos, especialmente del terror al fracaso de Obama y sus consecuencias, que para King son, claramente, el fascismo y la abyección.
Es claro que King quiso repetir el gesto de The Stand con La cúpula. Es claro también, después de salir vivo de sus más de mil páginas, que La cúpula no es una novela tan buena como su hermana mayor de fines de los años ‘70. The Stand era más convencional, pero tenía ese extraño toque de gracia que bendice a los libros importantes: todo lo que podía salir mal, salía bien. En La cúpula, algunas cosas salen muy bien, otras resultan tediosas, algunas incluso torpes. Incluso el lanzamiento al mercado de La cúpula tuvo un problema si se quiere tonto, pero que provocó muchos rumores. El hecho catastrófico de la novela es, justamente, una cúpula transparente e impenetrable que cae y cubre el pueblo de Chester’s Mill, en Maine, encerrando a su población que se queda sin electricidad y, poco a poco, sin recursos. Lo mismo o casi lo mismo ocurre en... The Simpsons, la película. Muchos escépticos incluso afirmaron que King directamente robó la idea del encierro de Springfield. King, que es un hombre honesto y sincero –en todos estos años de trabajo y fama, si no lo fuera ya se habría notado–, se vio obligado a explicar la extraña réplica en su sitio web. Poco antes del lanzamiento de La cúpula, que se editó en noviembre de 2009, posteó lo siguiente: “Mi primer intento de escribir esta novela fue en 1978, más o menos. Un manuscrito de 78 páginas que se perdió. El segundo intento fue en Pittsburgh, durante la filmación de Creepshow. Pasé dos meses en un deprimente complejo de departamentos suburbano que se convirtió, más o menos, en el escenario de la historia. Se llamó Los caníbales y llegué a escribir 500 páginas antes de darme contra la pared. Ese manuscrito estuvo perdido un tiempo, pero apareció en 2009 en un gabinete cerrado de mi oficina. Reproduzco a continuación las primeras sesenta páginas porque sé de la similitud entre la idea de Under the Dome y la película de Los Simpsons donde, de acuerdo con Wikipedia, Springfield queda aislada bajo una cúpula de cristal, probablemente debido a esa maligna planta nuclear. No puedo hablar personalmente de esto porque nunca vi la película y la similitud fue una total sorpresa para mí, aunque sé por experiencia personal que la similitud será casual. A menos que haya plagio deliberado, las historias nunca se parecen demasiado por una razón muy simple: no hay dos imaginaciones humanas que sean idénticas. Para quienes duden, este fragmento demostrará que estaba pensando en cúpula y aislamiento mucho antes de que Homero, Marge y sus hijos entraran en escena”.
La cúpula de Chester’s Mill no es como la de Springfield. Su descenso repentino es de guillotina: precisa, corta al medio a una marmota paseandera, choca contra la avioneta que pilotea Claudette, la esposa del primer concejal Andy Sanders, le corta las manos (y le provoca la muerte) a una mujer que está atendiendo su jardín, causa varios letales choques en cadena, destroza al conductor de un tractor. La cúpula se siente, pero no se ve. Deja filtrar un poco de aire, casi nada de agua; permite el paso del sonido y de las ondas magnéticas (en Chester’s Mill siguen funcionando los teléfonos e Internet); no se puede estar cerca de ella con aparatos electrónicos: en las primeras páginas, el jefe de policía, Duke Perkins, muere ni bien se acerca a esta superficie invisible porque le explota el marcapasos. Su muerte, la de un policía de pueblo conservador pero respetuoso de las leyes, es un antecedente significativo: tras su desaparición, crece la figura del protagonista más importante de los muchos protagonistas de La cúpula, el segundo concejal Big Jim Rennie, la condensación de todo lo que King odia en los republicanos, los Tea Party, los políticos pueblerinos, los big man ignorantes, la era Bush. Es mucho Big Jim Rennie, y seguramente no es causal que se llame Big (y no es sólo porque es obeso). Big Jim es quien manipula al pueblo a placer: es inteligente, despreciativo y malhumorado, pero lo suficientemente mentiroso y buen actor como para hacerles creer a todos que es un funcionario público que quiere lo mejor para el pueblo. Lo cierto es que Big Jim no es tan sólo un republicano ultrarreligioso y patriotero: eso, en la mirada menos clásica de King (comparada con la que tenía en The Stand, un libro más religioso y épico, con más influencias del Evangelio y El señor de los anillos), sería excusarlo. Big Jim es un hipócrita que, para hacerse rico –y repartir entre sus amigos–, tiene montado un laboratorio de metanfetamina (como el paco, pero con anfetaminas: un veneno importante) que puede proveer a todo el país. Además importa armamento desde China. Big Jim y sus amigos son una versión pequeña del club petrolero-militar Bush-Cheney, así como Chester’s Mill es una miniatura de Estados Unidos. Lo peor, no obstante, es el futuro: ni bien cae la cúpula, Big Jim se arma su ejército personal integrado por jóvenes policías novatos que en un instante se transforman en las juventudes hitlerianas. Son tontos, brutales, asesinos, violadores. Y el más feroz es el hijo de Big Jim, Junior, que sufre migrañas. Eso cree, al menos. Pronto se sabrá que tiene un tumor cerebral y que es un asesino serial necrófilo. Así es la progenie de tipos como Big Jim. Stephen King elige evitar cualquier tipo de sutileza, como se ve, y los resultados, en una novela de tamaña extensión, son diversos: con frecuencia las páginas vuelan, pero también surgen pozos de repetición y exceso, causados en parte porque la contrafigura del “héroe”, Dale Barbara, pierde de a poco su carisma, que es muy grande en las primeras páginas. No se parece a Larry Underwood, el héroe músico de The Stand, un personaje sólido e inolvidable. Dale Barbara es un ex capitán del ejército que cometió abusos en Irak sobre prisioneros indefensos. La brutalidad de lo ocurrido, que acabó en un crimen, lo decidió a abandonar las filas. Ahora es cocinero del diner del pueblo, y cuando cae la cúpula se estaba yendo, tras una pelea con Junior. Al principio, este capitán culposo que se hace llamar Barbie tiene una arrogancia mezclada con abandono que resulta atractiva, pero se va diluyendo. King lo llama Barbie porque parece decir que sí, que este hombre es lo más decente que tienen, pero él no piensa respetarlo, es un militar después de todo, no puede hacerle la venia, necesita agregarle un chiste. Y el personaje termina sufriendo. Stephen King no es el mismo hombre que en 1978. El también está muy desconfiado. Y muy apocalíptico. Es notable lo rápido que Chester’s Mill cae en el fascismo. Los típicos signos se suceden: estado policial, quema del periódico, mentiras conspirativas anunciadas por el líder, teoría del infiltrado, proliferación de armas, delación y, claro, resistencia. Pero hay algo que trabaja en contra de la novela, y parece ser el propio King. Como narrador, está en uno de sus mejores momentos, eso es bastante indiscutible. Sin embargo, en La cúpula parece no confiar en los personajes. Los deja ser manejados y los asesina con una displicencia un poco escalofriante. Como si no tuviera por ellos el menor afecto. En The Stand, King amaba a sus personajes y a su país. No pasa lo mismo en La cúpula. En aquella reveladora entrevista de salon.com decía: “Los norteamericanos somos apocalípticos por naturaleza. La razón es que siempre tuvimos mucho, demasiado, y vivimos con un temor atroz a que nos lo saquen”.
Una de las maneras de que los habitantes de Chester’s Mill logren que esa cúpula imbatible –se le arrojan misiles y armas ultraletales jamás probadas antes, y la maldita superficie no sólo no se perfora sino que apenas se mancha– se eleve y los libere es pidiendo disculpas, ser humildes, ponerse en el lugar del otro y darse cuenta de que han sido crueles. No es casual que, desde hace dos semanas, la ultraconservadora cadena Fox esté burlándose de Stephen King y que el presentador Glenn Beck (a quien King llamó alguna vez “el hermano retardado de Satanás”) se refiera al autor de La cúpula como “ese tipo que suele estar debajo mío en la lista de best-sellers”.
Lo peor es que Glenn Beck está describiendo la verdad. En la lista de mejor vendidos del New York Times, hace tiempo que el hermanito del diablo le gana al rey del terror.
Stephen King dice que La cúpula es una novela ecologista –lo es, de una manera oblicua–, pero admite que primero es una novela política. “The Stand también lo era. Siempre me sentí un novelista político. Ojos de fuego es una novela política. La zona muerta es una novela política. Hay una escena en La zona muerta donde Johnny Smith ve a Greg Stillson empezando una guerra nuclear en el futuro, y en casa siempre nos reímos cuando vemos a Sarah Palin y decimos: ‘Esta es Greg Stillson mujer’”, le dijo a John Marks en salon.com. El extraordinario escritor británico M. John Harrison, que reseñó La cúpula para The Guardian, tampoco dudó: “La cúpula, como The Stand, trabaja una vasta colisión bíblica: la moralidad liberal y una moderada sensibilidad ecológica contra la corrupción, la codicia y el fundamentalismo”. Harrison disfrutó la novela, aunque apuntó hacia sus debilidades, y las críticas no han sido en general favorables, pero eso no es nuevo: hay temporadas en las que está de moda reivindicar a King, pero no duran mucho. En general, la objeción más certera la anotaron críticos como Euan Ferguson, en The Observer, quien escribió: “No es un libro malo. En muchos sentidos es un muy buen libro, e interesante: es la mirada de Stephen King sobre los Estados Unidos de Bush y el 11 de septiembre, una nación al borde del colapso ambiental y moral. Pero, en otros muchos sentidos, es demasiado: demasiado grande, demasiado largo y demasiado Stephen King”. Es verdad: el trazo grueso, si bien es intencional y hasta pedagógico, puede resultar agotador. Además, King no está en el terreno más cómodo cuando escribe ciencia ficción: su imaginario es sumamente años ‘50 y no parece con ganas de salir de allí. En la Nota del autor que se adjunta, King admite que quiso que el libro fuera veloz, y lo es: se escribió rápido, se lee increíblemente rápido, y muchos de sus problemas pueden atribuirse a esa urgencia que algunos dirán innecesaria pero, bueno, primero tendrán que entregar mil páginas con este ritmo –escritas, recordemos, en un año– y luego se podrán sentar a conversar y levantar el dedo. También admite otra cosa en la Nota, que revela una sorprendente humildad dentro de sus tendencias mega. Escribe: “Nan Graham editó el libro, y convirtió el dinosaurio original en una bestia de tamaño algo más manejable; todas las páginas del manuscrito quedaron marcadas con sus cambios. Estoy muy en deuda con ella y muy agradecido por todas esas mañanas en que se levantó a las seis, lápiz en mano. Intenté escribir un libro sin dejar de pisar el acelerador, rápido y vibrante. Nan lo entendió, y cuando yo levantaba el pie, ella lo pisaba a fondo y gritaba (en los márgenes, como acostumbran a hacer los editores): ‘¡Más rápido, Steve! ¡Más rápido!’”.
Desde sus inicios, Stephen King escribe dos tipos de libro (hay algunos otros entre su gran producción, como la saga de La Torre Oscura, pero la distinción sigue siendo pertinente, admitiendo las excepciones). El lo sabe y lo explica: “Escribo dos tipos de libros: los que son como murales, grandes y populosos y con todo tipo de personajes, y los que son en primer plano, como Misery”. En ocasiones, ese primer plano llega al extremo, como en Cujo (1982, una mujer y su hijo en un auto, un perro afuera) o El juego de Gerald (1992, una mujer en una cama, esposada a los barrotes, con el cuerpo de su amante muerto al lado). Y, en ocasiones, ese mural, que también está presente en It (1986) o La hora del vampiro (1978), se agranda hasta las dimensiones de The Stand o La cúpula. Algunos de sus lectores prefieren el primer plano, sobre todo después de las dos recientes, notables e íntimas La historia de Lisey (2006) y Duma Key (2008). Pero a otros les divierte el mural. Y a King le encanta. “Me gustan las novelas con alta densidad de población”, apunta en la Nota de La cúpula. Siendo un escritor compulsivo, además, es muy probable que en el futuro haya más novelas minimalistas y más novelas muralistas y mucho de todo. Lo inmediatamente siguiente es, sin embargo, un libro de relatos cortos. Se llamará Full Dark, No Stars, cuatro nouvelles que se editarán en noviembre de este año, probablemente cuando mucha gente todavía esté inmersa en la página 500 de la asfixiante cúpula.
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