Dom 06.02.2011
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LOS CASOS DE MUJERES QUEMADAS POR HOMBRES

El buen vecino

› Por Maria Moreno

Nuevamente el retintín escolástico: ahora el de si quemar a una mujer es una nueva forma de delito o si la prensa –como en su tiempo lo hizo con la venta de bebés o los secuestros express– simplemente se ha puesto a señalar lo que ya venía pasando, pero parecía no tener tela amarillista hasta el caso Wanda Taddei, o si ha iniciado un magisterio a fuerza de insistir sobre un método criminal seguro, accesible, al alcance de la mano por doméstico, como una caja de fósforos o un encendedor y, entonces, las mujeres atacadas y quemadas por sus parejas se multiplican.

El relato periodístico ha concentrado su mayor efecto dramático en aquello que los labios moribundos de las quemadas habrían podido conjugar en tercera persona con nombre y apellido íntimos para señalar al culpable. Fue Jorge Taddei quien rompió esa ilusión que se renovaría en cada caso antes de lo indeclinable de la muerte: frente a las suspicacias sobre su tardía posición querellante contra Eduardo Vásquez, intuyó que su hija, de poder hablar, podría no haberlo denunciado. Esta posición de ciertas mujeres es radicalmente contraria a la del partenaire e implica un arrasamiento total.

Sorprende en cada –en principio– sospechoso la premura por zafar, encubrir, retardar, o sea hacerse de los medios para lograrlo, aun ante el cuerpo en llamas de quien él dice amar. Sólo que lo hacen de esa manera que lo autorizaría a defenderse, como si ella, en última instancia –imagina– hubiera querido no sólo no entregarlo sino desearlo libre. La síntesis de este mito atroz en donde la mujer devendría madre sacrificial de su amor asesino la dio Carlos Monzón cuando desafió: “Alicia ya me perdonó”.

Un amigo periodista me recordaba el pedigrí político de la palabra “vecino”: su uso no aludiría a aquel con que se comparte un territorio común sino al propietario, palabra vallada en donde lo propio de propiedad resume un sentido que se impone por sobre el personaje solidario que habita del otro lado de la medianera o el cerco de ligustro cuyas figuras emblemáticas han sido Ethel y Fred (Yo quiero a Lucy) y la señora Anunciatta (Lorenzo y Pepita).

Al vecino se dirigía la publicidad de la dictadura para que entendiera la delación como compromiso pro Patria. Para avecinarse en el Proceso de Reorganización Nacional era preciso no asistir pasivamente al secuestro sino propiciarlo con un llamado telefónico o una denuncia en cuerpo presente, luego del ejercicio amateur del espionaje a la caza de conductas que el vademécum castrense juzgaba sospechosas y que podía incluir ser muchos de familia y reunirse.

Por supuesto, hubo el vecino que acogió al perseguido, recogió los hijos del secuestro y se abocó a lo que quedaba de ley por sobre sus tránsfugas para devolverlos a quien compitiere en riesgo de su vida, el que avala a los de las tomas en sus reivindicaciones por una vivienda menos regida por la propiedad que por el techo.

El buen vecino hoy debería entender que la seguridad no es la de sus bienes, incluido el de la vida ante otro potencialmente depredador, sino la de quien, paredes de por medio, es violentado por alguien de su propia casa. El buen vecino sería el que irrumpa en la propiedad ajena las veces que sea necesario, dé la voz de alarma. En lugar del buen samaritano se volvería el buen comedido capaz de poner la otra mejilla, aun cuando la víctima enajenada se salga brevemente de la cadena violenta y haga frente común con el victimario para expulsar al intruso; todos reconocen la experiencia: un hombre se abalanza sobre el que golpea a una mujer en la calle y, a veces, la primera en reaccionar es ella, sean cuales fueran sus razones (la más lógica, no avivar los celos por la avenencia con un desconocido), y el metido caballero se va maldiciendo. El buen comedido sería el que irrumpe y cuenta hasta que el violento sepa que la víctima no está sola, que las paredes efectivamente oyen y pueden y deben hablar. El buen comedido sería el que no sólo avise, reúna, multiplique, no para la compra de una nueva caldera, ni para que se arregle un semáforo, ni para la expulsión de los negritos de mierda –siempre tan, tan cerca de la propiedad horizontal–, sino para velar por la vida misma. El vecino comedido sería el hombre del por las dudas, el que nunca abandone a su grito, ni al pastor mentiroso. Entonces se embellecerá con los ropajes del testigo, ése que al ver y oír ya no puede dormir hasta no dar su testimonio, como ese colimba citado por Rodolfo Walsh en Carta a Vicki.

La ley de violencia doméstica, la loable publicidad oficial, su didáctica persistente, quizás apuntan aún a una mujer que ya ha dejado de ser víctima, puede nombrar lo que acontece, iniciar su preservación, pero no a la otra, aquella a la que no se podría dejar librada a su propia acción, ni acorralarla en el deber de su palabra, en el horror de un pronunciamiento que sólo necesitaría –nada menos– que tiempo y múltiples acogidas para abrirse paso en el despertar de su estrategia. Los slogans dirigidos a la conciencia son inaudibles ante el aullido de los amores perros. Que el vecino cercano, que las instituciones pertinentes a las que siempre hay que estar educando, que el Estado se hagan cargo. “¿Qué hace el Estado en tu cama?”, se preguntaba algún teórico en el destape español. Pues el mal menor, antes de estar frente a tu féretro.

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