Domingo, 23 de enero de 2011 | Hoy
Al disco con letras inéditas de Homero Manzi que sacó el año pasado le acaba de sumar un doble con poemas musicalizados del poeta desaparecido Miguel Angel Bustos y de Raúl González Tuñón, Julio Huasi, Paco Urondo y Luis Alposta. Además, reeditó La Típica, el cd con su orquesta fundada en Francia; conduce el programa de radio Eche veinte, trabaja en un documental, planea un puñado de proyectos más y es protagonista de Tango y quimera, un libro escrito por su mujer, Antonia García Castro, que recorre toda su carrera. Mientras tanto, Juan Tata Cedrón empezó a tocar en la verdulería del barrio, sin micrófonos ni publicidad, mientras la gente come y baila, y ya hay músicos como Lidia Borda y Ramiro Gallo que siguen el ejemplo.
Por Mariano del Mazo
Si uno se asoma por la ventana de una de las casas de la cortada Enrique de Vedia, a metros de Alvarez Jonte, corazón de Villa del Parque, puede ver una imagen impactante: un hombre en cueros rodeado de vinilos de Lluis Llach y de Dino Saluzzi, luchando contra una notebook, corrigiendo partituras y a veces lanzando algún insulto al aire. Ese hombre es abordado de tanto en tanto por una niña disfrazada de princesa Bella, que anda de aquí para allá con un libro de cuentos interactivo que logra reproducir el canto de los canarios a la perfección. Con sus cuatro años, cada aparición de Azul Cedrón es un obsequio en grageas de un capitalismo amable, migas de la factoría Disney, y funciona como una bendición en un ambiente electrificado de militancia y de cándidos enojos del estilo: “¡A vos te parece que ya nadie en la radio pase al gordo Alfredo Abalos!”. Tal vez haya más realidad en la fantasía del disfraz que en este señor de rasgos prototípicos que bien podría ser un personaje de Calé.
Juan “Tata” Cedrón ladra pero no muerde. Es, finalmente, un optimista nato. Solamente así se explica el hiperquinético 2010 que acaba de dejar atrás, sólo así se explican las milongas en las que se mete día a día, esa manera de algún modo brutal de intervenir la cotidianidad. Desde que regresó definitivamente de París en 2004 realizó, produjo e hizo producir proyectos febriles que se fueron disolviendo dentro de ese particular under en el que se desplaza. Tal vez su pulso prolífico conspira contra el conocimiento de sus acciones: no resulta sencillo absorber tanto. El solo hecho de haber sacado un disco con letras inéditas de Homero Manzi hubiera merecido un despliegue mediático acorde con la dimensión de la empresa.
Ahora, a los 71, editó con el Cuarteto un álbum doble de extraña belleza (alrededor de Tata todo se percibe algo extraño) integrado por dos discos independientes entre sí: Corazón de piel afuera, sobre poemas de Miguel Angel Bustos, desaparecido por la dictadura en mayo de 1976, y Godino, un trabajo si se quiere más clásico del Cuarteto, con poesías musicalizadas de Raúl González Tuñón, Julio Huasi, Paco Urondo y la impresionante canción de cuna al Petiso Orejudo sobre versos de Luis Alposta que titula el disco: “Has de dormir en el sur / y detrás de frías rejas / junto al recuerdo de un gato / quedará el de tus orejas”.
También reeditó La Típica, el CD de la orquesta de tango que fundó en Francia; conduce el programa radial Eche veinte; atiende y se pone a las órdenes del director Fernando Pérez, que está terminando el documental La vuelta de Juancito Caminador –entre los muchos testimonios que lo componen destaca el de Enrique Morente, el extraordinario cantaor que murió hace un par de meses–, y fue objeto –él y su extensión, el Cuarteto– del notable Tango y quimera, un libro escrito por su mujer Antonia García Castro que excede las fronteras de la agrupación. Interpela una época que tal vez se inició en el café concert Gotán de la calle Talcahuano en 1965 para atravesar a los saltos el Cordobazo, el regreso de Perón, el asesinato de Rucci, la expulsión de Montoneros de Plaza de Mayo, el exilio, la acción de espías infiltrados en París, la vuelta de la democracia y la radicación del Tata en Buenos Aires.
Son muchos pensamientos para una sola cosa, diría Pappo. Lo cierto es que Cedrón despliega una vitalidad exuberante, en una mezcla de audacia y terrorismo cultural de implicancias inciertas. Parece estar creando a su paso una ficción que él mismo transita con naturalidad, y que compromete e incorpora al que está a su lado, aunque sea tan sólo escuchándolo. Habla de asuntos extraordinarios de manera ordinaria: todo su arte está basado en esa consigna. Como escribió el periodista Guillermo Pintos en el viejo Tiempo Argentino, en 1984: “En su creación, una suerte de Buenos Aires paralelo, alucinado, revelador, puede ser cotidiano que los muertos relaten cómo se ahorcaron justo después de almorzar; o es posible seguir el rastro de los amantes por las vísceras calientes que dejan a su paso, como si fueran a crecerles de nuevo. Allí, la milonga más ingenua puede adquirir características monstruosas, tanto como el simple hecho de que un hombre que se calla la boca puede ingresar a un terreno fatal de pesadilla”.
La poética del Tata Cedrón se sostiene y se funde en la poética que musicaliza. En esa decisión estética opera una política artística que no condesciende, precisamente, con la amabilidad. Del mix melanco-montonero de Juan Gelman y Paco Urondo pasa a poemas malditos de Dylan Thomas, se hace fuerte en la genialidad de Raúl González Tuñón (ese universo urbano, portuario, de varieté, circo, callejones de medias rotas, pescadores y marginales a punto de desfallecer o de dar el gran salto), rescata a Acho Manzi poeta y, si eso fuera posible, a su padre Homero; pone en foco el elegante lunfardo del gran Luis Alposta y define una cosmogonía invariablemente arltiana. Terrible y tierna al mismo tiempo: sólo así puede volver canción unas glositas dedicadas a un asesino serial indefendible, que dejó su vida vil en la prisión de Ushuaia por las palizas recibidas luego de matar a un gato que era la mascota del penal.
Esta estética aparecía siempre asociada con el personaje que, además, representa Cedrón. Ya fue dicho: él transita su propia ficción. Sin embargo, el disco Ramito de Cedrón que editó Lidia Borda hace dos años sobre la obra del Tata demostró que muchas grandes canciones palpitan debajo de las espesas capas que el músico despliega como una proyección de su propia densidad, en sintonía con las de los poetas visitados. Grandes canciones que se defienden solas, más allá del creador. Su caso parecía el de los songwriters confesionales: la canción sólo tiene sentido en la verosimilitud de la primera persona. Lidia Borda echó por tierra esa sensación y hasta logró algo impensado: dulcificó esa aridez original que el fraseo arrabalero del Tata subraya. Le dio un toque femenino al desaliño de la Casa Cedrón.
Cedrón es un hombre de barrio. Apenas desembarcó de Francia, se instaló en Boedo. A los pocos meses ya era amigo de los mozos de los bares y de las panaderas, y empezó a atender en el bar Margot del pasaje San Ignacio, donde funcionó hasta los ’70 el famoso Trianón. Trató de crear una casa-taller en ese pasaje y, de hecho, hubo una inauguración informal el 29 de noviembre de 2008. Finalmente, no pudo sobreponerse a trabas burocráticas y económicas. La idea era continuar el aura bohemia del Taller de Garibaldi, el galpón que los hermanos Cedrón habían abierto en 1972 en Garibaldi y Rocha, La Boca, y por el que pasaron desde Paco Ibáñez, Paco De Lucía y Camarón de la Isla hasta Hernán Oliva, Tato Bores y Raúl González Tuñón.
Se fue de Boedo (“mucho ruido, muchos aviones”) y compró una casa en Villa del Parque. No tardó en buscarle sentido a un barrio sin mayor tradición tanguística, de viviendas bajas, árboles en flor y pintadas de All Boys. El sentido lo encontró en el sitio menos pensado: una verdulería cualunque de Alvarez Jonte y Cuenca. Eso de crear una ficción de la nada y habitarla hasta transformarla en la realidad más rampante... ¿no será un eufemismo para no utilizar palabras gastadas como “sueño”, “quimera”?
“Yo el cuarteto lo fundé acá a dos cuadras, Concordia y Espinoza, en una azotea. En esa casa nació mi hijo mayor, Román, que tiene 46 años. Hacé la cuenta. Es un lindo barrio. La historia de la verdulería es así: apenas mudado, me gustaba andar caminando por ahí. Un día siento que alguien me saluda. Era el verdulero de Cuenca y Jonte, José Otatti, un tipo divino, pintor, laburaba en la radio con Pancho Muñoz a la medianoche. Empecé a comprar verduras ahí. Pasó un año y medio o dos, y para el 9 de Julio del 2009 me dice: ‘Che, tengo ganas de hacer unos choripanes para festejar el 9 de Julio...’ ‘Y dale, lo hacemos –le dije–. Si querés traigo la viola.’ Lo invité a Horacio Pretti, que colaboró hace 40 años con el Cuarteto y vive a la vuelta de la verdulería; lo llamé a Lucio Navarro, que tenía los Huerque Mapu; vino Javier Faca, uno que canta tangos, un atorrantón; vino el viejito Capece, que toca la armónica como los dioses, peronista, 82 años: vivió el 17 de octubre y todavía tiene en la casa la bandera que llevó ese día. Personajes, nada de grandes nombres, atorrantes... El verdulero cantó un tango, hicimos choripán, la gente se juntó y al final se corrió la bola y se prendieron muchísimos vecinos. Anotá: el Lechuga, Tito, Guillermo, Pablito, la tía Elisa, Margarita, Florencia. Una locura. Que tenemos que cuidar...”
¿Por qué?
–Y... que no vengan a romper las pelotas. Ni la municipalidad ni nadie. El discurso es: sin sonido y al aire libre. Como no usamos micrófono, yo digo en joda que hacemos música contemporánea: cuando pasan los colectivos paramos, el ruido se incorpora a la música, y seguimos. Es como una banda sonora de esta época. Y la gente come y baila, ya hay cosas en YouTube. No se tiene que desmadrar.
¿Cómo te imaginás el desmadre?
–Que no siga así, que pierda el espíritu. Es entre amigos, gratuito, los choris se sirven por una colaboración de 5 mangos, 10 mangos. La gente trae el vino. Se hace al mediodía los días feriados. El último fue el 8 de diciembre, ahora a lo mejor lo hacemos en Carnaval. También vinieron Lidia Borda, Hernán Lucero, Karina Beorlegui, mucha gente amiga. Nadie hace alharaca, nadie dice nada, nadie botonea. Lidia lo está haciendo en una verdulería de su barrio. Está bueno que cunda el ejemplo. Ramiro Gallo vive por acá y también tiene un verdulero amigo. Me pregunta: “¿Pediste permiso Tata?”. Y no, ningún permiso. No hay que levantar la perdiz. La idea es que la gente descubra la belleza. Por eso no hay publicidad. No hay que decir: “Vení, mirame, escuchá...” ¡Descubran, carajo! ¡Descubran las cosas!
¿Por qué una verdulería?
–Y... es una idea que tiene un sentido. Cuando a Borges le hicieron un banquete por su afiliación al Partido Conservador, en un momento levantó la copa y dijo: “Con esta afiliación demuestro mi escepticismo político”. Bueno, tocar en una verdulería es decir: no hay dónde tocar. No hay teatros, lugares, salas... lo poco está copado por cinco tipos que tienen mucha guita y son jóvenes, y hacen publicidad y son eléctricos y tecnos y qué sé yo. Cantar en una verdulería es, finalmente, un cachetazo, un escupitajo a este sistema de mierda.
Más cerca de una cruzada que del simple placer...
–Es un poco volver al barrio... Lo está haciendo el Cucuza Castiello hace tiempo... Yo también hago otro bar, El Olimpo, en la calle Irigoyen y Arregui, por el lado de Liniers. De vez en cuando los sábados a la tarde nos juntamos ahí: comemos unas pizzas, unas empanaditas y después tocamos. Al toque, sin preparar nada... No sé si es una cruzada. Siempre fui algo quijotesco... aunque ahora... mirá: más Sancho que Quijote.
La risotada estalla mientras se toma el abdomen. Propone un break, invita mate y pone un vinilo formidable: Dino Saluzzi haciendo folklore. Acompaña a viva voz una versión estremecedora de “Zamba de Lozano”. Otra vez, el enojo: “¿Quién conoce este disco? ¿A vos te parece?”. El enojo –casi un ejercicio de estilo de un anarco-peronista más punk que muchos punks– desaparece en diez segundos. De una puerta contigua aparecen Antonia García Castro y la princesa Azul con su vestido amarillo. García Castro nació en 1972 en Santiago de Chile, se doctoró en Sociología en el EHSS de París y persiguiendo la huella del Cuarteto se enamoró de su líder, un señor que solía cocinar pucheros o empanadas en su casa parisina para hermanos y amigos. Esas veladas legendarias con viñetas al menos singulares fueron sintetizadas magistralmente por Julio Cortázar en su cuento “Un tal Lucas”. A él le tocó empanadas:
Una noche con los Cedrón y sus abnegadas señoras (pongo lo de abnegadas porque si yo fuera mujer y además mujer de uno de los Cedrón, hace rato que el cuchillo del pan habría puesto voluntario remate a mis sufrimientos, pero ellas no solamente no sufren sino que son todavía peores que los Cedrón, cosa que me regocija porque es bueno que alguien les remache el clavo de cuando en cuando, y ellas creo que se lo remachan todo el tiempo), una noche con los Cedrón es una especie de resumen sudamericano que explica y justifica la estupefacta admiración con que los europeos asisten a su música, a su literatura, a su pintura y a su cine o teatro. (...) Por encima, por debajo y entre las empanadas cunde un clamor de declaraciones, preguntas, protestas, carcajadas y muestras generales de alegría y cariño, que crean una atmósfera frente a la cual un consejo de guerra de los tehuelches o de los mapuches parecería el velorio de un profesor de derecho de la avenida Quintana. De cuando en cuando se escuchan golpes en el techo, en el piso y en las dos paredes medianeras, y casi siempre es el Tata (locatario del departamento) quien informa que se trata solamente de los vecinos, razón por la cual no hay que preocuparse en absoluto. Que ya sea la una de la mañana no constituye un índice agravante ni mucho menos, como tampoco que a las dos y media bajemos de a cuatro la escalera cantando que “te abrás en las paradas / con cafishios milongueros”. Ya ha habido tiempo suficiente para resolver la mayoría de los problemas del planeta, nos hemos puesto de acuerdo para jorobar a más de cuatro que se lo merecen y cómo, las libretitas se han llenado de teléfonos y direcciones y citas en cafés y otros departamentos, y mañana los Cedrón se van a dispersar porque Alberto se vuelve a Roma, el Tata sale con su cuarteto para cantar en Poitiers, y Jorge raja vaya a saber adónde pero siempre con el fotómetro en la mano y anda atájalo. No es inútil agregar que Lucas regresa a su casa con la sensación de que arriba de los hombros tiene una especie de zapallo lleno de moscardones, Boeings 707 y varios solos superpuestos de Max Roach. Pero qué le importa la resaca si abajo hay algo calentito que deben ser las empanadas, y entre abajo y arriba hay otra cosa todavía más calentita, un corazón que repite qué jodidos, qué jodidos, qué grandes jodidos, qué irreemplazables jodidos, puta que los parió.
No resulta difícil encontrar cierta analogía entre esas noches caóticas descriptas por otro adorador de las fábulas y las fabulaciones como Cortázar y el espíritu de los feriados de verdulería. Desde que quemó naves y vino a la Argentina para iniciar una nueva vida junto con Antonia, el Tata Cedrón intentó por todos los medios recrear esa especie de algarabía setentista fraguada entre el ejercicio de la buena amistad, la música y el debate político. Le cuesta, y quizás el motivo principal más allá del paso del tiempo es que ya casi no le quedan hermanos.
“Los Cedrón son como el chocolate, siempre van en barra”, comentaban en el Puente de Saavedra, donde el Tata vivió hasta los 12 años. Enemistarse con uno era enquistarse con todos: un problema grave que podía costar un par de dientes. Los Cedrón son seres muy complejos, siempre tensos entre la implosión y la explosión, pero han conservado incólume un estricto sentido de la hermandad y la amistad. Esa unión se mantuvo a lo largo de los años fortalecida por el común compromiso por el arte y la política: Alberto (artista plástico, autor de la mayoría de las portadas de los discos del Cuarteto), Osvaldo (arquitecto), Jorge (director de cine), Billy (pintor, titiritero) y Rosa (poetisa). “Sólo me quedan Rosa y Billy, que está muy enfermo. Vive en un pueblito de Bretón, ayer lo llamé. Siento que me faltan mis hermanos. Cuando volví y presenté Orejitas perfumadas, el laburo que hicimos con Mario Paoletti sobre Roberto Arlt, sentí la ausencia de mucha gente.”
Un capítulo clave de Tango y quimera indaga en los misterios de la muerte de Jorge Cedrón, el realizador de Operación Masacre, a quien llamaban El Tigre “porque siempre fue un poco rayado”. El Tata dice que no hay día en que no le dedique un pensamiento a Jorge. “Mi hermano no murió, lo mataron. Yo no puedo dormir. Quiero saber qué pasó y cómo fue. Hay gente que está viva, que sabe, que puede hablar.” Las circunstancias son una metáfora macabra de la historia argentina reciente. Jorge apareció muerto el 1 de junio de 1980, apuñalado en el baño. La versión oficial que circuló en el momento fue que se había suicidado: se habló de que se habría apuñalado él mismo. “El cuchillo apareció en la mano derecha y Jorge era zurdo”, dice el Tata. Algunos días antes de que encontraran el cadáver, había sido secuestrado también en París Saturnino Montero Ruiz, presidente del Banco de la Ciudad, intendente de Buenos Aires bajo el gobierno de Lanusse y suegro de Jorge Cedrón. Dos días después de la muerte del cineasta, Montero Ruiz fue liberado sin que se pagara rescate alguno. En el libro El cine quema: Jorge Cedrón, de Fernando Martín Peña, la viuda de Cedrón, Marta Montero dijo: “De Jorge puedo decir que efectivamente vivía de una manera riesgosa y que era un suicida en potencia. Un tipo que conduce borracho, que es capaz de pelearse en la calle contra cuatro monos (...) Pero decir ‘Ay, qué triste estoy, no puedo más, me voy de este mundo...’ No...”.
Dice el Tata ahora: “Mi hermano tenía muchos amigos montoneros. También había hecho Resistir, un documental de 1978 que gira en torno a una entrevista a Mario Firmenich, con libreto de Juan Gelmán y música mía. Yo no sé quién fue, es muy complicado: en esa época París estaba infectado de espías. Los militares se habían infiltrado en el exilio. Hay tres versiones alrededor de quién pudo haber matado a Jorge. Una dice que fueron montoneros; otra, montoneros y militares juntos; finalmente los militares solos... Yo me acerco más a pensar que fue Galimberti en complicidad con Massera, o mejor dicho gente de Galimberti con gente de Massera... No sé, es un entuerto muy complejo. Mi hermano vio o escuchó algo que no debía y lo mataron”.
El rostro se nubla por esa tristeza que asoma antigua. El Tata debe ser de esa clase de tipos incapaz de mostrarse vulnerable. Prefiere recordar a su otro hermano, Alberto, con quien, dice, “tengo una deuda eterna: musicalizar Las mil y una noches”.
Sería tu broche de oro en el arte de la musicalización...
–Sí, ¿no? Varias veces me dijo: “Tenés que hacerlo, pero desde el punto de vista de una mina”. Estoy viendo, leyendo, releyendo, pero es muy complicado. Se me ocurre que puede ser un musical. Ahora estoy metido con unos tanguitos viejos que voy a hacer en el ciclo que arranco el 19 de febrero ahí en San Telmo, en el Ecléctico. Uno se llama “Cabecita negra”, lo cantaba Gardel. Es de Agustín Bardi y cuenta una historia muy linda, muy chiquita y tierna: un tipo que larga a un cabecita negra para que le vaya decir a la mujer que vuelva, y la mujer que le pone el alpiste en la boca del pajarito... “Inútil canción... ¿para quién cantás / si ya la pebeta no escucha tu voz / ni pone en tu boca la dulce ración / pa’ que con tu pico la puedas besar... / ¡Callate!, no sigas tu triste gorjeo / ¿no ves que tu canto me agranda este mal?”. Después hice una música para una milonga que escribió Juan Sasturain en Página/12 después de la muerte de Néstor Kirchner, “Milonga para seguir”.
¿Qué sentís que perdiste en tus más de 30 años de estar en Francia?
–Mucho. De todo como en botica. Qué sé yo... me perdí a Charly García. Yo puteo, pero para putear tengo que escuchar. El otro día estuve escuchando dos horas de Charly García. No lo conocía. Me pareció buenísima su música. Perdí mucho y también gané: pude armar el Cuarteto, pude hacer una obra, sin influencias, sin quilombos.
Tuviste muchas etapas: por momentos parecés un tipo de vanguardia y ruptura y en otros un tradicionalista recalcitrante...
–(Se ríe.) ¡Es que a mí me gusta Eduardo Rovira y también Antonio Tormo! No soy ni de ruptura ni tradicionalista. Soy un hacedor. En la época de Gotán decían que al boliche iban sólo intelectuales... ¿Y qué? ¿No son gente? No me estoy comparando pero... ¿Yupanqui qué era? ¿De ruptura o tradicionalista? ¡Era un zorro! Era el viejo Vizcacha. Como Borges y como Perón, dos cuchilleros que se sacaban chispas. Muy vivos. Cuando Atahualpa era del Partido Comunista Perón le dijo: “Yo con esa cara hubiera sido peronista”. Después en el ’74 le pidió disculpas por las persecuciones. Son leyendas simpáticas. Como la de la mano de Yupanqui, que dice que le dieron con una máquina de escribir en la época del peronismo. ¡Mentira! Tenía reuma. Hay una foto de él con Blackie en el ’60 que tiene las manos que parece Madonna. Era divino Ata, yo lo conocí mucho en París. Más malo que las arañas. Al único que quería era a Paco Ibáñez. Lo amaba, y con razón.
¿Para vos el tango tiene ideología? ¿Hay un tango de derecha y otro de izquierda?
–Yo una vez dije que el tango era botón. Porque siempre anda deschavando: que aquel es pobre, que aquella se hizo puta, que el otro es un ladrón. Mirá: de izquierda no es. Por suerte. Perdón que lo cite tanto, pero cuentan que Borges se encontró con unos muchachos escribiendo en unos cuadernos, en un bar. Lo invitan a tomar una copa, conversan y Borges les pregunta qué escriben. “Canciones de protesta”, le dicen. Borges comenta: “Yo cuando estoy enojado no puedo escribir”. Es genial. Yo discutí mucho con los compañeros, con Zitarrosa, con los Parra, con Viglietti, con Paco Ibáñez. Nosotros en el ’68, ’70 nos peleábamos por estas cosas. Yo les decía: “Las canciones de protesta están fenómeno, pero el día que tomemos el poder qué pasa... ¿No hacemos más canciones?”.
¿Seguís pensando eso?
–¿Qué cosa?
En tomar el poder.
–Más vale.
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