Domingo, 5 de diciembre de 2010 | Hoy
ARTE > LA EDICIóN 2010 DE CURRíCULUM CERO, EN RUTH BENZACAR
Como cada fin de año, unos veinte artistas menores de treinta años fueron seleccionados para la muestra Currículum cero, un premio que es también una suerte de ritual de bienvenida. Pero tras un año que vio un notable crecimiento en participación de los jóvenes en el discurso social, este premio muestra una imagen al menos extraña de esa realidad. La sensación que queda después de recorrerla es la de una oportunidad perdida para pensar el presente desde el arte.
Por Claudio Iglesias
Fantasías arquitectónicas completas en sí mismas, mundos imaginarios cerrados y proyecciones del yo cargadas de autobiografía, coquetería y un poco de simulación es lo que ofrece la edición 2010 del premio Currículum cero en la galería Ruth Benzacar. Como cada fin de año, unos veinte artistas menores de treinta años fueron seleccionados para una suerte de ritual de bienvenida que sería difícil de entender para alguien de una civilización menos preocupada por el arte emergente que la nuestra: exhibir en la galería más conocida de la ciudad, como la muestra de fin de curso de un colegio que nunca existió, con la promesa de una muestra individual al año siguiente para el ganador del certamen. Premio sin premio, dado que sustituye el aliciente económico por la oferta de empleo a futuro, la selección consta de un espectro de imágenes muy dispar, que va de lo manifiestamente escolar a lo inofensivamente prostibulario, pero, a pesar de su amplitud, parece callar más de lo que muestra.
Y es que, por más plural que resulte una muestra que incluye pintura abstracta, pintura figurativa, obras basadas en texto, objetos, fotografía y cine, más pintura figurativa y abstracta, etc., llama la atención lo inatribuible que resulta el adjetivo “joven” en casi todas las expresiones elegidas. Tras un año que vio un notable crecimiento en la tasa de participación de los menores de treinta en el discurso social, este premio nos muestra una imagen irreconocible de ese segmento de la población al que continuamente buscamos ponerle la guirnalda de lo nuevo, lo irreverente y lo esperanzador. Y el problema puede estar en el mismo sistema artístico y en su (¿falta de?) capacidad para diseminar los cambios en la materia social, correlativa a su angustia por vivir un eterno presente en el que nada envejezca.
En la actualidad, los premios de arte son criaturas híbridas: datan de una época (la modernidad clásica) en la cual el sentido de las obras de arte se explicaba “del marco hacia adentro”, lo que permitía amontonarlas en largos y competitivos salones para ser descriptas una por una por los críticos del momento en larguísimos artículos que hoy ningún medio aceptaría. A la vez, los premios tratan de aggiornarse a un contexto de recepción en el cual el diseño de una exhibición resulta prioritario con respecto a la particularidad de cada pieza. En este sentido, la sensación que queda al recorrer Currículum cero es la de una oportunidad perdida para pensar el presente.
La producción exhibida tiene muy poca vinculación con cualquier imagen de la juventud que tenga un mínimo de circulación hoy en día, y en cambio es fácil percibir las sutiles conexiones entre los artistas seleccionados y el contexto institucional en el que comienzan a insertarse, todavía dominado por la sombra de los artistas de los ‘90 que, en el jurado que dio forma al premio, formaban algo así como una mayoría automática. En efecto, salvo que el arte argentino de los ‘90 deba ser un proyecto milenario, a la Albert Speer, no se ven razones para curar una selección de artistas jóvenes cuyo principal mérito es el de replicar los pasos de sus profesores, generando una suerte de espejismo temporal o la duda sobre si la continuidad causal del universo fue violada por algún curador con superpoderes. El resultado es malo para ambas partes: para los artistas elegidos, porque uno se lleva la sensación de que Luis D’Elía es mucho más joven que ellos (al menos, en su actitud inconformista) y, para los seleccionadores, porque aumentar drásticamente la oferta de arte de los ‘90 de última generación supone una depreciación de su propio trabajo (no en términos monetarios sino de interés general).
El cartel inmobiliario con su propio nombre de Juan Manuel Kogiso, las ciudadelas de cuento de Francisco Miranda o el trabajo con fábulas de Cristian López Rey pueden deducirse a la perfección de la manía delusoria, intimista y yoica que durante los ‘90 fue el grito de guerra de una generación joven en el sentido pleno del término, que se ganó palmo a palmo su lugar en el canon. A quince años de distancia, estas imágenes nos llegan como el brillo de una estrella ya apagada. Es como si nada hubiera ocurrido después: algo parecido al Purgatorio, a la Zona Fantasma de los enemigos de Superman o a esa sensación de Hal Foster de “vagar por las salas de exhibición como después del fin de los tiempos”, con la que el crítico estadounidense trató de explicar las sutilezas del arte del presente y la experiencia distorsiva del tiempo histórico que supone.
A lo largo del año que ahora termina, Foster y otros críticos hicieron un esfuerzo por repensar el presente y el significado de lo “contemporáneo”: las revistas October y e-flux journal lanzaron sendos anuarios y números dobles con infinidad de propuestas a modo de diagnóstico de situación sobre “lo contemporáneo”, con la premisa común de que el tiempo en el arte efectivamente parece estar deteniéndose, con los efectos paradójicos que esto supone.
En este contexto, el trabajo más preocupante (en el mejor sentido del término) de los seleccionados en el premio es la obra de sistemas de Lucrecia Lionti, que cuenta con clasificaciones de materiales y sistemas de color comerciales, organizados como paradigmas, y una lista de períodos de la historia del arte en papel glacé que va desde la antigüedad hasta la “altermodernidad”; a este término acuñado por Nicolas Bourriaud, que ni su más estricto círculo de amigos debe tomarse muy en serio, Lionti le añade un signo de interrogación que es transitivo a toda la muestra y, en general, a las dudas que despierta el futuro del arte en la actualidad. Buscando una intersección entre la elaboración artesanal precaria típica del arte argentino de los últimos quince años y la parodia de obras conceptuales (Alejandro Puente parece una referencia muy magnética en este sentido), Lionti da en el centro de una cuestión de fondo: el hecho de que el arte del momento parece en caída libre, incapaz de girar hacia ningún lado, como si el tiempo le hubiera sido robado.
Es cierto que pedirle cambios drásticos al arte contemporáneo puede ser contradictorio, si desde su misma denominación lo contemporáneo redunda en un perpetuo presente (“parecido al limbo”, según decía Brian O’Doherty). En este contexto tan atemporal y paradójico, en el que los artistas de los ‘90 parecen veinteañeros y viceversa, no parece haber opciones para que la producción actual se acerque más a la cambiante realidad del mundo y sus habitantes. De este modo, el arte del presente se parece a un sueño del que es difícil despertar: eternamente ansioso por lo joven, emergente y efímero, a la vez que aprisionado en sus propias repeticiones y tautologías. Un sueño que a veces parece que se hace largo, y que da ganas de hacerle caso a un slogan de la revolución rusa citado por Boris Groys: “Camaradas, duerman más rápido”.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.