Dom 28.11.2010
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DOS PERLAS

› Por Mariano del Mazo

Javier Martínez inventó La Perla del Once. Nada nos dirían esos mingitorios si el Manal no hubiera puesto su voz de trueno en las desoladas sesiones de grabación de Tanguito cuando el ángel ya caído en desgracia –balbuceante, ensimismado y aun así con ráfagas brillantes– anuncia que va a hacer un “tema comercial” y entonces ahí el trueno que “hacé ‘La balsa’”, que “es tuya”. Y el ruego de Tanguito: “No, no me hagas cantar ese tema”. Y otra vez el vozarrón esculpiendo la leyenda, fundando la polémica, inventando un bar: “En el baño de La Perla del Once compusiste ‘La balsa’”.

Lo dijo una vez. Pero cuando salió el disco de Tanguito años después –en 1973, post mortem– alguien decidió con agudísimo olfato reiterar la sentencia-denuncia varias veces. Un vil loop: “En el baño de La Perla del Once compusiste ‘La balsa’”. Así nació –con ese disco y esa frase, más que con su muerte– el primer mártir de rock argentino: un mártir modesto, que correspondía a un gueto, a una música marginal. Sea como fuere, el disco planteó la (falsa) dicotomía que demoró décadas en diluirse: Litto Nebbia versus Tanguito, que es como decir Litto Nebbia contra los fantasmas. El rosarino –exitoso, talentoso, audaz, siempre un poco soberbio, siempre un poco más allá del rock, líder natural, con discurso político– le había robado la canción al malogrado cantautor del conurbano, un petardo carismático minado por las pastillas. La historia es vieja, viejísima, y fue revisitada hasta la extenuación. Lo que no fue tan dicho es que Nebbia fue insultado durante décadas por culpa de la artera fábula. Que le hicieron la vida imposible. Que los adoradores del mito (legiones intermitentes de rockers suburbanos que durante los ’70 se acercaban a La Perla a mear en ese lugar sagrado donde acude tanta gente) lo detestaban. Que como una reacción atávica Litto no tocó por más de 20 años “La balsa”. Que el equívoco al fin –Tango feroz de por medio, “y ríos de tinta”– se licuó: parece que Tango tiró una frase en el baño, Litto la escuchó, completó la letra, hizo una música basándose en los acordes de “Garota de Ipanema” y registró la canción con el nombre de los dos. Punto.

Así, con todo este balurdo, La Perla del Once fue La Perla del Once. Sin embargo, la invención de Javier Martínez formó una capa tan espesa que tapó el filtro de luz del pasado riquísimo de ese bar de Rivadavia y Jujuy, hoy coqueta confitería. Confín en la ruta ferroviaria al Oeste, “los náufragos” Moris, Pajarito Zaguri, Pipo Lernoud, Tango, Nebbia y Martínez recalaban ahí a mediados de los ‘60 porque era el único bar abierto las 24 horas y porque los dejaban permanecer con un café con leche cada cuatro personas. Pero hacia 1920 otros náufragos se acodaban en esas mesas: Macedonio Fernández, Julio César y Santiago Dabove, Jorge Luis Borges, Xul Solar, Marcelo del Mazo, Leopoldo Marechal, Raúl Scalabrini Ortiz.

El sitio elegido tenía un doble motivo. Macedonio había vendido la casa familiar de Bahía Blanca y Yerbal para dedicarse a peregrinar por pensiones en las que olvidaba escritos como quien va dejando señales, postas: en aquellos años ’20 ocupaba una pieza en Rivadavia 2748. Por otra parte, a la tertulia de La Perla concurría un grupo de poetas clave para el espíritu de la peña: el llamado Círculo de Morón que integraban los hermanos Dabove, Carlos Ruiz Díaz y Enrique Fernández Latour. Por una cuestión de edad, pero también de magnetismo, el centro de las tertulias era Macedonio. Más célebre por la construcción de Borges que por sus libros, soberbio charlista, encandilaba con sus ideas delirantes y metafísicas. Por esos días, en esas mesas, siempre los sábados, se pergeñó una novela colectiva titulada El hombre que será presidente que planteaba un plan de acción... para tomar el poder. Una auténtica delicia del absurdo criollo. Lo cuenta Alvaro Abós en Macedonio Fernández, la biografía imposible: “El argumento contaba un plan de acción para difundir entre la población un malestar general que provocara el ansia por la llegada de un Salvador: éste no sería otro que el propio Macedonio. La ciudad debía ser inundada con artefactos destinados a hacer la vida indeseable e incómoda. Esos objetos ilógicos eran, por ejemplo, unos azucareros automáticos que impedían endulzar el café; una lapicera con una pluma en cada punta que amenazaba con pinchar el ojo a quien la usara; una escalera en la que cada peldaño tendría diversa altura; el peine-navaja, que cortaba los dedos y el cuero cabelludo (...). El denominador común era aumentar la neurastenia ciudadana: subvenciones a gordos para que molestaran a la población reclamando boletos de tranvía gratuitos a partir de los noventa kilos, lo que hacía indispensable pesar a cada viajero; corbatas desarregladas, sombreros calzados al revés; pucheros humeantes paseados en los bares para evocar climas hogareños y arruinar las veladas de los bebedores”. Todas estas situaciones redundarían en una histeria total. La pesadilla acabaría con la llegada del presidente Quita-dolor, Macedonio Fernández, “el restaurador de agrados y placeres”.

De los ’20 a los ’60, con similar grado de candidez, idealismo y locura, entre la toma del poder y el flower power, los jóvenes de ayer y anteayer frecuentaron La Perla del Once como quien extiende una plataforma de sueños. Esta gente, quizás a esta altura parte de una extraña ficción porteña, ya habita el metafísico Museo de la Novela Eterna.

La Perla volvió a convocar música y letras. El viernes pasado tocó Javier Martínez y el sábado, Alejandro del Prado. El viernes 3 repite Martínez y el sábado 4 canta Claudia Puyó. Reservas al 5218-7747/8.

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