Domingo, 17 de octubre de 2010 | Hoy
FOTOGRAFíA > LOS COLLAGES Y LAS SILUETAS DE ROSANA SCHOIJETT
Dos en una: Rosana Schoijett, que explora en su trabajo todas las dimensiones de la fotografía, desde el retrato de cuerpo entero a la abstracción, expone en dos salas de Zavaleta Lab una muestra que parece alcanzar los extremos de su oficio. Por un lado, una colección de collages armados con imágenes ajenas tomadas de revistas que conforman un tocador privado de una devota de la imagen. Por otro, una serie de siluetas que viene haciendo y que, con sus reminiscencias de camafeos del siglo XIX, se remontan a la prehistoria de la fotografía. Imposible elegir una de las dos.
Por Eduardo Stupia
Resguardada en la intimidad de dos salas de Zavaleta Lab que ha convertido en recámaras de meditación, Rosana Schoijett presenta en una de ellas una suerte de sugestivo retablo de piezas que podrían describirse como collages fotográficos o fotomontajes, pero que también tienen la fragilidad corpórea y la impronta manual de un objeto de papel, aun cuando su inquietante significación y magnetismo no dependen de la expansión volumétrica, sino más bien del sutil encastre y superposición de recortes planos, provenientes de orígenes tan diversos como afines.
Como se sabe, RS se mueve artística y profesionalmente en el campo de la fotografía, aunque entendida ésta según un amplio espectro de posibilidades conceptuales, antes que como una delimitación técnica o de formato, tan abierto a la multiplicidad de fuentes y a la contaminación como para que la artista, en el acopio de materiales primarios para la confección de sus collages, elija fragmentos de fotografías extraídas de revistas o folletos, y no solamente acuciada por las cualidades icónicas de esa cantera, sino por sus peculiaridades estrictamente físicas, como el color y la densidad de la impresión misma, el grano, la textura y la tonalidad del papel, y hasta la sensación táctil de lo gastado, de lo añejo, de aquello donde ha actuado el tiempo.
En tal sentido, Schoijett no se limita a aprovechar de la fotografía el atávico halo de mágico artificio donde el ritual de época, la localización escénica y la solidez temporal del momento registrado quedan congelados e intactos “para siempre”, sino que parece esbozar la idea perturbadora de que esa presunción de perennidad se verá sometida a la inexorable degradación del soporte, más aún tratándose de fotografías impresas en medios gráficos de la más heterogénea calidad. En estas piezas que parecen embebidas del clima de gozosa reclusión implícito en la delectación artesanal de los álbumes de recortes, productivamente tributarias a veces de la ilógica gratuidad de las operaciones surrealistas, e invariablemente fascinantes en su poética barroca de escamoteo de las formas, la cita pictórica, el ornamento floral, la figura canónica en maneras y estilos, y el motivo paisajístico se cruzan, contraponen, desordenan y reordenan en una modélica puesta en escena bidimensional, tan refinada en su callada precisión constructiva como lírica en el modo en que estrechamente se contagia de la potencia connotativa del archivo gráfico para transformarla, diluirla de utilidad, hacerla inapresable.
El troquelado y el corte, que por momentos geometrizan el ingreso alusivo de una esquemática figuración, el enhebrado de los meticulosos recortes que la artista inserta en los falsos espacios referenciales de sus superficies, quebrando la hegemonía del plano más visible para dejar ver, y a la vez ocultar, eso que está detrás, y el despliegue ornamental de plumajes y drapeados que se resisten a su propia legibilidad mientras cubren, disfrazan y enmascaran se suman a dos recursos todavía más singulares: la costura, como una forma de montaje de los segmentos de papel y, como consecuencia o hallazgo colateral a partir de esta operación, la irrupción del reverso del cuadro en el proscenio del discurso visual. Allí el hilo, como una línea nerviosa y sorprendentemente elocuente en su dinámico devenir, es un contrapunto dibujístico que suma espontaneidad rítmica a la lógica azarosa de los demás componentes, que crepitan atravesados por el azar en un implacable aunque acompasado descalabro, sostenidos en la inmediata seducción de lo incontrolable, de eso que nunca se muestra, del backstage del sentido.
La autora parece fugarse momentáneamente de la asepsia del estudio para esconderse –o más bien revelarse de otra manera– en los fetiches de un tocador privado, desapegándose por un momento de la objetividad mecánica para moldear, desde la minuciosidad preciosista del corte, del plegado, en la superposición, la costura y el pegado, en la elección de los motivos más anónimamente ornamentales de la botánica, el mundo animal o la historia natural, los pliegues misteriosos de una semántica tan embaucadora como refractaria.
En la segunda sala, la artista se concentra en su relación con el específico acto fotográfico mimético, y exhibe una serie de siluetas, obtenidas a partir de una operación técnico-lumínica que subsume la categoría del retrato fotográfico de estudio en una figura de perfil, negra sobre fondo blanco, cuyo contorno es a la vez emblema y marca de individuación. Se trata aquí del muestreo de una individualidad singular –los perfiles, se sabe, son siempre estructuralmente semejantes como tales, aunque nítidamente diferentes– que ha perdido, por así decirlo, mucho de identificación fisionómica, y consecuentemente, de identidad, personalidad y, en última instancia, carácter. Quizá la artista, aún en pleno desarrollo de la serie de retratos fotográficos de cuerpo entero –un relevamiento a un tiempo subjetivo y profesional de personajes y protagonistas del microcosmos del arte contemporáneo local– que es su marca distintiva, precisamente quiera ir más allá del mero documento y busque en la ausencia, en la resta de esa suma de rasgos que hacen de todo retrato un compendio de alusión psicológica, de data sociológica o inducción narrativa, una presencia de des-personificación, descarnadamente antropomórfica, como si estos perfiles cuya identidad creemos estar a punto de reconocer –¿no es ese el perfil de la propia autora?, ¿no es aquel el perfil de un muy reconocido artista local?– y cuya inscripción social o incluso anécdota nos parece poder intuir o develar, estuvieran sin embargo rehuyendo de sí mismos, como de nosotros. De hecho, las escasas marcas de vestimenta que se perciben pueden llevarnos tanto a confirmar nuestra convivencia cercana, contemporánea, con estos retratados en negativo, como a percibir que su palpable cercanía tan al alcance también se escapa rumbo a zonas mucho más intangibles, o al influjo de inesperadas resonancias: de repente, nos parece estar frente a personajes salidos de antiguas medallas o camafeos, que esperan turno para actuar en un fantasmático teatro de sombras, o bien citas irónicas del cruce de principios institucionales, científicos y estéticos que conllevaba, en el siglo XIX, la utilidad práctica de la ciencia de la antropometría como recurso de identificación en los fichajes de los prontuarios policiales.
A la vez, y quizá más esencialmente, aquí la preocupación de Schoijett esté focalizada en la ontología de la imagen per se, y no sólo de la imagen fotográfica, y quiera desapegarse de oropeles y ropajes para de algún modo volver a las fuentes. Si es así, su hipotética intención puede volverse programáticamente paradójica: en el capítulo de su libro Planitudes - Historia de la fotografía plana, dedicado a la silueta, Eric de Chassey subraya que “durante mucho tiempo (de hecho, desde las primeras historias del medio) se ha querido ver en la silueta uno de los orígenes de la fotografía, pero la silueta es más bien el origen de aquello a lo que la fotografía no podía reducirse: una superficie plana condenada a no reproducir más que objetos planos en sí mismos (o traslúcidos) o la proyección plana de los contornos de dichos objetos. En este sentido las siluetas son evidentemente planas, pero podría decirse que doblemente planas, pues es preciso que el objeto reproducido lo sea también, ya sea por naturaleza o por reducción a su sombra proyectada. A la idea de una fotografía transparente y profunda responde simplemente la posibilidad de una práctica opaca y plana”. No obstante, de inmediato de Chassey cita a Lavater, el inventor de la fisiognomía, para quien la silueta es “de todos los retratos el más endeble y el menos acabado”, aunque “el más verídico y fiel, cuando la luz ha sido colocada a justa distancia, cuando la sombra se pinta sobre una superficie suficientemente lisa y cuando el rostro se encuentra en una posición perfectamente paralela a esa superficie”, lo cual podría ser una descripción casi enteramente fidedigna del procedimiento schoijettiano en su laboratorio de siluetas, uno de los extremos territoriales de la geografía binaria que Rosana Schoijett ha elegido transitar, con el rigor sensible de su ingeniería de papel en el otro polo, oscilando encendida entre la melancolía y la contundencia, entre la liturgia y la idea.
Zavaleta Lab,
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