MUESTRAS > RODRíGUEZ GILES EN BENZACAR
En principio una muestra, pero revestida de la atmósfera envolvente de una ceremonia, con el despliegue de una instalación y que pide la inmersión absoluta de una experiencia sacra, Posesión, de Florencia Rodríguez Giles, toma el sótano de la galería Benzacar para evocar de una manera inesperada las pasiones desgarradoras de la tragedia griega. Algunas tardes, la artista se cuela entre sus obras, en una performance que aspira a la sanación de esos destrozos que deja la pasión.
› Por Lucrecia Palacios
En un primer vistazo, Posesión parece la corporización de una de las fotografías de Rodríguez Giles, esas que se mostraron en la misma sala de Benzacar hace unos años. Eran unas escenas tenebrosas en donde unos muñecos fantasmales organizaban ritos extraños dentro de casas destruidas y abandonadas. El pasto aparecía entre las baldosas y las plantas cubrían los pocos muebles que quedaban, el humo o la neblina enrarecían la imagen, el blanco y el negro de las fotografías terminaban de confundir las referencias temporales.
Mucho del tenebrismo de esas imágenes se traslada a la instalación que puede visitarse ahora. La teatralidad de la escena, las luces en claroscuro, la arquitectura ruinosa, la presencia de mantos y ropajes. Pero por sobre todo, a las dos exhibiciones las recorre un interés marcado por la sacralidad y la ceremonia. Un clima solemne y silencioso, de misterio y concentración, de mundo antiguo y lejano.
A la muestra de Rodríguez Giles se entra como a una iglesia. Después de atravesar varias escaleras, nos recibe una hilera de mantos grises que están a disposición del visitante. Se nos ha pedido antes que nos coloquemos uno para recorrer la exhibición. En el centro, una plataforma se levanta sobre el piso y sobre ella se distribuyen unas formas escultóricas en hierro, pequeños altares bajo los cuales se esparcen almohadones destripados, amasijos de vellón y telas. Son esculturas inciertas que protegen el sancta sanctórum de la muestra: una recámara negra donde cuelgan una serie de óleos pequeños.
En el díptico de la exhibición, la artista explica que Posesión trabaja sobre las pasiones humanas entendidas como las propone la tragedia griega. Le interesan esas fuerzas poderosas e inexplicables que, en un instante, se apoderan de los hombres y los hacen realizar actos irracionales, locuras impensadas. Con la misma violencia y rapidez, quien las sufre se convierte en un criminal, en un héroe o en un cadáver.
Las estructuras en hierro sobre la plataforma son una representación de estas fuerzas. Llama la atención que se haya querido dar cuenta de las pasiones con el lenguaje de la geometría y la abstracción, repertorios que uno imagina guiados por el rigor científico y la certeza matemática, y en última instancia, por la razón. Las esculturas recuerdan las obras del Iommi madí, aunque el metal en las obras del rosarino se desplace en el aire liviano y ligero y aquí el hierro se cierna sobre los montones de vellón amenazante y sólido como patas de araña.
Casi una muestra dentro de la muestra, los óleos de la recámara se permiten mayor libertad sobre el tema. Sobre lo que a veces parecen teatros helénicos en ruinas y otras veces vegetaciones desbordadas, se recortan personajes con las consabidas togas. Siempre están sufriendo. Son decapitados, los rodea el fuego o estalactitas puntiagudas. La composición es caótica y desordenada. Desbordante por donde se las mire, hay muchísimo detalle en cada uno de los elementos. Cuando aparece una madera, Rodríguez Giles pinta cada una de las vetas. Si vemos un hongo, podemos contar cada una de las granulaciones del sombrero. Y la pintura dorada y plateada con la que ilumina las telas terminan de darles ese aire sagrado que recorre toda la exhibición.
Hay que visitar la muestra por la tarde, porque es entonces cuando Rodríguez Giles se escabulle en la sala, se pone la túnica y se arrodilla al lado de las esculturas. Con lentitud, recoge ovillos del vellón desperdigado por el piso y empieza a coserlo, intentando restituirlo dentro del almohadón. Si las fuerzas de la pasión enloquecen y destrozan, durante la performance se intentan sanar sus efectos. Es un rito curativo, una ceremonia que se repite como letanía.
Con nombre de película o novela policial, Posesión parece querer incluirlo todo: performance, pintura, arte textil, escultura, instalación, etc. Como muchos artistas de su generación, para Rodríguez Giles la exposición debe convertirse en una experiencia significativa, de inmersión total. Por eso se preocupó en crear estas zonas que van alejándonos de la calle, adentrándonos en la penumbra, creando un ambiente singular y envolvente.
En su referencia a un universo antiguo, la obra hace recordar la instalación Todo lo contrario, de Eduardo Basualdo. El uso dramático de la luz, la inclusión de pintura y dibujo y la construcción de una escena extraordinaria (que en Basualdo se hunde en la alquimia y la brujería y en Rodríguez Giles en la tragedia helénica) emparienta las dos instalaciones. Pero lo que en Basualdo es nostalgia por una percepción mágica y perdida del mundo, en Rodríguez Giles es evocación. Con cierta ingenuidad, el mundo de las pasiones aparece casi anecdóticamente, como una forma de las apariciones de lo divino.
Hace unos años, también en la misma sala, Adrián Villar Rojas colocó la escultura de un David que se levantaba entre las ruinas. Rodríguez Giles hubiese elegido sin duda un Laocoonte, el grupo escultórico en donde una serpiente estruja al sacerdote y a sus hijos. Pero la construcción de un espacio que ubique a la obra fuera del tiempo y la insistencia en el trabajo artístico coloca esta obra en la misma serie que la de Basualdo y Rodríguez Giles. La instalación de Villar Rojas se llamaba Lo que el fuego me trajo, y llenaba la salita de Benzacar de estatuitas de arcilla. Era también excesiva, claro, pero por acumulación.
En cambio, la instalación concentrada de Rodríguez Giles refiere al exceso sin producirlo. Los elementos que la componen pueden contarse con los dedos de una mano. Es solo en las pinturitas donde vemos directamente los estados de alucinación y delirio, de desborde y alteración que se nos habían prometido. Al salir de la muestra, cuando uno vuelve a atravesar la plataforma y regresa la túnica a su percha, se tiene la sensación de que toda la instalación es, en realidad, un sistema o una máquina que nos va separando del mundo que conocemos para que accedamos limpios y en actitud de recogimiento al universo fantasioso e inventado de las pinturitas.
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