Dom 06.02.2011
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ENTREVISTAS > RYAN MCNAMARA Y EL ARTE DE VENDER UNA PERFORMANCE

¿Arte?

En general, el arte que busca los límites sabe quedarse astutamente del lado de adentro. Con Ryan McNamara, lo que sorprende es que lo hayan dejado entrar, que no lo echen y que lo sigan llamando. Desde lamer una cartera para la crème de la moda en un local de Louis Vuitton hasta ofrecer tours guiados por su propia vida, sus performances caminan sobre las estructuras más transitadas pero inquebrantables del arte: la relación entre los ricos y los artistas, la conservación de obras efímeras (y su facturación) y la pregunta ¿es eso arte? De paso por Buenos Aires para una de sus intervenciones, Ryan McNamara responde: ¿es lo suyo arte?

› Por Natali Schejtman

Tenía que elegir una ciudad para visitar por tres semanas gracias a un subsidio y eligió Buenos Aires, de la que sabía poco y donde no conocía a casi nadie. El, carilindo, ágil y muy simpático, un treintañero neoyorquino oriundo de Arizona, de nombre Ryan McNamara, prefirió un lugar cosmopolita en el cual poder atravesar un enero en remera. Y unos días antes de terminar su estadía, presentó algo que podría ser una performance o simplemente un evento: organizó un concurso de baile en la fiesta Dengue (clásico de los jueves con el que se fascinó) en el que se anotaron una buena cantidad de habitués y otros concursantes que fueron específicamente a competir por el premio: 600 pesos para el primero y 200 para el segundo y el tercero. Mirado en detalle, ese concurso tuvo historias mínimas: una pareja de varones experimentados, que durante las pruebas demostró flexibilidad y expertise, fue dramáticamente desplazada gracias a la justicia aplausométrica, que dio ganador a un pibe de anteojitos, vestido con jean y remera, rítmico, grácil y alegre. Esa es la historia más del tipo Gran Hermano, pero el que lo miraba todo era McNamara, decidido a liquidar la plata que le había sobrado de su subsidio (plata que sacó de su billetera en el momento de premiar al podio danzarín) y con un pequeño equipo de camarógrafos que registraban la actividad.

Ese día él fue artista extranjero admirado como tal, organizador de eventos, curador de la noche, jurado, un poco animador y a la vez el capitalista animado por todos esos bailarines ávidos, en parte como el actor de Somewhere, que es entretenido por las gemelas que hacen malabares con el caño en una de las pocas escenas rescatables de la última película de Sofia Coppola. Esta vez a Ryan McNamara le tocó mirar, pero en su ondulado periplo, más de una vez fue el que bailó. Porque generalmente el baile es uno de los protagonistas de eso que algunos llaman performance, un término que él también puede usar a veces, pero más como un escalón antes de saltar al abismo de un arte del presente, que se apoya en cierta conmoción de la audiencia y que a veces llama simplemente “crear una situación”.

Su relación con el baile nació primero como una autoobservación: en Arizona, cuando no tenía algo muy cercano para fotografiar, se tomaba fotos a distintas partes de su cuerpo. Inmediatamente la obsesión por su propio cuerpo pasó al movimiento que precedía a cada pose que iba buscando. Recién tiempo después asoció este interés con la danza y, pese a pruritos originarios entre lo alto y lo bajo, pronto el amor a la estética del movimiento y a la historia del arte se fundió con su abrazo a la cultura pop en un cruce que hoy lo define.

El mar de preguntas y la fantasía del logro por medio del esfuerzo físico fue plasmado también en una de sus actividades más importantes de este año, presentada en la sede alternativa del MoMA, PS1. La obra se llamó Make Ryan a dancer y consistió en montar un estudio de danza portátil durante cinco meses en distintas partes del museo y recibir ahí clases de afamados y variados profesores de baile: desde ballet clásico hasta striptease, country o hip hop. Los que observaron el proceso completo finalmente fueron las personas de seguridad del museo, que lo veían a diario. Pero el público se acercó en cantidad cuando él ofreció una muestra de todo lo que había aprendido: “Cuando estaba tomando las clases la gente no entendía si me podía hablar o no. Se encontraba conmigo de repente en el museo. Me gusta esa área gris. Como la noche de Dengue: ¿eso fue arte? Mmm... No sé. Me doy cuenta de que estoy interesado en actividades que me hagan pensar y sentir. También cuando soy parte de la audiencia. Y si eso lo veo en el MoMA o en MTV, fantástico. Por otro lado, amo el arte y la historia del arte y me interesa ver de qué manera mi trabajo entra en conversación con la historia del arte. Eso supongo que lo hace arte. Entonces de repente hay cosas que yo hago que pueden conversar con los happenings de los ’60, por ejemplo”, dice a días de volverse a Nueva York.

VENDERSE

La discusión sobre cómo el mercado integra el arte del presente (el gerundio: happening) es ardua. Ryan trabajó de la mano de su galerista para buscar distintos formatos y juntos encontraron algunos que pusieron entre ojos el eje arte-servicio-puesta en escena. Cuando empezó a trabajar con Elizabeth Dee, se encontró con una persona dispuesta a pensar en cómo presentar a este artista raro y experimental. Juntos crearon una muestra de presentación. Se llamaba justamente “Introducing Ryan McNamara” y consistía en documentación de sus 30 años de vida: desde las fotos de bebé hasta sus últimas performances. Pero además, los que visitaban la muestra contaban con la guía del propio Ryan, que cuando alguien ingresaba en la galería se presentaba y preguntaba de cuánto tiempo disponían. En base a esto, un Ryan McNamara performer-laburante adaptaba el relato de su vida. A los compradores de la obra expuesta (del registro de su vida) se les incluyó en el contrato un detalle relevante: podían contar con el tour de Ryan cuando ellos quisieran, avisando con dos semanas de anticipación: “Espero que me lo pidan de acá a 30 años, para poder ver cómo fue cambiando el tour. Es una mezcla. Ellos compran objetos pero también la performance. Es un tema que me interesa. De alguna manera, cuando alguien compra una performance te está comprando un poco a vos, o por lo menos no está tan lejos de eso. En el caso de la performance, en realidad, esa relación entre un artista y un coleccionista está evidenciada de una manera más obvia, porque pasa de todas formas”.

La cuestión de cómo vender una performance, entonces, no es apenas un detalle: “Obviamente pienso más en el momento presente que estoy compartiendo con la audiencia o los participantes en una performance. Sin embargo, ahora que tengo una galería, sí pienso en esto como un asunto secundario. Yo me pregunto: ¿Cuál es el camino más interesante –y el más honesto– para que un valor monetario pueda ir adjuntado a esta pieza? A veces la respuesta es muy tradicional, como vender la foto de la performance, pero yo estoy más interesado en explorar caminos no convencionales”.

En esos modos no convencionales se incluye la posibilidad de que McNamara arme un musical personalizado, pedido como un obsequio, para performar a domicilio, o la venta de ir a maquillarle un ojo morado a una mujer cuando ella no se siente muy bien y quiere externalizar ese sentimiento interno para que la gente lo note. Eso es lo que le interesa a McNamara: lo raro, incluso lo incómodo de algunas relaciones sociales muy establecidas, así tenga que contestarles a quienes dicen que de alguna manera se estaría convirtiendo en un bufón de ricos que compran arte: “Me gusta que se subrayen algunas estructuras existentes, la relación extraña que existe entre un artista y un coleccionista. Esto lo hace todavía más extraño”.

Por otro lado, señala otro aspecto que se cruza cuando él piensa e inventa estas situaciones, frente a la posibilidad de experimentar casi todo el mundo desde una pantalla que permite Internet: “El arte logra que la gente se movilice hasta un museo, que compartan una sala para ver algo. Y creo que en la performance eso se acentúa, porque la gente quiere vivir una experiencia”, señala el artista, interesado en todo lo que implica asistir a una performance o a ver una muestra de pintura.

Las obras y las reflexiones fueron haciendo de Ryan un artista emergente atractivo que pasó el 2010 de proyecto en proyecto. Participó de la muestra “100 Years of Performance” en Moscú, para la cual eligió dialogar con un happening de la argentina Graciela Carnevale que en el ’68 dejó encerrados a quienes asistieron a su obra, hasta que alguien desde afuera rompió un vidrio. Ryan fue encerrando a la gente en Moscú, hasta que fue él mismo, por medio de una coreografía, el que a los golpes rompió la pared y se fue corriendo.

Algo que podríamos calificar como arte de contacto (como la danza de contacto) también dio sus frutos en un show que hizo cuando lo convocó Louis Vuitton a su fastuoso local de Nueva York. McNamara decidió jugar con una cartera sofisticadísima que fue siendo manoseada por 40 bailarines que estaban distribuidos en las escaleras y dispuestos como un chorus line hollywoodense hasta que llegó a él, que la empezó a chupar con ganas, delante de la paqueta concurrencia, dejándola bien mojada de saliva. Un evento intenso, de sensual asquerosidad, en el epicentro de la moda prístina. O, incluso, una metáfora ilustrativa de cuán codiciada está resultando la figura de Ryan McNamara en el mundo del arte.

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