HISTORIETA > CARLOS GARDEL, DE MUñOZ Y SAMPAYO
Acaba de llegar a las librerías porteñas Carlos Gardel, un lujoso volumen de Carlos Sampayo y José Muñoz, la dupla detrás de esa leyenda del policial gráfico llamada Alack Sinner. La idea, cuando decidieron escribir una historieta sobre el Zorzal Criollo, era hablar de la identidad argentina, algo que les resultaba muy necesario en el exilio europeo. Y ahora, tras cuatro décadas fuera de la Argentina y al mismo tiempo en que aparece Carlos Gardel, Carlos Sampayo ha vuelto a Buenos Aires, para pasar aquí, según afirma, sus últimos años de lucidez.
› Por Martín Pérez
“Correntino, mozo honrado”, bromea Carlos Sampayo para terminar de cincelar la descripción de su entrañable amigo Oscar Zárate. Dibujante argentino exiliado en Londres, Zárate parece tener reservado el papel de eslabón perdido en las encrucijadas del dibujante y el guionista de algunas de las mejores páginas de la historieta argentina en las últimas décadas. Porque, según cuenta la leyenda –y confirma Sampayo–, su reunión laboral iniciática con José Muñoz, cuando ambos estaban aún buscando su destino europeo, fue una idea de Oscar. Y a los quince minutos de sentarse a charlar juntos en las cercanías de Barcelona, había nacido Alack Sinner, el personaje con el que comenzaron a hacer valer la firma Muñoz y Sampayo, que casi cuarenta años más tarde es casi una marca registrada del que llaman el noveno arte.
“Creo que la primera vez que José y yo nos vimos también fue culpa de Oscar, cuando partió para Europa y lo fuimos a despedir a Ezeiza”, precisa Carlos, sentado en el sillón que domina el living de un anónimo departamento de Barrio Norte, desgajando una mandarina. “Por entonces yo tenía coche, así que al volver lo traje a José, y ahí nos conocimos. Pero recién nos volvimos a ver nuevamente para darle forma a Alack”, cuenta el guionista y escritor, que revela que Zárate (“un tipo distinto, muy lúcido”, lo describe) fue quien respondió la pregunta clave que Muñoz y él se hacían cuando empezaron a pensar en escribir una historieta sobre el legendario Mudo. “¿Qué hacemos con Gardel?”, se preguntaban sus autores. “Hablar de la identidad argentina”, fue la propuesta. Y eso es lo que desarrollan en más de un centenar de páginas de un volumen lujosamente editado por Libros del Zorro Rojo, que acaba de llegar a las librerías porteñas. Pero que es algo que –lo debía saber Zárate, que se da cuenta de todo–, en realidad, Muñoz y Sampayo se han preguntado desde las páginas más libres de su Alack Sinner, y más aún cuando empezaron a volver lentamente de su exilio, primero escondidos en los márgenes de los cuadritos y casi fuera de los globos de textos, y más tarde en el centro mismo de sus historietas. Como Troilo, Muñoz y Sampayo siempre estuvieron volviendo, y este fascinante Carlos Gardel parece terminar el arco de su retorno.
Sampayo recibe el comentario con una silenciosa sonrisa de Buda, y confirma que la historia surgió, sí, de una necesidad de sus autores de recuperar un paisaje interno, perdido después de casi cuarenta años de vivir afuera. “Son muchos años”, subraya. Y si cada vez que Muñoz dibuja estos pagos dice que lo que quiere recuperar es la luz, la forma en que caen los rayos del sol tan al sur del Ecuador, Sampayo habla de las palabras. “Las letras de los tangos, y lo que queda grabado de Gardel, que es todo ficción, sus canciones y las películas”, explica. “Me gusta mucho el tono en el que habla, totalmente teatral. Incluso hay una alusión en el libro, cuando le comentan, casi en tono de queja, que habla como en las películas”, se ríe Carlos, que subraya que detrás de todo, en realidad, está el cariño que ambos autores le profesan a un personaje que es casi inexistente como persona, por lo que el desafío fue darle cuerpo.
“Para mí, Gardel es un tío al que no conocí”, escribe Muñoz en el epílogo del libro, evocando las calles de Villa del Parque y los recuerdos de su familia. “Esas almas vagan en mi memoria, son un tropel dicharachero de los ayeres que convoco y evoco con el dibujo. Pertenezco a una generación de dibujantes que consideran que la historieta es un arte y la historia sólo una sangrienta artesanía”, escribe el dibujante. Y el guionista, si lo escuchase, si lo leyera, asentiría también en un silencio sonriente desde este Buenos Aires que parece estar dispuesto a recibirlo tras cuatro décadas de ausencia.
“Para pasar aquí mis últimos años de lucidez.” Así responde Sampayo, sin un asomo de ironía, a la pregunta de por qué ha decidido abandonar su hogar de treinta años cerca del Parque de la Ciudadela, en Barcelona, por un flamante presente porteño de departamento prestado, y aún sin demasiadas certezas. “Si decidiese quedarme en Buenos Aires, me gustaría vivir en Almagro”, revela. “Pero por ahí me voy a la provincia, y cuando digo provincia estoy hablando de Chascomús en adelante”, dice este hombre nacido en Carmen de Patagones y criado, primero en Suecia y luego en Castelar.
La infancia sueca es un regalo de un padre marino e itinerante, que dejó una presencia permanente en la biblioteca de la familia de las obras de Ibsen y Strindberg al lado de clásicos marítimos como Conrad y Stevenson, y un curioso gusto por el jazz escandinavo de los ‘40 y ‘50. “Pensar que cuando yo estaba allá, acá brillaban Troilo, Pugliese, Salgán y toda la caterva”, murmura al pasar. Sus recuerdos bonaerenses evocan las carreras callejeras con autitos de juguetes llenos de masilla, en calles marcadas con tiza y por las que casi ni pasaban autos de verdad, y las ganas de ser como Fangio. “Volví a Castelar hace unos veinte años, y me gustó lo que encontré”, cuenta Carlos. “Estaba todo muy cambiado, pero mi casa seguía ahí. Y también un árbol que plantó mi padre, que daba sombra”.
Si los recuerdos infantiles de cualquier dibujante de historietas siempre involucran –obvio– historietas, Sampayo se desmarca rápidamente de ese molde. Lo ha dicho siempre en sus entrevistas y lo repite: leyó historietas de muy chico y enseguida las abandonó. Se perdió la renovación del género, el crecer en público de Pratt, la aparición de Frontera y Hora Cero, e incluso le pareció algo forzado cuando Oscar Masotta inició su reivindicación con su muestra en el Di Tella. “Debe ser porque yo siempre fui bolche, y me quedó un resabio de cierta rigidez respecto de las vanguardias”, asegura, medio en broma, medio en serio. Militante de la Fede desde los 14 años, aspirante a poeta y lector de la colección dirigida por Aldo Pellegrini en Fabril Editora, e incluso heroico editor junto a Oscar Steinberg y Santiago Kovadloff del único número de una revista llamada Veinte y Medio, Sampayo sobrevivió trabajando en publicidad –a la que llegó de la mano de Steinberg– hasta que se fue a buscar suerte a España cuando “el elegante Lanusse” era presidente. El último recuerdo que le queda a Sampayo de esa época es el de Haroldo Conti, que lo hospedó en su casa del Tigre, donde escribió Sudeste. “Un año más tarde, en mi quinto domicilio provisorio en Europa, recibí una carta que decía: ‘Secuestraron a Haroldo, Dios lo proteja’”, escribió en esa inclasificable declaración de amor al jazz titulada como Memorias de un ladrón de discos.
Cuando se le pregunta a Sampayo por Alack Sinner, por las revistas de la época, por los setenta en Europa, la respuesta muchas veces es un lacónico “no me acuerdo”. La frase aparece varias veces durante la entrevista hasta que finalmente Carlos explica, al pasar, que muchos de esos recuerdos los perdió durante un coma en el que estuvo sumergido a comienzos de los noventa. “Escribir Memorias de un ladrón de discos fue una operación para recuperar esa memoria perdida”, confiesa, y entonces hay que recurrir al libro para descubrir que fue la lectura de El largo adiós, de Chandler (“una novela sobre la amistad”), lo que lo hizo abandonar esos adolescentes sueños de poeta para pensar en otra clase de escritura. Así, suena lógico que, de la reunión con Muñoz en esos tiempos de carencias europeas, haya salido un policial que, por supuesto, no lo era tanto. “Me acuerdo de que fue Spiegelman el que dijo que la Nueva York de Alack era más real que la verdadera Nueva York, donde él vivía”, señala Sampayo, que precisa que junto a Muñoz visitaron la Gran Manzana mucho después de haber publicado los episodios más famosos de la serie.
Pero no es la historieta lo que más lo hace hablar a Sampayo, ya sea por esa carencia de memorias, o porque sus desafíos siempre fueron otros. “Alack Sinner fue aceptado enseguida, y yo también supe enseguida que necesitaba expresarme también de otra manera, escribir mis propias imágenes”, dice el compinche de un dibujante tan portentoso como Muñoz. “Crecimos juntos y nos influenciamos mutuamente, creo que él me influyó a mí más que yo a él, pero eso habría que preguntárselo a él. Yo nunca se lo pregunté.” Aunque Sampayo sabía de guiones de cine por sus trabajos de publicidad, el oficio de guionista de historieta lo aprendió de Muñoz, que también le dio un rápido curso de historieta de autor, desde Pratt a Crepax. Pero a pesar de que les ha ganado un lugar dentro de la historia mayor del género, a Sampayo no parece gustarle hablar mucho de Alack. “Mi preferida es Encuentros y reencuentros”, desliza, refiriéndose a la obra maestra en ocho capítulos con los que Muñoz y él regresaron al personaje en los ochenta. Pero cuando se le comenta que se trata de un trabajo mayor, se ríe y agrega: “Bueno, al menos es más larga”.
Parece preferir hablar de Evaristo, la obra que hicieron con Solano López cuando el dibujante de El Eternauta recaló en Barcelona, huyendo de Argentina con su hijo Francisco. “De Evaristo estoy contento con casi todo”, asegura sobre el personaje creado a imagen y semejanza del legendario Meneses, o al menos sobre lo que uno cree que era él. “Una vez lo vi a Meneses, cuando yo era chico. Me gustó el personaje y nunca me lo olvidé. Pero no sé si era tan recto como nosotros lo retratamos”, relativiza el guionista, que eligió a un comisario con un código moral particular para ubicar su forma de ver el policial en el país de su infancia. ¿Sería la única forma de hacer un policial negro por estos pagos? “Juan Sasturain lo hizo de manera magnífica con sus novelas. Y también Eduardo Mignogna, el director, en su libro. Somos amigos, por eso en La Fuga un malandra lleva mi nombre.”
Aquellas ganas de escribir también sus propias imágenes se han traducido en cinco libros, según enumera Sampayo. Y dos más que están por venir. Uno recopilará los relatos cortos que ha escrito en los últimos tres años. Y el otro es una especie de variación argentina de Los Héroes, de Thomas Carlyle, presentando personajes locales más o menos apócrifos, como el norteamericano Harold Phillips, el primer pianista del tango. O la historia de un injuriador profesional, un recuerdo que le transmitió Juan Gelman, que alguna vez vio cómo semejante personaje repartía sus tarjetas en un velorio. Pero es la historieta lo que vuelve a ocupar a Sampayo, que está trabajando junto a Muñoz en un capítulo para un álbum episódico de la editorial francesa Casterman, colaborando con el norteamericano Joe Sacco, el gran cronista de guerra del género. Y Sampayo dice que no puede adelantar más por exigencias del contrato.
Son esas mismas exigencias las que les devolvieron los derechos de Carlos Gardel, lo que les permitió editarlo a su manera junto a Libros del Zorro Rojo. Porque los responsables de la editorial española Planeta DeAgostini, que venían reeditando toda su obra –gracias a su trabajo es que por aquí se pudieron leer los últimos libros de Alack Sinner, como El caso USA–, editaron tan apurados el primer volumen del libro dedicado al Mudo (iban a ser dos), traduciéndolo del francés, que nunca se enteraron de que el original ya estaba en castellano. “No quiero ni recordar lo que era Gardel hablando en gallego”, se ríe Carlos, que está sumamente satisfecho con la nueva edición, que también se distribuye de este lado del charco.
Al preguntársele por el momento en que se dio cuenta de que Carlos Gardel iba a llegar a buen puerto, Sampayo confiesa que en realidad fue un parto que duró cuatro años. “Más de una vez pensé en tirar la toalla, y cuando lo terminamos sentí un inmenso alivio”, asegura sobre un trabajo que cruza múltiples voces, en particular a dos delirantes pseudoespecialistas en Gardel, un recurso que les permite tirar todo tipo de teorías sobre la mesa. “Los orates”, los llama Sampayo, que disfruta haciendo aparecer como personajes secundarios a leyendas de la talla de Azucena Maizani. “La vi en un cine de número vivo, en Constitución, cuando yo era muy chico y ella ya mayor, ya anciana. Había perdido todo, fue muy triste verla así”, recuerda. Y otro de esos personajes es Alfredo Palacios: “Al que también vi, en Plaza Flores, en los sesenta. Había muy poca gente, nadie se olvidaba de que había sido embajador de la Libertadora. Yo tampoco, ya que fui bolche pero nunca gorila”, se ríe Sampayo, que en el libro recuerda un diálogo que Enrique Cadícamo tuvo con Gardel. “Estoy buscándote un error para ver si puedo criticarte”, dijo Cadícamo. “Dejá todo como está, a ver si la gente empieza a darse cuenta. No desatés el paquete, Enriquito”, respondió Carlitos. Y el Carlos Gardel de Muñoz y Sampayo le hace caso. Ata y desata el paquete al mismo tiempo, como corresponde.
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