Dom 27.04.2003
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CONFESIONES

Intimidad en el bunker

Un documental austríaco exhuma la figura de Traudl Junge, secretaria privada de Adolf Hitler hasta el colapso final del régimen nazi. En 90 minutos estremecedores, Junge, de 81 años, hace memoria y desgrana con lujo de detalles todo lo que vivió a los 21, codo a codo con el Führer, y nunca antes se había atrevido a contar.

por Ariel Magnus (desde Berlín)
Traudl Junge (1921-2002) fue la secretaria privada de Hitler desde fines de 1942 hasta el fin de la guerra. Durante más de medio siglo se negó a hablar públicamente de sus experiencias. Poco antes de morir, sin embargo, aceptó conceder una serie de entrevistas a dos cineastas austríacos, André Heller y Othmar Schmiderer, que luego condensaron diez horas de material en los 90 minutos secos, austeros, estremecedores, de El punto ciego. El documental, que prescinde de toda imagen de archivo, de música y hasta de la intervención de sus realizadores, se limita a mostrar a Traudl Junge a los 81 años, exorcizando frente a la cámara sus días junto a Hitler. Lo que sigue es una selección resumida de sus recuerdos.

Conocía a Hitler por las revistas y por sus apariciones en público. Pero cuando lo vi personalmente, en cambio, era un hombre mayor, agradable y amistoso, que hablaba en voz baja y sonreía.

Sabía que en el lugar iba a hacer frío, porque a Hitler no le gustaban las piezas calefaccionadas. Me atendió muy amablemente; me dijo que no tuviera miedo, que yo no podría cometer tantos errores como él. Empezó a dictar, y a mí me temblaban tanto las manos que no le pegué ni a una letra. Miré la hoja: parecía chino. Pero gracias a Dios (o quizá, por lástima) en ese momento se fue a hablar por teléfono y yo pude traducir el dictado al alemán.

Cuando me preguntó si quería trabajar con él, agregó: “A veces tengo problemas cuando tomo secretarias jóvenes y bonitas, porque se me casan”. Y yo, en mi ceguera, le dije: “Mi Führer, ya viví 22 años sin un hombre. Para mí eso no es problema”. Se rió a carcajadas.

El corte ocurrió en febrero del ‘43, después de Stalingrado. Antes, Hitler comía con sus oficiales; ahora, en cambio, se le ocurría hacerlo con sus secretarias. Quería relajarse, que no le preguntaran por Stalingrado o esas cosas.

Nunca tuve la sensación de que persiguiera fines criminales a conciencia. Para él eran ideales, grandes objetivos. Y para cumplirlos caminó sobre cadáveres. Pero eso recién lo entendí más tarde... Cuando llegué al cuartel general, me dije que había llegado a la fuente de la información. Pero era el punto ciego. Es como en una explosión: hay un punto en donde reina el silencio.

Sus erres bien marcadas y sus rugidos, jamás se los escuché en privado. Hablaba suave, en ese estilo silencioso, austríaco... Usaba palabras que eran típicas de Austria. Fuera de sus problemas de estómago y de digestión, daba la impresión de ser muy saludable. ¡Con la vida insalubre que llevaba! Había que resistirla. No fumaba ni tomaba alcohol, pero eso no basta para dar salud... Dependía mucho de su gastroenterólogo. Todo el tiempo le prescribían pastillas para la digestión y para los gases.

Hitler no quería que lo tocaran. Tampoco usaba la ropa típica de Baviera; decía: “Tengo las rodillas demasiado blancas, soy tan poco deportivo...” También decía: “Eva quiere que me mantenga siempre con la espalda derecha, pero yo le digo: ‘Si vos llevaras en el bolsillo llaves tan pesadas como las mías...’”. Hablaba mucho de cosas privadas. Era un hombre prolijo. Se lavaba las manos cada vez que acariciaba a su perra Blondie. Blondie podía ser tema de conversación durante noches enteras. La creía una perra inmensamente inteligente y refinada. Y ella dependía mucho de él, aunque había sido entrenada por otro y Hitler no era el que la alimentaba...Blondie podía cantar. Aullaba, y Hitler le decía: “Blondie, cantá más profundo”, y ella bajaba un tono. Estaba muy orgulloso de que la perra lo obedeciera por completo.

Hoy todo suena tan anecdótico, tan banal. Esas facetas de su persona no tienen ya importancia. Para mí fue muy importante compartir con él esos rasgos humanos, pero hoy, al describirlos tan en detalle, casi me avergüenzo.

Una vez la señora de Himmler habló de los campos de concentración. Hitler le contestó que a los incendiarios había que ponerlos como bomberos y se acababan los incendios. Esa fue la única vez que se habló del tema en privado. La palabra “judío” nunca se mencionó. El único recuerdo que tengo es que una noche la mujer de Schirach le habló de la situación horrible de los judíos en Amsterdam. Él le dijo que eso era sensiblería y que no se metiera en cosas que no entendía. Se levantó y dejó la sala. A la señora Schirach no la invitaron nunca más.

A veces pienso que si tuviera la posibilidad de encontrármelo a Hitler de nuevo, en este o en otro mundo, le preguntaría qué habría hecho si hubiera descubierto sangre judía en su propio árbol familiar. Si se habría gaseado a sí mismo.

No pensaba en dimensiones humanas. La humanidad no jugaba ningún papel para él: siempre era el superhombre, la nación. El individuo nunca le importó.

Tenía ideas bien primitivas. Por ejemplo: “Al héroe más grande le corresponde la mujer más hermosa”. No podía entender que un hombre que tenía una mujer hermosa la engañara con una menos hermosa. No podía entender que una mujer tuviera otra cualidad más allá de una belleza inmaculada. No creo que haya sido un conocedor de las mujeres. Tampoco tuve la sensación de que su relación con Eva fuera muy erótica. Pero las mujeres, no sé por qué, se volvían locas por él.

Una vez hizo el siguiente comentario: “Los hijos son siempre un riesgo; a veces los hijos de genios terminan siendo cretinos”. Aunque yo era una joven ingenua, el comentario me pareció bastante raro. ¿Cómo es posible verse a uno mismo como un genio?

Después del atentado, el 20 de julio de 1944, fuimos al bunker y lo vimos en la antesala. Se veía tan ridículo que casi se nos escapa la risa. Tenía los pelos de punta, los pantalones hechos jirones, pero nos saludó con una sonrisa triunfal y dijo: “El destino me ha protegido, señal de que debo llevar mi misión hasta el fin”. Esa tarde vino Mussolini de visita y Hitler lo llevó todo orgulloso al lugar del accidente... Estaba eufórico. Sentía que le habían confirmado que estaba en el camino correcto.

Uno tenía dudas en el fondo de su corazón. Pensaba si todo estaba bien así como estaba. Pero preguntarse en serio, o discutir... Para eso hace falta coraje.

Hitler nunca vio una ciudad destruida. Viajábamos con las persianas bajas, en trenes especiales, a través de Alemania. Y cuando llegábamos a Berlín, de noche, el chofer buscaba las cuadras que estuvieran lo menos dañadas posible.

No le gustaba tener flores en su cuarto. Decía que no quería tener cadáveres alrededor. Es algo muy curioso: alguien que mata a tantos hombres no quiere tener flores muertas en su cuarto.

El 22 abril de 1945, Hitler llamó a todos los generales a una reunión. En algún momento salió y llamó a todas las mujeres y dijo: “Todo está perdido, deben huir”. También dijo que se iba a pegar un tiro. Eva le agarró las manos y dijo: “Yo me quedo”. Entonces él la besó en la boca, algo que no le había visto hacer jamás con nadie. Y yo también dije que me quedaba. No sé por qué lo dije. No podía imaginarme dónde ir. Hitler dijo: “Me gustaría que mis generales fueran tan valientes como ustedes”.

Los que nos quedamos en el bunker seguimos arrastrando nuestras sombras. No teníamos ni idea de qué día era, comíamos sin horarios. Desde ese momento, todas las conversaciones giraban en torno a cómo podíamos poner fin a nuestras vidas de la forma más segura y rápida. Nosotros, claro, le decíamos que por qué no intentaba salir, pero él decía: “No quiero caer con vida en las manos del enemigo”. “Pero ¿por qué se quiere suicidar a toda costa?” Y él decía: “Soy demasiado débil para luchar al frente de mis tropas, y ninguno de mis hombres de confianza va a matarme si se lo pido, así que tengo que hacerlo yo mismo”. Recibió pastillas venenosas de Himmler, y nosotros le rogamos que nos diera a nosotros también. Él nos las dio, diciendo: “Hubiera preferido regalarles algo más lindo para la despedida”.

El 24 abril llegó la Señora Goebbels con sus seis hijos, que estaban contentos porque venían a visitar al tío Hitler. La atmósfera estaba muy tensa en el bunker; a cada hora llegaban informes y había reuniones. Pero ya la guerra había acabado. Hitler perdió todas las esperanzas. Se sentó en el corredor, con una de las crías de Blondie en el regazo, y lo único que hacía era mirar hacia adelante, indiferente. Qué es lo que esperaba, no lo sabemos... Ahora todo ocurría ya sin ceremonias. Algunos incluso empezaron a fumar adelante de Hitler. Se hacían chistes del estilo de “La cabeza en alto, mientras la tengamos”. Todo esto hay que imaginárselo con el ruido infernal de las bombas. Y sin embargo, cuando había un momento de calma salíamos al parque y... ¡arriba era primavera! En uno de esos paseos, Eva Braun vio una náyade en una fuente y se maravilló tanto que bajó al bunker y le dijo al Führer: “Si ganás la guerra, por favor, comprame esa figura”. Y él le dijo: “Es del Estado. No puedo comprarla y ponerla en tu jardín privado”. Y ella le contestó: “Pero si conseguís ganarles a los rusos podrías hacer una excepción”. Y después se hablaba de cómo suicidarse de la mejor manera. Lo más seguro es dispararse en la boca. Eva decía que quería ser un cadáver lindo, que tomaría el veneno.

La vida en el bunker era sombría. Pero pasaban cosas. Una chica de la cocina se casó. Trajeron a alguien del registro civil al bunker, buscaron a los padres de la novia en la ciudad bombardeada y se casaron y hubo festejo bajo el tronar de la artillería y de las granadas. Creo que incluso se llegó a bailar al ritmo de una armónica.

Después de la traición, Hitler no confiaba en nadie y quiso probar en su perra las pastillas venenosas. Funcionó muy bien: la pobre Blondie murió envenenada. El olor al ácido cianhídrico se extendió como una manta por el bunker. Era espantoso.

El 28, Hitler se casó con Eva Braun. Después de la ceremonia me pidió que lo acompañara: quería dictarme algo. Se apoyó sobre la mesa con las manos cruzadas y dijo: “Mi testamento político”. Y yo pensé: ahora me voy aenterar de la verdad, ahora va a disculparse y explicarlo todo. Pero cuando empezó a hablar eran las viejas frases: los judíos tienen la culpa, la lucha era necesaria para evitar lo peor... Mientras tanto, el pequeño círculo festejaba el casamiento y brindaba con champaña.

Y estaban los chicos. Y la señora Goebbels, que caminaba por ahí como un fantasma, con el veneno en el bolsillo. Nosotros teníamos nuestra propia muerte, pero ella tenía que vivirla por seis. A los chicos se les dijo que si vivían tan cerca del tío Hitler tenían que ser vacunados.

No sé cómo pasamos los días. Sólo me acuerdo del 30 de abril. Los chicos tenían hambre y les di algo de comer, pan con manteca y compota de cerezas, o algo así. Y ellos estaban contentos. Contaban las bombas que caían porque se sentían tan seguros en el bunker... Después se escuchó una explosión y uno dijo: “Ésa dio de lleno”. Y yo creo que ése fue el disparo con el que Hitler se mató. Pero me olvido de contar que Hitler se despidió, por supuesto. Nos hizo llamar. Fui hacia él como una muñeca de cera y él estaba ahí con una expresión bien lejana, ya no de este mundo. Me abrazó y me dijo: “Señora Junge, trate de salvarse, y salude a Baviera por mí”.

A la señora Goebbels le ofrecieron salvarle a los hijos, pero ella dijo que no. “En una Alemania sin nacionalsocialismo, mis hijos no tienen ninguna chance. No quiero entregarlos a la burla y la vergüenza.” Nosotros no podíamos imaginarnos cómo sería la vida afuera. Estábamos tan aislados de la vida real, incluso de la guerra. Sólo teníamos esas visiones espantosas que Hitler había pintado en las paredes: todos los hombres serían castrados, todas las mujeres violadas, se volvería a un estado primitivo. Eran visiones de El Bosco.

Después de escuchar la explosión vino Otto Günsche, pálido como un cadáver, y dijo: “Acabo de cumplir la última orden del Führer: lo quemé”. No bajé a mirar. Tampoco sé qué hice. Ahí hay un hueco en mi memoria. Sólo me acuerdo que cuando volví a aparecer estaban todos en el corredor, bebiendo y fumando. Sentí un odio por Hitler, un odio bien personal, porque de pronto nos había dejado varados. Las otras personas que andaban por ahí eran como marionetas dormidas. No teníamos vida propia. Teníamos el veneno en el bolsillo, pero fuera de eso, nada.

Lo que más me impresionó una vez terminada la guerra es que el mundo era muy distinto de lo que Hitler había profetizado. En un primer momento no pensé para nada en tratar de elaborar mi pasado... Por supuesto que sentí el horror con el proceso de Nuremberg, pero seguía sin establecer la relación con mi propio pasado. Me conformaba pensando que yo personalmente no tenía la culpa, y que tampoco sabía nada de las dimensiones de todo. Pero un día pasé por la placa conmemorativa de Sophie Scholl, vi que había nacido el mismo año que yo y que la habían ejecutado el mismo año en que yo me fui con Hitler. En ese momento sentí que ser joven no era una excusa.

Después de la guerra, Traudl Junge trabajó como secretaria, periodista y consejera para la película El último acto (Pabst, 1955), que describe los últimos días de Hitler en el bunker. Murió de cáncer el 10 de febrero de 2002, algunas horas después del estreno de El punto ciego (Premio del público en la sección Panorama de la Berlinale 2002) y de la publicación de su libro de memorias, En las horas finales. En el cartel que cierra la película se lee que, poco antes de morir, Junge dijo: “Creo que empiezo ahora a perdonarme”.

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