Dom 27.04.2003
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NOTA DE TAPA

Bandas orientales

En De las Cuevas al Solís, Francisco Peláez reconstruye con fruición los comienzos ignorados de la historia del rock uruguayo. Exhaustivamente documentado, este relato coral de 700 páginas ilumina la fase del primer beat charrúa montado sobre dos grupos míticos, Los Shakers y El Kinto, venerados por jóvenes promesas porteñas como Charly García y Luis Alberto Spinetta, pero también permite descubrir las bandas de culto, los conciertos inolvidables y los usos y costumbres que fundaron a mediados de los años sesenta la cultura rockera del otro lado del Río de la Plata.

POR MARTIN PÉREZ
El día que cumplió doce años, Francisco Peláez recuerda haberle pedido de regalo a su madre un disco que marcó el límite entre sus gustos musicales y los de sus padres. “Esto no me gusta: me gusta mucho más el que trae ‘Ob-la-di, ob-la-da’”, opinó su madre, para quien ese disco con unos tipos parados entre la sombra tupida de unos árboles era “el colmo de la pesadez”. Era Green River, el tercer álbum de la banda norteamericana Creedence Clearwater Revival.
El tocadiscos había aparecido en el hogar montevideano de Francisquito apenas unos doce meses antes. Desde ese momento, su educación musical pasó por Troilo y Goyeneche, así como por Matt Monro, Los Náufragos, los Beatles y Dave Clark Five, entre otros. Antes de cumplir los trece, Peláez presenció sus primeros conciertos y su “pesadez” seguramente debió ir en aumento. Por lo pronto, los posters de los Rolling Stones, Santana, Jethro Tull, Lennon y Creedence, que solían empapelar las paredes de su pieza gracias a la revista Pelo, empezaron a ser tapados por los de ídolos locales uruguayos como Totem, Génesis, Psiglo y Días de Blues.
Así es como Francisco Peláez, profesor de enseñanza media, Licenciado y Magister en Matemática, recuerda —en el prólogo de De las Cuevas al Solís, su flamante y fundamental cronología sobre el rock uruguayo– haber iniciado su historia rocker, de la que confiesa haberse bajado cuando los estudios y otras actividades más “en serio” lo decidieron a dejar de lado aquel fanatismo adolescente. Como cualquier uruguayo de la época, esas ocupaciones más serias lo llevaron también a meterse con alma y vida –como él mismo lo confiesa– con el Canto Popular y a militar contra la dictadura. “Durante varios años dejé de escuchar los discos que ‘había producido Satanás’”, escribe Peláez. No sólo dejó de escucharlos; también dejó de creer en ellos. “No pude convencer a mi mejor amigo de que el Yamandú Pérez que tocaba con Pareceres era el mismo Yamandú rockero de antaño. Le mostraba las fotos del grupo Génesis y mi amigo me decía: ‘¡No, no puede ser! ¿No ves que es otro?’. A nadie se le podía cruzar por la cabeza que aquellos idealistas acústicos habían sido rockeros y beatleros diez años atrás. ¡Pecado mortal!”
Esa confesión de época que Peláez acomete brutalmente en el prólogo de su libro se completa con el otro hito que la llegada del rock de los ochenta marcó entre las jóvenes generaciones de la música popular uruguaya. Liderada por grupos como Los Estómagos, Los Tontos y Los Traidores, entre otros, esa segunda camada rockera rompió decididamente con el Canto Popular, pero jamás llegó a darse muy por enterada de la existencia de sus antecesores ni a integrar aquella tradición a su propia cultura rock. Apenas si alcanzó a hacerlo el grupo Níquel, que terminó de enterrar la movida de los ochenta cuando, en el pico de su fama, rindió tributo a los viejos ídolos con su álbum De memoria. Es lógico que los pliegues de la historia del rock uruguayo no sean demasiado evidentes para un distraído observador argentino, que a duras penas reconoce algún personaje o algún disco y siempre fuera de contexto; lo que no deja de ser insólito es que lo mismo les suceda también a los uruguayos.
Cuenta Peláez que cuando a comienzos de los noventa apareció en Uruguay la primera edición de Razones locas, la biografía definitiva de Eduardo Mateo escrita por el musicólogo brasileño –pero largamente afincado en Montevideo– Gui-lherme de Alencar Pinto, no pudo resistir la tentación de recordar anécdotas de aquella primera época ante sus amigos más jóvenes, que lo miraban incrédulos. “¿Cómo es posible que hayan existido músicos uruguayos casi adolescentes que tocaban de igual a igual con los Spinettas, los Pappos y los Charly Garcías?” Así resume Peláez la perplejidad que lo empujó a escribir el libro que siempre quiso leer, pero que nadie escribía. El libro que le confirmara que la historia rocker uruguaya no había sido un sueño de su adolescencia; que la imagen de un Teatro Solís repleto de gente ávida por ver a Totem, a Psigo o a ese Días de Blues que –según apunta– mató a toda la ‘crema’ argentina, o a ese Dino que entre milongas y chamarritas “metía terrible rock’n’roll” no era una expresión de deseos ni una alucinación.
Después de una investigación que duró seis años y lo obligó a rastrear protagonistas por tres continentes, este fanático ex adolescente del rock uruguayo terminó escribiendo la historia más completa posible de un movimiento que –como se puede constatar en la cronología que acompaña esta nota– nació al mismo tiempo que su par de este lado del Río de la Plata. Sólo que, a diferencia de lo que sucedió en la Argentina, el movimiento se llamó a silencio con la llegada de los militares: un destino que el rock uruguayo, más allá de la calidad de su música, comparte con el resto de Latinoamérica. Después de todo, el silencio y el éxodo también sobrevolaron esta orilla del río en el momento más violento de la represión. Ya lo evocaba el primer Serú Girán cuando cantaba: “Autos, jets, aviones, barcos: se está yendo todo el mundo”. La diferencia fue que cuando la música volvió, volvió desde el mismo lugar donde antes se había llamado a silencio: no tuvo que pasar por ese recomenzar de cero con cada generación que sí se repite, al compás de las modas, en el rock del resto del continente. Tal vez porque ese “rock nacional” argentino ya había inmortalizado su propia historia antes de enmudecer, o porque se dedicó a recordarse y a escribirla en medio del silencio. Con su genealogía oficial bien establecida por libros fundacionales como Cómo vino la mano (el primero, de Miguel Grinberg) o la definitiva Historia del rock en Argentina (de Marcelo Fernández Bitar), ninguna nueva generación del rock local pudo darse el lujo de ignorar a sus antecesores, aunque sí pelearse con ellos, como lo prescribe la clásica filiación rockera. La historia oficial ya estaba ahí, para siempre, bien escrita, disponible para cualquiera, y no sólo para los iniciados. Ése es el capital histórico que el libro de Peláez viene a donarle ahora al rock uruguayo.
De las Cuevas al Solís es apenas la primera parte del trabajo: 700 páginas y dos kilos de peso que despliegan con detallada fruición un relato coral, muy bien documentado, de los primeros diez años de la historia del rock uruguayo. El tomo se centra en los comienzos beat, con Los Shakers y El Kinto como ejes inevitables: los primeros como los Beatles de ambas orillas del Plata, los segundos como protagonistas de una revolución que no careció de flequillos ni de trajecitos psicodélicos, pero tampoco de inflexiones locales: lo propio (el candombe) se mezclaba con lo ajeno (el beat) y las influencias más cercanas (la bossa nova) con las más lejanas (el rock); y lo más importante es que todo eso sucedía exactamente en el momento en que debía suceder. “To beat or not to beat, that is the cuestion”, como decía el inolvidable recitado con el que Ernesto Bergeret, calavera en mano, abrió aquellos primeros Conciertos Beat de octubre de 1966, una de las experiencias más creativas y transgresoras de aquella primera etapa beat uruguaya.
A la hora de periodizar la época, Peláez elige hacerlo en tres etapas. La primera –la “prehistoria”– va de 1961 a 1964 y se caracteriza por la aparición de los primeros conjuntos jóvenes, que manejan un repertorio ecléctico. La segunda va de 1965 a 1970: nacen los grupos de música beat y pop cantada en inglés y empieza el quiebre generacional; pero la fase a su vez se subdivide en dos: la era de las bandas beat (‘65-’68, que es la que recorren los testimonios seleccionados en esta nota) y la de las bandas “rockeras” (‘69-’70). Escribe Peláez: “Salvo honrosas y notables excepciones, se trata de un período dedicado exclusivamente a la práctica y el intento de dominar el instrumento, con el único fin de poder reproducir lo que llega del norte”. La tercera etapa –el rock en castellano– va de 1970 a 1975, y es la que Peláez deja para el segundo tomo de su obra, que abrirá con Totem e incluirá los nombres de grupos como Psiglo, Opus Alfa, Montevideo Blues, Miguel y el Comité, Días de Blues y tantos otros. “Una transición sin retorno y totalmente desvinculada de la Nueva Ola y la ‘porteñada’”, escribe categórico en su libro. A pesar de esa afirmación, si algo queda claro al recorrer los testimonios de este primer tomo de De las Cuevas al Solís, es el hecho de que las historias de los dos movimientos son idénticas. Cambiarán los protagonistas y la geografía, pero las confesiones que evocan el nacimiento del rock en Uruguay recuerdan a las que evocan los principios del rock argentino. Y seguramente serían idénticas a las de cualquier otro país de Latinoamérica: la primera rebelión en los cines con la música de Semilla de Maldad, la revolución de Los Beatles y ese viaje sin retorno hacia el enfrentamiento generacional que fue Woodstock. Tres décadas después de ese momento inaugural, América latina sin duda comparte también el mismo diagnóstico: el mundo está rockerizado, sí, pero en él, paradójicamente, cada vez hay menos rock.
Todos los que se tomaron el trabajo, de este lado del Río de la Plata, de bucear en las profundidades de la incompleta y misteriosa tradición de la música popular uruguaya, del rock para acá, siempre volvieron a casa con joyas en los bolsillos. De Mateo, Dino y Rada –los tres indiscutidos pilares solistas que estructuran la historia del rock uruguayo– en adelante, siempre hubo muchos misterios para resolver, sorprenderse y, en última instancia, atesorar. Con su trabajo, Peláez completa el mapa de relaciones, referencias e influencias de manera contundente. Gracias a libros como éste, o como Razones locas, aquellas figuras ya no volverán a aparecer solas en medio de la oscuridad, ni volverá a borronearse ese paraíso donde suena la mejor música de artistas a la vez tan familiares y tan lejanos. En uno de sus cuentos más famosos, Adolfo Bioy Casares imaginaba un mundo paralelo, casi igual a éste. La diferencia, prácticamente imperceptible pero definitiva, era que había un pequeño país que faltaba en el mapa. El cuento se llama “La trama Celeste”, una expresión muy justa para describir la historia de ese pequeño país musical que ha rescatado Peláez, y cuya resurrección completa el rompecabezas de la música de rock del Río de la Plata.
El primer beat uruguayo
Un recorrido por la primera y segunda época del rock uruguayo –según la división realizada por Fernando Peláez en su libro– a través de las voces de sus protagonistas.

“¿Quejarme? ¿De qué me puedo quejar? Yo tenía doce años y escuché por primera vez a Bill Haley y sus Cometas en aquella película, Semilla de Maldad, y fue como que me hubieran pegado una trompada en la cabeza. La película era espantosa, pero la música me mató. De ahí en adelante yo viví todo el rocanrol: Elvis, Little Richard, Fats Domino, Chuck Berry, The Everly Brothers, todos. Y para colmo, ya en los sesenta, aparecen los Beatles, los Beach Boys, los Byrds, Bob Dylan, los Rolling. Yo viví eso y me lo comí todo. Así que no me puedo quejar. Al contrario, yo opino que los que se tienen que quejar son ustedes, que son más jóvenes. Jódanse por haber nacido después.”
Gastón Ciarlo, “Dino”, periodista, ideólogo y finalmente cantautor y protagonista de todas las épocas del rock uruguayo

“A mí la música pop o de rock no me llegó por la propaganda o por la publicidad, como le puede pasar ahora a todo el mundo. Me acuerdo que de muy chico mis padrinos escuchaban música española y yo no la podía soportar. Escuchaban tangos, y me daban tristeza. Ahora me encanta toda esa música, pero entonces no la soportaba. Pero cuando tendría ocho años, caminando por el Parque Rodó, llegó a mis oídos ‘Oooonly youuuuuu’ y me morí. Y bueno, morí con Los Plateros, con Elvis y todo eso. Pero, ¿por qué me gustó eso, macho? No me lo metieron por la propaganda. Me gustó porque me gustó.”
Rubén Melogno, cantante de Psiglo

“Me acuerdo perfectamente de haber estado metido en el cine Plaza desde las tres de la tarde hasta las diez de la noche cuando proyectaron la película Al compás del reloj.” Horacio Buscaglia, poeta e ideólogo de las Musicasiones

“Poder usar un pantalón vaquero era la gloria. En Montevideo no había, los industriales de la vestimenta tardaron mucho tiempo en darse cuenta de lo que se perdían. Una vez fui al cine Metro con jeans, camisa y chaqueta vaqueros. Una pinturita. Y no me dejaron entrar porque decían que estaba... ¡vestido de mecánico!”
Dino
“Había una placita en Mariano Moreno y Monte Caseros donde, por la noche, hacíamos shows. Todos hacían su gracia. Yo cantaba rhythm’n’blues. Y ahí cantaba Johnny Gorga. Y era una cosa insólita que a fines de los cincuenta y principios de los sesenta estuviera pasando eso en las calles de Montevideo. Johnny Gorga era un tipo que iba siempre vestido en la onda norteamericana, súper bien peinado, y cantaba en todos los bailes de los liceos.”
Hamlet Faux, mítico programador radial que terminará siendo manager de Chuck Berry y Jerry Lee Lewis

“Yo llegué a tocar con Johnny Gorga. Éramos Johnny Gorga y sus Golden Boys. Tocamos en varios lugares y en algunas radios. Ahí vi por primera vez al Trío Fattoruso.” Buscaglia

“Johnny Gorga no sólo cantaba rock’n’roll, también era todo saquito, gemelos, peinada y moño. Pero el rockero era Frankie Lee. Era Elvis Presley. Cantaba igual, se movía igual, se vestía igual, caminaba igual. Su verdadero nombre era Francisco Castillo Vetelú. Pero la cosa era Frankie Lee y sus Elvis”
Julio Pelossi, amigo de Eduardo Mateo y respetado técnico de sonido

“Yo vivía en Parque Rodó, donde la mitad de la gente era rockera y la otra mitad estaba para lo tropical. Pero el candombe les gustaba a todos. Me acuerdo de que uno de los cantantes de los que después fueron Los Delfines vivía en el barrio. Tendría unos doce años, y a veces nos poníamos a cantar juntos.”
Melogno

“Empecé como profesional en el ‘59, cuando tenía quince años. Empecé con aquella generación de pianistas como Herbert Escayola y Lamarque Pons, y después toda la vida con Manolo Guardia. También acompañé a Manzanero y a Antonio Prieto. No sólo aprendías técnicamente con ellos. También aprendías repertorios, a transportar, y eso te daba una experiencia enorme.”
Eduardo Useta, guitarrista de Totem

“A principios de la década del sesenta yo era un chiquilín, y medio curtía los boliches donde tocaban músicos más grandes que yo. Lo pude vivir gracias a Caio, mi hermano, que tiene seis años más que yo. Y también gracias a Chocho, mi otro hermano. Ellos me introdujeron en eso. A finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, lo que se tocaba era jazzstandard y bossa nova. Se hacía una música de un nivel imponente.”
Urbano Vila Moraes, integrante de El Kinto y hermano de Caio y Chocho Vila, bateristas de Los Shakers y Los Delfines,
respectivamente
“La bossa nova nos abrió la mente. Nuestra generación se nutrió de todo eso. En la noche tocábamos bossa y era un placer. Era música que te enriquecía.”
Useta

“Cuando empezamos era todo un desastre. No había bajo, y como no sabíamos un pito de música, no se nos ocurría comprar un contrabajo. Pero nosotros sabíamos que el padre de Hugo y Osvaldo Fattoruso había conseguido un cajón de té de ceilán que lo daba vuelta, le ponía una chapita de Coca-Cola, una chaura y un palo de escoba, así que hicimos lo mismo. Eran los primerísimos sesenta. Un día caen Pelín y Osvaldo a nuestro ensayo. Todavía no se habían formado Los Shakers. Pero como casi no había grupos, cuando se formaba uno todos lo querían ver. Cayeron aquellos y no pudieron dejar de reírse. ¡Éramos un desastre!” Roberto Kano Alonso, líder de Los Epsilons, luego Los Bulldogs

“Podemos estar hablando del ‘63 cuando se forman Los Gatos. Estábamos ensayando y Juan Carlos Borde dijo un día: ‘Che, son unos gatos tocando’. Y ahí quedó el nombre. Nosotros empezamos tocando rock’n’roll, fue antes de que aparecieran con fuerza los Beatles y los Rolling.”
Dino

“Todo empezó en el sesenta, cuando egresamos del colegio. Me acuerdo de que en la fiesta de fin de año del liceo, Chocho puso un plafón de lata dado vuelta para hacer de platillo, Coyo la guitarra y yo un bajo de cajón. Los tres arrancamos de ahí. Llegamos a ser como ocho. Tocábamos tango, cha cha cha, ‘La bamba’ y canciones de Palito Ortega.”
Mario Aguerre, bajista y vocalista de Los Delfines

“Lo primero que hubo fue el Club de Los Gatos. Ahí tocaba todo el mundo. Las estrellas eran Los Cuatro Brillantes, que eran como Los Cinco Latinos uruguayos. No tenían nada que ver con el rock, pero el asunto era ayudarnos entre todos para que pudiera salir algo.”
Kano

“El Club de Los Gatos era una cosa de locos. Los domingos de mañana la radio se llenaba de música y gurisada. Tocaban Los Delfines, Los Gatos, Los Malditos, Los Epsilons, Los Encadenados, Los Alfiles, Los Coléricos. ¡Socorro con Los Coléricos! Eran las mejores voces que había.”
Dino

“Nunca me voy a olvidar de la primera vez que tocamos en El Club de Los Gatos. La fonoplatea estaba llena de gente y Los Delfines íbamos enseguida de Los Malditos. Y los tipos, además de sonar bárbaro, estaban vestidos de cualquier manera, mientras que nosotros todos bien empilchados con los trajes. Así que estábamos medio nerviosos, ¿no? Por suerte, cuando arrancamos con ‘Please, Please Me’ a tres voces, matamos.” Aguerre

“Antes de ver a Los Shakers vi a Los Malditos y a Los Gatos en su Cueva. Yo tocaba el violín desde chico, iba a algún concierto sinfónico que me llevaba mi viejo y conocía bien el sonido de los tambores pues me crié con ellos en el barrio Sur. Pero ya con diecisiete o dieciocho años, bajo la revolución provocada por Los Beatles, tener la oportunidad de concurrir a las cuevas y ver a grupos uruguayos experimentando con guitarras eléctricas fue algo muy fuerte.”
Jorge Graf, baterista de Opus Alfa y Días de Blues

“La panadera había estado en Londres y se trajo un disco simple con ‘Love me do’. Esa fue la primera canción de Los Beatles que escuché. Todo empezó entonces en esa panadería de Justicia y Lima. A los pocos días dieron el primer cortometraje de ellos, Llegan Los Beatles, anterior a la película. Y ahí ya me ganaron. Muy pibe de la cabeza, me embalé mucho y dije: ‘Yo quiero ser de Los Beatles’.”
Hugo Fattoruso, integrante de Los Shakers

“El encargado de la mayor parte de la música era Hugo, porque es un gran creador y el que sabe de música. Los demás metíamos la cuchara y aportábamos con los arreglos. Yo estaba encargado de las letras. Por supuesto que con un inglés espantoso y una gramática horrible, pero me las rebuscaba con las pocas palabras que sabía.”
Osvaldo Fattoruso, hermano menor
de Hugo

“La primera vez que escuché una música parecida a la de Los Beatles, o algo así, fue con Los Shakers. Fue el primer grupo al que seguí.”
Charly García

“Yo iba a ver las actuaciones de Los Shakers y lloraba. Eran algo muy fuerte, loco, muy impresionante. Además, siempre buscábamos la oportunidad de mangue-arles cigarrillos y hablar algo con ellos cuando bajaban.”
Luis Alberto Spinetta

“Al Hugo no le gusta hablar de esa época. Le parece que eso de Los Shakers era una lanceada. Pero está loco. Para nosotros venían atrás de Los Beatles, y eso es decir mucho, ¿no?” (Miguel Livichich, cantante de El Sindikato)

“Los que mejor hacían Beatles acá fueron Los Knack’s. Los Shakers no, para nosotros ya eran otra cosa.” (Yamandú Pérez, percusionista emblemático de la música popular uruguaya)

“Es tan desastrosa la situación económica con respecto a Los Shakers, que no me dan ganas de escuchar los discos. La guita que en su momento ganamos fue solamente tocando en escenarios. De todos los discos que se vendieron y se siguen vendiendo ahora en CD, no vimos ni un solo mango.”
Hugo Fattoruso

“Viajamos a Buenos Aires en julio del ‘66 y debutamos en un teatro de revistas. Éramos muy tímidos, y cuando se abrió el telón, ¡un cagazo impresionante! Hicimos un tema de los Byrds, y el dueño del teatro dice que somos estatuas y que nos volvamos ya para Montevideo. Pero finalmente terminamos grabando para RCA Victor. Nos preguntaron si nos queríamos llamar Los Boxers o Los Bulldogs. ¡Nos pusieron collares con una cadena, loco! Y nos querían pasear por la calle Florida con unos perros bulldogs de verdad para hacer publicidad. Y nosotros les decíamos que sí a todo.”
Kano

“Cosas como Shakers o Mockers creo que era lo que había que hacer en aquel momento, y nos parecía algo muy nuestro. Porque, además, si vos ponés un disco de ellos te das cuenta que no tenían nada que desmerecer frente a varios grupos ingleses o americanos, y en algunos casos los nuestros eran más creativos. En el caso de Los Shakers, sin ninguna duda.”
Esteban Leivas, disc-jockey de la época

“Durante la primera mitad de la década del sesenta, cantantes y solistas uruguayos invadían las grabadoras argentinas, reproduciendo bastante bien los temas norteamericanos de éxito y ese sonido especial del movimiento inglés que recién estaba dando sus primeras grandes realizaciones. Los grupos uruguayos que más lograron asomar la cabeza fueron Los Shakers (haciendo la línea Beatles), Los Iracundos (inclinados a la línea terriblemente comercial), Los Bulldogs (en un principio haciendo temas de los Stones y luego interpretando temas propios) y Los Mockers (solamente Stones). La importancia de agrupaciones y músicos uruguayos dentro del proceso de basamentación de la música de rock nacional es realmente innegable. Todavía hoy, a más de tres años de la separación, Los Shakers siguen siendo los únicos dioses-ídolos de todos los músicos argentinos.”
Osvaldo Daniel Ripoll, director de la revista Pelo, en una nota sobre el rock uruguayo publicada en 1971

Testimonios extraídos del primer tomo del libro De las cuevas al Solís (1960-1975), Cronología del Rock en Uruguay de Fernando Peláez, editado a fines de 2002 en Uruguay por El Perro Andaluz, quijotesco sello discográfico independiente que ahora, con este volumen, debuta como editorial.

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