CINE > TRON LEGACY, EL REGRESO DE LA PIONERA
Cuando se estrenó en 1982 era la gran promesa del nuevo cine de efectos especiales digitales. Pero el fracaso comercial la hundió en el olvido o, para algunos, en el culto. Ahora, después de Avatar y Matrix, se estrena la secuela y demuestra por qué Tron pensó antes que nadie cómo la realidad virtual se puede tragar a la vida.
› Por Mariano Kairuz
“Dentro de poco las computadoras van a empezar a pensar, y la gente dejará de hacerlo.” Como una especie de maldición proferida a la ligera, la frase se escucha en los primeros minutos de Tron, la película que en 1982, 28 años atrás, fue pionera en efectos visuales generados por computadora. Es decir, la que dio el primer gran paso entre un cine hecho más de cosas tangibles –decorados, disfraces de látex, maquetas– que de bits, el camino que va del mundo de Oz a Pandora, el planeta azul de James Cameron. En Tron hay una computadora que piensa, y tanto es lo que piensa que un día decide que ya no tiene por qué seguir obedeciendo a los humanos, ni siquiera a los que le han dado, por así decirlo, vida. Por supuesto que la idea de una forma de inteligencia artificial que se rebela contra sus creadores no era nueva en el cine, ya que registra por lo menos un antecedente célebre en la Hal 9000 de 2001, odisea del espacio. Pero Tron sí hizo algo antes que ninguna otra película: zambullía a su protagonista en un entorno enteramente digital. A pesar de su relativo fracaso comercial, Tron abrió con su experimento en efectos visuales la puerta a una nueva manera de pensar lo que era posible hacer o no en una película; una idea que terminó por dominar el cine fantástico, y buena parte del resto del cine, del género que fuera. En lugar de introducir a las computadoras dentro del cine, Tron terminaría por introducir al cine dentro de las computadoras.
Todo este asunto empieza en 1976, cuando Steven Lisberger, un productor de cine y animador ve un rollo producido por una compañía informática llamada Magi; por la misma época conoce Pong, el primitivo videojuego de Atari –hoy toda una reliquia de tiempos bidimensionales–, y experimenta su epifanía. Fascinado por los nuevos fichines electrónicos, se dijo a sí mismo: acá está, esto es, he visto el futuro. Y el cine, le parecía, era el mejor medio para abrir ese futuro a la mayor cantidad de gente posible. El mismo escribió el guión de la película que se encargaría de llevar el mensaje, pero primero fue rechazado por casi todos los estudios de Hollywood. Finalmente cayó en Disney, justo en un momento en que la compañía andaba sin rumbo, o rumbo al desastre. Quizá fue esa misma desorientación la que llevó a la empresa a correr un riesgo con esta cosa nueva que nadie más había querido agarrar.
El guión de Lisberger cuenta la historia de un joven programador llamado Kevin Flynn (Jeff Bridges). Un ex compañero de trabajo ha ascendido en la corporación que empleaba a ambos presentando como propios cinco videojuegos desarrollados por Flynn en su tiempo libre. Con la intención de recuperar las pruebas de su autoría, Flynn se propone ingresar a la máquina de la compañía mediante un avatar virtual y revolver en el sistema. En eso está, cuando un rayo láser lo “digitaliza” y lo manda sin más a “vivir” dentro del sistema que está tratando de hackear. Aprovechando su nuevo cuerpo hecho de bits, Flynn comienza a librar la batalla por su copyright.
Tron es una experiencia rara desde el momento en que pasa a transcurrir casi por completo adentro de una suerte de fondo de pantalla 3D e infinito (para cuyo diseño Lisberger reclutó al historietista Moebius). El mundo al que ingresa Flynn se encuentra dominado por un programa llamado Master Control Program (el MCP), que es esta computadora corporativa que ha empezado a pensar por sí misma y que ya tiene planes para dominar el Kremlin y el Pentágono. Fronteras digitales adentro, el MCP está llevando a cabo una purga virtual mediante mortales competencias deportivas a las que obliga a someterse a sus habitantes, llamados “programas”. Están aquellos programas que creen en los usuarios, es decir, que creen en la existencia de alguien superior que los ha programado, y aquellos que no creen. El MCP busca deshacerse de los creyentes, y la llegada de Flynn a ese mundo despierta en los disidentes la esperanza de una rebelión contra el sistema. Lo gracioso –por así decirlo– de todo este discurso de resistencia y de lucha por la fe es que las siglas MCP remiten a CP, que en inglés no es otra cosa que Communist Party. Estamos, no hay que olvidarlo, en 1982. Por otro lado, la ciencia ficción tiene toda una tradición de relatos y alegorías de opresión y resistencia cuyo último hito era la película más taquillera de la historia hasta ese momento: La guerra de las galaxias. Y por supuesto que no hay que enchufar demasiados cables para rastrear la conexión entre la aventura un poco tosca de fantasmas en la máquina que proponía Tron y la fábula ¿social cristiana? de Matrix, 17 años más tarde.
Realizada con la intervención de cuatro compañías informáticas distintas, en máquinas con memorias de no más de 2Mb, Tron costó 17 millones de dólares (una cifra considerable para su época), se estrenó en más de mil salas (un número nada despreciable, antes de los multiplex), y recaudó 33 millones, muy por debajo de lo que esperaban que fuera el fenómeno más duradero de su época. La película más vista de aquel año fue una protagonizada por un muñeco; uno sofisticado, pero muñeco al fin: ET, el extraterrestre. La Academia de Hollywood ignoró a Tron a la hora de las nominaciones al Oscar a efectos especiales, porque, se supo luego, creían que si los efectos estaban hechos con una computadora, era trampa. Pero a pesar del relativo fracaso de la apuesta de Lisberger y Disney, la influencia de Tron (que se extendió en múltiples videojuegos) sería enorme a lo largo de las tres décadas siguientes. No todos supieron verlo en su momento.
La crítica de su época recibió a Tron con cierta desconfianza. El más entusiasta fue Rogert Ebert, quien en el Chicago Sun escribió: “He aquí un show de luz y sonido tecnológico que es a la vez sensacional y cerebral, estilizado y divertido. La película se dirige sin culpa a la generación de las computadoras, abrazando el imaginario de esos videojuegos que los padres temen que estén pudriendo las cabezas de sus hijos”. Y sobre el final de su reseña agregaba: “Tron es una máquina destinada a sorprendernos y deleitarnos, pero no es una aventura de interés humano en ninguno de los sentidos generalmente aceptados. Y eso está bien, por supuesto. Es brillante en lo que hace y, de una manera técnica, puede estar abriendo el camino para una generación de películas en las que universos generados por computadora sean el fondo para historias pensantes sobre personalidades con emociones. Todo es posible”. Mientras tanto, la revista Variety se limitó a compararla negativamente con el cine de animación: “(Visualmente impresionante), le falta la calidez y humanidad que provee la animación clásica”. Janet Maslin, del New York Times, no fue mucho más amable: “Su magia tecnológica no está acompañada por ninguno de los viejos valores –argumento, drama, claridad y emoción– por los que uno suele recordar a otros films de Disney, u a otros films en general”.
No hay demasiado que discutir: por muy interesante que fuera su planteo, Tron es un plomo y sus personajes tienen el espesor emocional de un Pac-Man. Sin embargo, Ebert había dado en el clavo. Unos días antes del estreno, el periodista especializado en animación y efectos visuales John Culhane publicó en el New York Times un artículo titulado “Los efectos especiales están revolucionando el cine”, en el que daba cuenta de que una puerta se había abierto en Hollywood y ya no se cerraría más. “Cuando La guerra de las galaxias se convirtió en la primera película en ganar más de cien millones de dólares en 1977, Hollywood decidió que lo que el público quería eran más y mejores efectos especiales. A lo largo de los siguientes cinco años, armados de grandes presupuestos y una tecnología cada vez más sofisticada, los cineastas reescribieron el libro sobre la creación de ilusiones de realidad”, escribía Culhane. En ese lustro el Superman de Christopher Reeve voló mejor que ningún otro, Alien aterrorizó como ningún monstruo lo había hecho y las bestias de vivas de El imperio contraataca y el nuevo King Kong alcanzaron niveles inéditos de realismo. Ese mismo verano de 1982, los cines se vieron copados por títulos fantásticos como ET; Poltergeist, Star Trek 2, Blade Runner y El enigma de otro mundo. “En su preocupación por explorar los alcances de los FX, algunos cineastas están claramente escatimando el arte de narrar. A menudo, los efectos se están convirtiendo en el fin, tanto como los medios, para hacer cierto tipo de film. Los resultados pueden ir de lo brutalmente deshumanizante a lo meramente aburrido.” También citaba a Steven Spielberg, que por esos días declaró que “habrá un día en que será posible crear una civilización entera al costo de dos días de rodaje”. Sobre el final de la nota, Culhane conjeturaba que, “tal vez, el frenético amor de Hollywood con los efectos especiales simplemente refleja su miedo de que el público del cine fantástico sea devorado por los videojuegos. Esos juegos ganan entre 8 y 9 mil millones de dólares al año, contra los 3 mil millones del año en cine. El año pasado el juego más popular, Pac-Man, se llevó 1200 millones en ventas, tres veces lo que La guerra de las galaxias, la película más popular de la historia, han ganado en los cinco años desde su estreno”.
De algún modo, el largamente demorado regreso de Tron al cine, con sus antecedentes de pionerismo ninguneado por la Academia, parece formar parte de un proyecto de sus creadores para reclamar, como lo hace el personaje de Jeff Bridges en la ficción, parte de lo que les pertenece. De ponerse una vez más a la vanguardia digital en busca de una ciencia ficción con “rostro humano”. Sólo que James Cameron ya se les adelantó, con Avatar. Y en cuanto a lo del rostro humano, bueno: ahí está la cara de Jeff Bridges, rejuvenecida digitalmente para asemejarlo a aquel que era 28 años atrás, y a ver cuánto queda en ese muñecote medio rígido de las facciones y la expresividad del enorme actor que este año ganó un Oscar por Loco corazón.
Tron: el legado está protagonizada por el hijo de Flynn, Sam, quien se zambulle accidentalmente en la matriz virtual diseñada por su padre, para descubrir que el sistema ha decidido autogobernarse prescindiendo de su creador. Kevin Flynn lleva largas temporadas prisionero en una suerte de torre de marfil digital, mientras su avatar retobado y autoproclamado líder de la matriz se dedica a eliminar todas las imperfecciones de sus habitantes. Es decir, todo resto de humanidad.
Como ocurre en tantas películas de ciencia ficción, y como ocurría en Tron original, el subtexto “político” de todo el asunto es bastante vago, y se limita a recurrir al gastado imaginario de las huestes hitlerianas que aclaman a su líder. A su vez, se nos informa que justo antes de desaparecer tragado por el mundo virtual que él mismo había creado, Flynn estaba a punto de dar con algo que iba “a cambiarlo todo: la ciencia, la medicina, la religión”, a correr “una nueva frontera digital capaz de redefinir la condición humana”. En su búsqueda de un contenido “político” la película contrae una esquizofrenia discursiva que es moneda corriente en el Hollywood omni-digital contemporáneo: nos quiere vender una historia de resistencia contra una dictadura tecnocrática, a la vez que busca deslumbrarnos con su espectáculo de tecnología de punta. Nos vende el sistema, y también la fantasía de revolución e independencia de ese mismo sistema.
Lo que mejor funciona en Tron Legacy, por supuesto, es el sistema, el espectáculo. Además de los ataques ochentosos (Eurythmics) que cruzan una banda sonora electrónica aportada por Daft Punk, de la gracia y la vitalidad con que el británico Michael Sheen (David Frost en Frost/Nixon, Tony Blair en La Reina) hace estallar el mundo de bytes a su alrededor en un par de breves escenas, del humor mínimo pero fumeta de Bridges (“Estás jodiendo mi cosa zen”, dice, como si el que hablara fuera el Dude de El gran Lebowski) y de la belleza contundente y artificial de Olivia Wilde (la doctora 13, de Dr. House) en bodysuit de neoprene y neón, Tron: el legado propone por momentos toda una experiencia sensorial. Tron se entrega al arte cuando, abandonando todo el inútil palabrerío y sus dudosas pretensiones narrativas, apuesta todo su sentido a la imagen pura, y la pantalla negra surcada por las nuevas motos lumínicas (versiones modernas de las que ya estaban en la película del ‘82) se convierte de pronto en un enorme cuadro de profundidad cósmica atravesado por haces eléctricos de luz naranja y azul.
Son imágenes más bien raras para un estreno mundial de 170 millones de dólares de costo; cuadros de un nivel de abstracción y una poderosa capacidad de sugestión. Nadie dice que ése sea el futuro del cine, pero los surrealistas de 80, 90 años atrás, seguramente hubieran sabido apreciarlo.
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