TELEVISIóN
El hombre del subsuelo
De a poco pero con convicción, y levantando siempre la apuesta, Ser urbano instaló temas, órbitas y personajes que nadie habría imaginado, antes, en la pantalla de Telefé. Distante y sensible a la vez, perfecto en su papel de curioso, Gastón Pauls merodea putas, cementerios y bares de cannabis y usa su fama como salvoconducto para acceder a los márgenes más jugosos del paisaje social.
por Mariana Enriquez
Buscar a las criaturas nocturnas, contar las historias de la ciudad: dos premisas que alertan sobre lugares comunes. ¿Cuántas veces más se puede hojear la agenda de drogas, prostitutas, travestis, noche, cementerios? ¿Es posible encontrar algo nuevo que decir, o al menos otra mirada? A principios de marzo, cuando Telefé estrenó Ser urbano, las expectativas no eran las mejores. Un programa periodístico testimonial narrado por Gastón Pauls, que largaba con un paseo nocturno en ambulancia del SAME (primer bloque) y travestis (segundo bloque), sonaba a eco lejano y pálido de “El otro lado”, el recordado programa de Fabián Polosecki. Y sin embargo la producción (Sebastián Ortega y Pablo Culell) y sobre todo los guiones de Esther Feldman consiguen que temas tan transitados resulten nuevamente atractivos, y esto con una notable economía de recursos.
El mecanismo es sencillo: Pauls se interna en una situación, un medio, un “mundo” social, y termina acompañando a un personaje “local”, cuya subjetividad le da sentido al recorrido. En el episodio del SAME (uno de los mejores), las imágenes de cuerpos destrozados en choques y mujeres solas e histéricas en la madrugada eran acompañadas por los relatos del chofer. En un momento de calma, sentado junto a Pauls, el chofer adelantaba: “Escuchá ésta: había nueve canas llorando”. Y después contó que lo que había conmovido a los policías era el cadáver de un bebé “todo fileteado”, tirado en la calle. El episodio sobre cementerios no omitió la predecible parafernalia de nichos fétidos y flores podridas, pero el tono lo dio uno de los cuidadores: uno de sus hijos, muerto ahogado a los once años, estaba enterrado en el mismo camposanto que custodiaba. De la misma manera, cuando el tema fueron las travestis, Ser urbano no se quedó con la prostitución, el brillo y la persecución policial y prefirió viajar a Salta a conocer a la familia de la travesti Mónica León. Son esos recovecos impredecibles los que hacen que Ser urbano sorprenda y resulte sinceramente conmovedor.
El antecedente de Fabián Polosecki es ineludible: sin él, Ser urbano no sería posible. Pero los productores del programa de Telefé tuvieron la astucia de elegir a un famoso como testigo curioso de la vida de los otros. Y funciona. Porque Pauls es el de Nueve reinas: puede dejarse guiar por lugares que otros no transitarían. Porque es una cara conocida, la gente lo saluda y le cuenta inopinadamente su vida, como si fuera alguien familiar. Ser urbano no disimula la fama de Pauls; todo lo contrario: cada vez que alguien le pide un autógrafo, la escena sale al aire, no para poner en escena el cholulismo sino para sincerar y abrir el juego. Cuando cubrieron la megapresentación del evangelista Luis Palau en Buenos Aires, todos los adeptos que pululaban entre la gente ardían por “convertir a Gastón Pauls”: un anónimo o incluso un periodista conocido no habrían despertado el mismo fervor. Pauls es ideal para encarnar ese personaje de curioso que se deja contar cosas: austero y directo, pregunta con sencillez y hasta se permite el candor. Uno de los episodios más interesantes del ciclo tuvo como protagonista a una prostituta de la plaza frente al cementerio de la Chacarita. Después de la entrevista, que transcurrió en el lugar de trabajo, Pauls acompañó a su entrevistada hasta la casa que compartía con sus dos hijos. La charla, que siguió durante la cena, nunca cayó en sensiblerías ni golpes de efecto, y eso que había más de un detalle –el trasplante renal que esperaba uno de los hijos– que prometía un derroche de lágrimas.
Casi sin querer, Ser urbano está metiendo en la pantalla de Telefé imágenes y temas inimaginables, no sólo para el canal de las esferas sino, incluso, para toda la televisión de aire. En el último programa, un disciplinado fumador de marihuana catalán decía a cámara: “Esto sólo podrán pasarlo, en la Argentina, en un canal alternativo”. Unos minutos antes se habían visto ciertos adminículos estrambóticos para cultivar y fumar cannabis –algunos en forma de plato volador–, plantas respetables, bares abrumados de humo y al director de una revista especializada analizando los pros y contras del porro. En un programa anterior, la recorrida por un barrio gay de Madrid terminó en un dark room muy pesado donde, en la penumbra, dos hombres completamente desnudos tenían sexo sobre un colchón tirado en el piso. Explícitos y descarnados, los dos episodios también resultaban en ocasiones cómicos y desmitificadores: Ser urbano casi carece de solemnidad, salvo por alguna voz en off redentora que a veces acude a poner paños fríos sobre situaciones calientes.
Lo que se le puede objetar a Ser urbano es –como suele ocurrir en la TV argentina– el abuso de vértigo en la edición de los informes y de temblor en las cámaras en mano, dos tics que no aportan más que confusión y a veces amenazan con arruinar climas que seguramente cuesta mucho lograr. El propio programa demuestra que cuando baja la ansiedad, la potencia sube. Ser urbano reúne el talento suficiente para prescindir de esos vicios técnicos que la TV suele utilizar con el único propósito de ocultar mediocridad e inseguridades.