ADIóS A MARIO MONICELLI (1915-2010)
› Por Mario Monicelli
Yo tenía 23 años. Mi padre había dirigido un periódico en los ‘20. Era antifascista, se opuso a Mussolini y lo echaron, no lo dejaron escribir más. Estuvo muchos años sin hablar, viendo a sus amigos adaptados al fascismo. Pensó que cuando acabara Mussolini podría volver, pero lo habían olvidado. Esa amargura pudo con él. Yo era un soldado, recién volvía de la guerra y entendí perfectamente que se suicidara.
De mis amigos fueron quedando pocos vivos. Con Dino Risi nuestra broma siempre era quién palmaría antes.
La comedia fue para nosotros la mirada natural. Sarcasmo, ironía. El humor es la forma más penetrante de mirar. Pero para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y hay que meditar mucho para llegar al humor.
La condición humana es de los que sufren, los que pierden, los que son explotados y tratan de liberarse de su amo. No hace falta adoptar un tono serio o grave para hablar de ello: a mí me gusta la gente que batalla con alegría, con ironía, en compañía.
Ahora sabemos que el cine que hacíamos en los ‘50 era importante, pero entonces no. Era cine para italianos. Sólo después, con los festivales y los premios, se convirtió en importante.
La vida se ganaba bien, y era más barata, pero se trabajaba duro. No había sindicatos, siempre te levantabas al alba, te ibas a rodar y volvías tarde. Poco a poco cambió. En los ‘50 y ‘60 trabajabas de siete a siete, y no había catering. Llevábamos pan con salame y eso comíamos.
Las historias que filmábamos eran en buena parte reales, otras salían de libros, de cuentos que se oían, de historias antiguas. Pescábamos ideas en todas partes. Se inventó todo: el cine negro, el spaghetti-western, las series mitológicas. Eramos mil personas en total, siempre juntos, en los mismos cafés y restaurantes, y allí intercambiábamos ideas y opiniones. Había fantasía y ganas de hacer cosas. El país era pequeño y había que inventar mucho.
Me han gustado mucho las mujeres, pero no me enredaba con estrellas. Trabajar y relacionarte con la misma gente es muy aburrido. También fuera del cine hay mujeres impresionantes. Las tres o cuatro que tuve eran muy hermosas y con una ventaja: no rompían tanto las bolas como las actrices.
En realidad, las actrices no me molestaban: yo era muy autoritario, no las dejaba hablar. Leían el guión y, si aceptaban, sabían que no se hacían cambios.
Me gusta filmar rápido. Una toma y a la siguiente. Por eso, filmando La rosa del desierto sentí una libertad que nunca antes había tenido: la presión de tener que resolver rápido y con viento en contra me caía bien.
Los protagonistas de esa película son soldados bien italianos: chiquititos, con el culo bajo, las piernas torcidas... Me costó encontrar a los actores adecuados: los jóvenes de ahora son lindos, altos, esbeltos. En los años de la guerra éramos feos, petisos, más toscos de lo que son ahora.
Una vez que uno le pone un uniforme a un italiano, el tipo se convierte en actor automáticamente. Es como las mujeres. Se las viste de putas y saben cómo comportarse.
En general en mis películas hay un grupo de personas que quieren llevar adelante una empresa que está por encima de sus posibilidades. Así que en la comedia italiana casi siempre hay un final triste, que es cuando fracasan. Los desconocidos de siempre ensayó esta vía nueva. Y así había muchos haciendo lo mismo: Germi, Risi, Comencini, Steno. Era una forma de hacer política. Se contaba una historia y como la gente era inteligente, se daba cuenta de lo que había detrás.
La derrota nunca es una condición definitiva, sino un lugar desde donde se parte. Ojo, eso no quiere decir que lo mío sea la épica, la historia del perdedor que a la larga termina triunfando. Yo prefiero la farsa, que me parece el género más difícil. No me tira lo sagrado, como tampoco los juicios demasiado severos sobre la humanidad, o querer cambiar el mundo con una película.
La esperanza es una trampa infame. Una palabra fea que no se debe usar. Es una trampa inventada por los amos. La esperanza son ésos que te dicen que está Dios, estén tranquilos, calma, silencio, recen, y ya les llegará la salvación, la recompensa en el más allá, vuelvan a casa, da igual que sean precarios, ya los contrataremos. Mantengan la esperanza.
Todas mis películas tienen un mismo tema o la misma idea: hay gente sin educación o una familia fuerte que los sostenga, que sólo intentan sobrevivir.
La cultura rural fue básica en el neorrealismo. Veníamos de ahí, teníamos la humanidad del campesino. Los personajes de Sordi eran terribles, prepotentes, listos para cometer cualquier bajeza con tal de medrar, oscuros. Nosotros contábamos eso y los italianos se reían pensando que no eran ellos. Esa cultura se perdió, la visión del otro como un compañero y no como un adversario se perdió.
La armada Brancaleone es mi favorita. Ahí mostramos una Edad Media extremadamente pobre, miserable, ignorante. No es la Edad Media que se enseña en la escuela, con caballeros y torneos. En Italia tuvo un éxito enorme, y los profesores me llamaban para discutir la película. Los estudiantes estaban de acuerdo con el tono, los profesores no.
No todas mis películas me gustan. Pero algunas que fracasaron me gustaban mucho.
La generación de los veinteañeros del ‘68 tomó Italia y pensaron que la revolucionarían cambiando lo que hacían sus padres, ridiculizándonos, tratándonos como a viejos que había que dejar de lado. Creían que lo podían hacer todo de nuevo, sin piedad, eligiendo su nueva vida. Fue una generación de violentos y corruptos. Esa corresponsabilidad colectiva se perdió. La gente se volvió individualista y empezó a pensar en imponerse al vecino.
Ahora tenemos a este gran empresario que dijo: “Déjenme gobernar. Porque lo he conseguido todo yo solo. Soy un trabajador. Me hice millonario. Haré que todos lo sean”. Estupendo. Llevamos 15 años esperando. Los italianos son así: quieren que alguien piense por ellos. Luego, si la cosa sale bien, bien; y si sale mal, lo cuelgan cabeza abajo. Así es el italiano.
El cine es un arte menor. Es un arte aplicado y sin industria no hay cine.
Humor es cuando uno, a pesar de todo, se ríe.
Considerado el padre de la Comedia Italiana, autor de películas esenciales como Los desconocidos de siempre, La armada Brancaleone, y Los compañeros, Mario Monicelli murió el pasado lunes 29 de noviembre. Su película más reciente fue La rosa del desierto, que pudo verse acá el año pasado. Tenía 95 años y se suicidó arrojándose de la habitación en el quinto piso del Hospital San Juan, de Roma, donde estaba internado por un cáncer de próstata terminal.
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