MUESTRAS > EL ARTE DE ILUSTRAR LIBROS EN EL SíVORI
El Corsario Negro vestido de negro, el sapo Art Déco para un poemario, el Quijote en una espiga de tinta, los Badii para un amigo poeta... El arte de ilustrar libros por encargo, por ganas o por amistad se despliega en el Museo Sívori con cien originales que van de los grandes hitos a los hallazgos olvidados.
› Por Sergio Kiernan
Hay cosas de la política de museos que a veces se encadenan bien. Por ejemplo, que el Sívori venga dedicando desde hace seis años muestras a la ilustración y al dibujo. Y que la Unesco nombrara a nuestra ciudad una Capital Mundial del Libro para este año que recién empezó. Y que, por tanto, la actual exhibición del museo tenga el título ecuménico, algo vago y medio que demasiado amplio de “Grandes autores, grandes ilustradores”. Es verdad que algunos de los autores ilustrados son grandes, pero no todos. Y lo mismo con los ilustradores, que van de lo maravilloso a lo comercial. Pero lo que vale es que la muestra de cien piezas que ilumina dos salas del Sívori gira y se centra sobre los libros: imágenes para libros, tapas para libros, formatos de libros.
Hay cosas imperdibles en esta muestra, como los Alonsos para El Quijote, El matadero y La Divina Comedia. O el grabado de Antonio Berni con un Walt Whitman melancólico tras las flores casi de happening que se usaban en 1969. O el cargado niño de Lino Enea Spilimbergo, ya de ojos enormes, para ilustrar el Interlunio de Oliverio Girondo. O, en eso de buscar variantes, el notable Quijote de Roberto Páez.
Y también hay cosas inesperadísimas, como qué andaba haciendo un joven Remo Bianchedi ilustrando en 1975 la Toponimia Patagónica de Juan Domingo Perón para el Fondo Nacional de las Artes, con unos grabados surrealistas y nada patagónicos.
Esta lista parcial deja en claro que hay una parte de esta muestra que sigue un formato tradicional, la del artista plástico que básicamente hace lo que quiere sobre la base de un texto famoso. En este formato, a nadie en particular le importará siquiera si Adolfo Bellocq leyó el Martín Fierro que ilustró en 1932. Conversamente, en 1927 nadie miraba las ilustraciones de Bellocq para imaginarse a Nacha Regules. Estas ediciones “de artista” hacen funcionar ambos capitales mentales por separado, en un pendant rico a su manera.
Pero la otra parte de la muestra, la que resulta tal vez más interesante por poco común, es la que integra al artista plenamente en la producción del libro. Un ejemplo notable es la serie de tapas de los años 20 y 30 que muestran con fuerza la marca del diseño gráfico argentino, con imágenes potentísimas, en pocos colores coordinados con tipografías de las que no hay. Andrés Guevara habrá sido completamente olvidado, pero su tapa para el Sabadomingo de César Tiempo sigue siendo notable, y el ahora desconocido Antonio Bermúdez Franco se merece todos los saludos por la tapa que le hizo en 1928 a La garganta del sapo, un poemario del también olvidado José S. Tallon. El sapito, con su cara de amargado, parece un Escher adelantado.
Esta veta permite entender deleites como un trabajo comercial de Martín Malharro para un libro de 1902. Abandonando los dramáticos contrastes de luz de este pintor de nocturnos, la ilustración es plana, elegante y alocada, con una piñata de focas saltando de un peñasco imposible, alarmadas o tal vez alegradas por la llegada de un barquito a la costa del sur. Lo mismo le cabe a la xilografía monocromática de Thibon de Libian, hecha en 1925, donde se reconoce la línea y se extraña la habitual explosión de colores, el brillo del autor.
Estas imágenes llevan sin escalas a la parte más simpática y también más comercial de la muestra, la que rescata el trabajo de Pablo Pereyra y Cristóbal Areche para la editorial ACME. En el Sívori, para alegría general, se exhiben ahora varios libros y varios trabajos originales, en tinta y para los interiores, de estos autores de los años 40 y 50 que ilustraban con toda literalidad libros para chicos. Si el libro era Robin Hood, ahí estaba el hombre de la capa verde, con sus calzas y demasiado parecido a Errol Flynn. Y si era el Corsario Negro, pues tocaba un caballero de barbita y bigote, jubón y sombrero negros, cosa que nadie se confunda.
Los libros de ACME estaban terriblemente traducidos y, cuenta Juan Sasturain en el catálogo de la muestra, recortados sin piedad para que entraran en el número de páginas determinado (lo que explica cómo La cabaña del Tío Tom tenía el mismo grosor que un Salgari). Pero resultan inolvidables por su gráfica amarilla y por su capacidad de llegar a todo estante donde se vendieran libros, especialmente papelerías y esos kioscos de pueblo donde entraba un poco de todo. No será tanta gloria, pero a un ilustrador bien puede irle peor.
Y hablando de analizar estos canales de identidad, gráfica y artistas, esta colección aleatoria del Sívori podría inaugurar un subgénero escolástico, el del libro de autor ignoto ilustrado por el amigo artista famoso, o al menos talentoso y en vías de hacerse famoso. En la muestra hay un verdadero pelotón de plásticos amistosos como Pompeyo Audivert, Antonio Seguí, Santiago Cogorno y Líbero Badii, que prepararon o prestaron imágenes a amigos, todos poetas, para esa edición especial.
Habrá que agradecer a esos escritores el servicio prestado y agradecerle al Sívori que hasta haya pensado en el postre para la muestra: al salir, justo enfrente de la puerta de las salas, hay una carbonilla y aguada de Daniel Santoro de 1965 que es simplemente inolvidable...
Museo Sívori
Av. Infanta Isabel 555, frente al Rosedal
Martes a viernes de 12 a 20.
Sábados, domingos y feriados 10 a 20.
4778-3899
www.museosivori.org.ar
Hasta el 8 de marzo
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