Dom 05.12.2010
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ENTREVISTAS > ARIEL ARDIT, DESDE EL TANGO CONTRA TODOS

Che, chichipío, oí

Fue luchador de catch, vendedor ambulante y devoto del canto lírico antes de entregarse al tango. Después, durante años fue la voz de El Arranque, una banda que revitalizó el clasicismo enfrentado al espíritu rockero de la Orquesta Fernández Fierro. Ahora, con una orquesta propia y un disco notable en el que homenajea a los gloriosos cantores de los ‘40, Ariel Ardit es considerado por muchos el mejor cantor de tangos de la actualidad. Sus posiciones, en cambio, no son tan compartidas ni tan unánimes: polémico, peleador y ultraconservador, dispara contra el rock extranjerizante, los acercamientos heterodoxos al género y contra cualquiera que le pregunte por qué canta tangos.

› Por Mariano del Mazo

Para empezar, digámoslo sin ambigüedades: Ariel Ardit es el mejor cantor de tangos de la actualidad. Por entonación, por expresión, por el prudente manejo de yeites, por sentido melódico, por sobriedad, por claridad de concepto y por su último disco, A los cantores, en el que al frente de una orquesta homenajea a las grandes voces del género. Quizá por ese posicionamiento, o por su temperamento frontal, Ardit es también uno de los personajes más criticados por lo bajo en el Planeta Tango, un planeta que entra en una cajita de fósforos. Lo más dulce que le dicen es reaccionario; nadie se mete con su canto. No pueden. Reaccionario o no, Ariel Ardit plantea en su dogma muchos de los interrogantes que rodean al tango.

La prehistoria tiene todos los condimentos de una improbable futura leyenda y lo ubica en su Córdoba natal, escuchando ópera. Hijo de la folklorista Adriana Oviedo, entró al tango de grande. Como suele ocurrir, primero fue Gardel. En su casa del barrio de Los Paraísos, los sábados a la noche, unos tíos solían estirar asados a todo truco, vino y música. Una madrugada pusieron un casete de Gardel. “Me sorprendió esa voz redonda, la impostación, cómo hacía los pasajes. Ese casete lo gasté. Pero durante muchos años, más allá de Gardel, el tango me parecía un género menor. Me seguían gustando los cantantes líricos.”

Simultáneamente, en el secundario cultivaba la amistad del hijo de Míster Moto, uno de los titanes de Martín Karadagian, que se había abierto del célebre armenio para fundar su propia compañía: Los Colosos de la Lucha. “Me enamoré de ese mundillo. Empecé a ir al gimnasio: hacía tae kwon do, box, pesas. Lo único que quería era luchar. Al final, tanto rompí las bolas que Míster Moto me tomó. Mi personaje era El Joven Fama.” Era bueno: combatía contra El Verdugo, El Tártaro, Farafat, toda gente temible.

La improbable futura leyenda registra, ya en Buenos Aires, un paso furtivo por las inferiores de Huracán e Independiente, un afán de buscavidas (vendió señaladores en colectivos, trabajó en una parrilla, en una empresa de Internet, en una compañía de seguros, en una casa de fotos) y un carácter de “chico con problemas” que fue el terror del Liceo Número 4. También registra su obcecación para el estudio de canto lírico y pone en foco, como bisagra, una noche en El Boliche de Roberto, en Bulnes y Sarmiento, pringoso reducto de la bohemia tanguera. Empezó a ir para ahogar las penas de un romance roto, empezó a animarse a cantar algunos tangos de Gardel, lo empezaron a llamar Gardelito. La biaba de gomina colaboraba. “Pero yo me peinaba así de antes: me había inspirado en el Jean-Claude Van Damme de Retroceder nunca, rendirse jamás. Acá me decían Gardelito y en Córdoba Pocho, o Peroncito.” Y se parece nomás, así, bajo el sol intermitente de una tarde que promete lluvia. Si Borges –que con horror veía en Perón la sonrisa de Gardel– viviera, claramente no escucharía a Ardit.

Una de esas noches de Almagro lo oyó Ignacio Varchausky y se lo llevó para El Arranque. Ya había logrado superar el dique de El Zorzal: la indagación de las voces del tango lo condujo a Raúl Berón, y hoy Ardit es un fan del cantor que brilló con Miguel Caló, una suerte de barrabrava de Berón, un muchacho beronista. Entre 1999 y 2005, con El Arranque, giró por Europa, Asia y América y pulió su estilo, un estilo siempre emparentado con una idea orquestal. “Para mí, el concepto de orquesta es todo en el tango. Absolutamente todo”, dice. Esos seis años coincidieron con el período musical más luminoso de El Arranque, con la cabeza siempre creativa y marketinera de Varchausky y la notable capacidad tanguística del violinista y arreglador Ramiro Gallo. “Me fui por varios motivos. Uno de ellos es que sentí que en la búsqueda de musicalidad, El Arranque se había alejado de lo rítmico. Dejó de ser una orquesta bailable. Aprendí mucho de Varchausky. Aprendí que a los discos hay que darles un contexto, que no tienen que ser simplemente doce temas que te gustan, que el repertorio debe tener una identidad. Pero bueno, quería hacer mi camino. Aunque no es exactamente que me fui para formar mi propia orquesta, ahora me doy cuenta de que siempre tuve la idea entre cejas. Todo mi camino después de El Arranque tenía un sentido claro y desembocaba en la orquesta.”

Después de dos buenos discos (Doble A y Ni más ni menos), Ardit cumplió su sueño y, al pasar, el anhelo fantasmal de los muchos seguidores veteranos que ven en su silueta, en la gomina y en el pañuelo en el bolsillo superior del saco, la fisonomía y los modales de los cantores de los años ‘40: formó una orquesta. Lo puso a Andrés Linetzky al piano y en los arreglos y dirección, consiguió de sponsor a una empresa de alquiler de autos y editó A los cantores, certero homenaje a aquellos héroes inalcanzables de la época dorada del tango que cobraban un dineral, que se quedaban con las mejores chicas, que aportaban su carisma al estilo del director y que entendían cabalmente que la voz era un instrumento más de la orquesta con una funcionalidad sagrada: el baile. “Le dije a Andrés: si hacemos un tema de Caló, que suene a Caló; si hacemos Tanturi, que suene a Tanturi. Elegí cantores que fueran referentes de los ‘40: Angel Vargas, Enrique Campos, Raúl Berón, Alberto Podestá, Fiorentino, Jorge Durán, Floreal Ruiz, Alberto Marino, Carlos Dante, Julio Martel, Roberto Rufino, Alberto Castillo y una cantante, Elba Berón. Me quedaron afuera el Paya Díaz, Montero...”

La Real Academia define anacronismo como “incongruencia que resulta de presentar algo como propio de una época a la que no corresponde”. ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de un señor cantor de 36 años que hace en 2010 un repertorio de los ‘40, repertorio por otra parte cimentado entre bailes populares y un nivel de difusión radial y discográfica espectacular? El tango, al que se lo viene matando desde 1920, está vivo, pero se debate hoy entre búsquedas arqueológicas, evocación de estilos, parodias y novedades que hurgan en un lenguaje actual o al menos atemporal. “Es interesante lo que está ocurriendo en Buenos Aires –dice Ardit–. Subís a dos taxis diferentes y un chofer te dice que el tango está muerto y el otro te dice que está de moda. Yo me paro en medio de las dos opiniones. Me siento parte de una generación que no siempre hizo las cosas bien para que el tango ocupara el lugar que le corresponde. No soy loco: ese lugar no es el de los años ‘40. Pensar en que volverán los bailes masivos, las hinchadas de las orquesta, esas cosas, es estúpido. Pero sí creo que es importante que el tango vuelva a ser un sitio de identificación. Por eso me da bronca cuando me preguntan por qué canto tango.”

¿Por qué te da bronca?

–Porque es ilógico. Más lógico es preguntarle a un pibe que hace rock por qué hace rock. Yo le preguntaría: “¿Por qué no hacés la música que te identifica, que te da una referencia histórica, cultural, vivencial?” Lo que pasa es que el tango dejó de ser moda para los jóvenes. Para que vuelva a ser moda necesitás no una Lidia Borda, cien Lidia Borda; no una orquesta como la mía; cien.

¿Qué te pasa con el rock?

–Nunca me interesó. Hice intentos, pero siempre me expulsó. Me parece mal cantado, con voces flacas. Yo de chico escuchaba folklore. Cuando me casé, mi mujer me hizo escuchar el Unplugged de Charly García. Creo que fue el primer disco de rock que escuché entero en mi vida. Me acuerdo que me había comprado Voodo Lounge de los Rolling Stones, y al segundo tema lo saqué. Se lo regalé a mi hermano.

¿Qué te parece el acercamiento de gente del rock como Andrés Calamaro, Daniel Melingo, Celeste Carballo, Omar Mollo?

–No... salí. ¿Vos los escuchaste? ¿Se puede decir que Melingo hace tango? Para mí lo que hace es humor, un show cómico con aires de tango. Melingo no me sugiere nada más que algo gracioso. Celeste Carballo canta bien, pero no el tango. Omar Mollo sí es buen cantor: a mí no me gusta su estilo, pero es un tipo serio. Lo que pasa es que entran por Piazzolla y por Goyeneche, y es como leer las dos últimas páginas de un libro. Están leyendo al revés. Ahora, si escuchás al último Goyeneche e investigás y entendés que ese fraseo viene de Rufino, del Paya Díaz... Ahí sí.

¿No te parece que puede aportar algo ese acercamiento?

–No, no me parece. ¿Vos creés que alguien que escucha por primera vez tango en un disco de Calamaro va a comprar después un disco de Raúl Berón? Para mí no hay diferencia de lo que hizo Julio Iglesias o Luis Miguel. ¿Te parezco conservador?

Ultraconservador.

–Debería calmarme y no hacerme mala sangre. Debería aprender a convivir con todo eso, porque finalmente a mí no me corrompe. Me cuesta mucho no ponerles el cuerpo a estas cosas. Pero me saca que venga un tipo desde un lugar de impunidad y diga: voy a hacer tango. Me molesta el esnobismo. Me molesta que le den un premio Gardel a alguien que no tiene nada que ver con el tango. Me molesta que el Festival de Tango de Buenos Aires lo haya cerrado... ¡Rubén Blades!

Ardit hace todo lo posible para caer como un dinosaurio, un animal prehistórico que parecía extinguido después del fragor de la fatigada polémica Piazzolla sí o no. Sin embargo, su historicismo recalcitrante está asistido por una honestidad entre quijotesca y brutal y por el talento de su canto. Y por ese tipo de ideario paranoico que se apoya en un nacionalismo un tanto perimido. Ardit es, por ejemplo, de los que abonan la teoría de que gran parte de la decadencia del tango en los años ‘60 fue consecuencia de la perversión del ecuatoriano Ricardo Mejía, directivo de la RCA, que inventó El Club del Clan luego de encargar un estudio de mercado que finalmente concluyó que el tango y el folklore ya no vendían (con excepción de D’Arienzo y Los Chalchaleros). Hay quienes sostienen que para abastecer la demanda de discos de Johnny Tedesco, Lalo Fransen, Jolly Land y compañía, Mejía destruyó todo lo que no servía, masters de grabaciones de tango incluidos; otros dicen que no destruyó nada, que simplemente se dedicó a la función específica de un ejecutivo de una discográfica: vender discos. Sea como fuere, la teoría del plan maquiavélico y la penetración cultural que hizo que la juventud argentina pasara del peinado achatado al jopo rebelde del rock and roll foráneo es, al menos, maniquea y simplista. El tango se había dejado de bailar y cuando un género popular no se baila –ocurrió también con el jazz– suele perder masividad y ganar en sofisticación. “No digo que toda la culpa haya sido de Mejía... Pero sí creo que el rock es penetración cultural. Mirá, no sé si soy reaccionario, pero reacciono cuando veo que se abre mucho la puerta para lo extranjero y poco para lo nuestro. Hagamos como en México, que tienen leyes que cuidan a sus artistas.”

La tensión entre la ortodoxia y cierta actitud libertaria respecto del tango tiene sus años, tal vez los mismos del género. Para no ir más lejos, en los ‘90 se debatía en el marco del reverdecer de las milongas si era correcto que algunos imberbes bailaran en zapatillas. En lo musical, hacía el fin de esa década, se cristalizó una rivalidad sorda entre dos planteos estéticos antagónicos. ¡El tango no sólo estaba vivo sino que además tenía debate, internas! Una muestra de la salud del género. En este rincón, El Arranque; en el otro, la Orquesta Fernández Fierro. ¿Florida y Boedo?, ¿libros y alpargatas?, ¿Pugliese y D’Arienzo? El estudio, la investigación, el rigor entraban en colisión con una actitud descontracturada, callejera, más rockera si cabe la palabra. A la Fernández Fierro se la puede ir a ver cualquier miércoles en su sede, el CAFF: logra una convocatoria inédita a caballo de una orquesta que más que orquesta parece una locomotora siempre a punto de estrellarse, con un cantor-performer como el Chino Laborde que arenga más que canta, con un casco de moto o de espaldas al público en un mix de Alberto Castillo y Luca Prodan. “Básicamente –sigue Ardit– la Fernández Fierro no me gusta, pero siento por ellos un gran respeto: han logrado algo muy difícil que es tener adeptos jóvenes. Las herramientas que usan no sé si son las que yo usaría, por ejemplo, ponerse un casco de moto para salir a actuar. Con El Arranque estábamos en la vereda de enfrente: eran estéticas opuestas. Para mí, la estética de la Fernández Fierro no tiene nada que ver con el tango.”

¿Por qué?

–Hace poco fui al CAFF, y la gente comentaba: “Lo que tienen de bueno es que incorporaron una estética punk al tango”. Yo escuché esa frase y es como si hubiera escuchado que al dulce de leche lo podés comer en un sandwich de vacío. Para mí a los de la Fernández Fierro no les gusta el tango. Repito, me parece interesante lo que lograron, pero ahora están haciendo otras cosas. Por ejemplo, tocan los temas en tonalidades menores buscando no sé qué efecto... Qué sé yo: hay público para todo.

Casado, con dos hijas y 14 kilos menos consecuencia de una dieta estricta que complementa con ejercicio (“cargo el I-pod y salgo a correr; la otra vez bajé Alfredo Abalos... cómo canta el Gordo”), Ardit dice que no hay una camada de cantores jóvenes. “Están el Cardenal Domínguez y Brian Chambouleyron, que cantaban antes que yo, Alfredo Piro, Hernán Lucero, Alejandro Guyot, Guillermo Fernández... Pero no llegamos a una camada”.

¿Quién es hoy el mejor cantor de tangos?

–No, no hay. En todo caso es una mina: Lidia Borda.

Con toda la historia gloriosa del tango que vos rescatás... ¿por qué alguien debería comprar un disco tuyo?

–Tenés razón. Que a mí me vengan a ver en vivo, pero que compren un disco de Raúl Berón.

Ariel Ardit no pierde la sonrisa gardeliana o peronista ni cuando pega esos latigazos verbales que le salen con una naturalidad asombrosa. Más que francotirador, se siente parte de una cruzada. Dice que tiene una hinchada que lo sigue, que se le anima al Teatro El Nacional (“mil butacas, loco, el 10 de diciembre”), que no puede pensar en el futuro del tango pero que él sí se imagina cantando, que es amigo de Rodolfo Mederos y qué. Les pone el pecho a las balas. Es cualquier cosa menos oportunista, políticamente correcto, demagogo o mal cantor. “Ya no soy El Joven Fama, pero la lucha sigue.”

10 de diciembre
Teatro El Nacional (Corrientes 968)
4326-4218

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