› Por Mariano Kairuz
Cuando se estrenó Cars hace cinco años pareció natural que la crítica la recibiera como la peor película de Pixar, o como la única película floja de una compañía que hasta entonces –venía de Monsters Inc., Buscando a Nemo y Los increíbles– sólo había hecho películas buenas. Se dijo que a pesar de su perfección técnica le faltaba alma; que era, ejem, demasiado mecánica; que no tenía mucho sentido la idea de un universo poblado únicamente por autos, grúas y camiones con facciones, que hablan e interactúan entre sí, pero desprovisto de personajes humanos a los cuales servirles de transporte o vehículo de competición. Ahora, hace una semana apenas, cuando finalmente llegó a los cines norteamericanos Cars 2 –con una apertura previsiblemente millonaria en recaudaciones–, para muchos críticos estadounidenses fue igualmente natural decir cosas tales como que Pixar estaba repitiendo la peor experiencia de su historia, e incluso que había conseguido el milagro al revés de hacer una película peor que la primera, igual de mecánica y absurda y cuyo principal objetivo además parece ser vender millones de dólares en juguetes. Todo esto, tan solo un año después de que la crítica de todo el mundo abrazara a Toy Story 3 como una de las mejores películas de 2010 y una de las mejores y más emocionantes películas de animación de la historia. John Lasseter –factótum de Pixar, director de las primeras dos Toy Story y de ambas Cars y supervisor involucrado de manera directa y creativa en todos los otros largometrajes de la compañía– pasó de ser para muchos un narrador de sensibilidad suprema a un mercader sin escrúpulos.
Todavía hay unos cuantos críticos que consideran que cada tanto hay que tratar de ver las películas con público, en lugar de hacerlo en ese mundo un poco cerrado y endogámico que son las funciones privadas para prensa. El argumento para esto es que no todas las películas están dirigidas a todo el mundo, y un crítico no puede ser todos los públicos. El contraargumento señala que ésta es una postura demasiado demagógica, y que da lugar a que se utilicen expresiones poco felices como la del “divorcio entre crítica y público”, cuando una película despreciada por la prensa especializada convoca a cientos de miles de espectadores. Pero no hace falta llegar al punto de ignorar por completo las elecciones del público ni al de descalificar la mirada del especialista para comprender que hay determinadas películas-fenómeno que son, sencillamente, mucho más que la película en sí, y que tal vez no esté mal que así sea. En el caso del cine de animación, y el de Pixar específicamente, llegamos a estar convencidos de que todas estas películas tienen la responsabilidad de ofrecernos siempre, por su sensibilidad y su inteligencia y su operación de vanguardia estética y tecnológica, una doble lectura que permite a los chicos divertirse con la velocidad y los colores, la acción física y el slapstick, mientras que los más grandes pueden sentirse gratificados y adulados al captar sus chistes de doble sentido, alguna insinuación de contenido sexual, un eventual comentario político, en tanto siguen las vueltas de una trama más o menos compleja. Ya casi no se concibe que una compañía como Pixar estrene una película de dibujos animados pensada sólo para los chicos. Así que quizás haya que considerar el caso de Cars con un poco más de atención que la que se le ha prodigado hasta ahora.
Probablemente ningún adulto entiende Cars del todo hasta que ve lo que pasa con un chico de cuatro, tres o incluso dos años que la ve por primera vez. Simplemente quiere verla de vuelta; una y otra vez. Se ríe con los chistes más tontos. Nunca se cansa de volver a verla. Y quiere tener, por supuesto, todos y cada uno de las decenas de autitos de juguete basados en los personajes de la película, que cuentan con la ventaja –dado que la animación digital es esencialmente 3D en su forma y volumen– de poder ser reproducciones a escala exactamente iguales a sus modelos en pantalla. El monstruoso éxito de Cars se cifra menos en los números de la taquilla de su estreno en cines, que fue más que considerable, con 250 millones de dólares en Estados Unidos y casi 450 en el mundo, que en los números de lo que vino después. El éxito sostenido e imparable de la película menos prestigiosa de Pixar debe medirse a partir de la venta de DVD, una suerte de sobrevida que parece no tener límites y que habla de las nuevas hordas de nenes que se van sumando con su fanatismo año a año, y de un merchandising –autitos de plástico, goma o metal en todos los tamaños; libros y revistas con autoadhesivos, sábanas, almohadones, cartas, cepillos de dientes, colonias, cereales, lo que sea–, que en los cinco años transcurridos entre el estreno de Cars y el de su flamante secuela, ha facturado, según las cifras oficiales de Disney-Pixar, 10 mil millones de dólares. (Sin contar la incalculable producción pirata: alcanza con darse una vuelta por el Once o por los kioscos de revistas de la avenida Corrientes, saturados de autitos de Cars truchos, imitaciones nada disimuladas de fabricación china, para entender enseguida que la creación de Lasseter estuvo presente durante todo este tiempo entre una película y otra). El lanzamiento de Cars 2 viene acompañado de unos 300 juguetes nuevos que la confirman como la tercera o cuarta franquicia más lucrativa de Disney desde que Disney compró Pixar por 7400 millones de dólares a principios de 2006, así que sí: es esperable que Lasseter y compañía estén planeando hacer andar a su corredor estrella Rayo McQueen y sus amigos hasta fundir el motor y quemar las llantas. Lo cual no hace ni un poco menos auténtico el fanatismo de los chicos por estas películas y por estos juguetes.
Lasseter dijo desde un principio que Cars era su película más personal, y quién se lo va a discutir. Que fue su padre –un empleado de Chevrolet por muchos años, fallecido el mes pasado a los 87– quien le transmitió buena parte de su pasión tuerca desde chico; que haberse criado en California –un lugar del mundo inconcebible sin ruedas– tuvo inevitablemente que ver en el asunto, y además, que se trata de un tema esencialmente norteamericano: de la producción seriada del fordismo como modelo industrial y económico para la forja de una nación autosuficiente, a las carreteras que comprimieron distancias, borronearon el paisaje y –al despojarlos del viajero que necesitaba parar para reponerse y reabastecerse– hicieron desaparecer virtualmente a todos aquellos pueblitos que salpicaban el mapa de la costa Oeste y el interior del país. Porque de eso trataba Cars: de los años ‘50 y su compleja noción de progreso; y Radiator Springs –hogar de todos los coprotagonistas de las aventuras de Rayo McQueen– no era otra cosa que ese pueblito extinto; y esa tensión entre pasado y futuro es la que se reedita entre el arrogante corredor moderno al que sólo le importa la velocidad (Rayo) y el curtido veterano que aprendió la lección hace mucho (“Doc” Hudson Hornet, la voz de la estrella-piloto Paul Newman en la que fue la última y sorprendentemente más taquillera ficción de su larga carrera), y que expresa una banda de sonido que incluye a Chuck Berry (cantando “Route 66”), a Hank Williams y a las especialmente poderosas “Real Gone”, de Sheryl Crow, y “Life is a Highway”, en versión de los Rascal Flatts.
La crítica podrá seguir despotricando contra Cars 3 y 4 su fábrica interminable de juguetes, pero nadie va a discutir al menos una cosa: que Lasseter revolucionó el dibujo animado en apenas más de dos décadas. Tal como lo anuncia una placa al principio de Cars 2, Pixar cumple 25 años este 2011; y en este lapso ha cambiado para siempre la cara de las películas que los chicos –y masivamente también los adultos– están dispuestos a ver. No se trata, por supuesto, de renegar de los grandes clásicos de Disney, porque la anciana Blancanieves de 1937 sigue siendo una obra maestra (al igual que Dumbo o Pinocho), pero lo cierto es que la animación digital –a la que Lasseter se le animó en una movida pionera tras apenas haber visto unas pruebas que se hicieron para Tron en 1979, cuando fichaba a diario para su primer trabajo en el entonces moribundo departamento de animación de Disney–, terminó por conseguir, con su velocidad, su profundidad y volumen, su brillo y su fluidez, que todas esas películas que Disney lanzó en los ‘90, y que eran todavía la vanguardia del medio (El rey León, Tarzán, Mulan, El jorobado de Notre Dame) quedaran atrás, quizás incluso lentas y demasiado chatas para nenes que nacieron en un mundo en el que ya existían el vaquero Woody y el astronauta Buzz Lightyear y Rayo McQueen. Las nenas hoy consumen –probablemente un poco por impulso de sus padres– el revivido y expansivo merchandising de las princesas como los nenes se fanatizan con el imaginario de Cars, pero a diferencia de lo que pasa con estos últimos, no todas las nenas parecen tan dispuestas a ver La Cenicienta de 1950, o siquiera La Sirenita de 1989, aunque peinen una y otra vez a sus muñecas rubia y pelirroja. Cars es el combo entero, la franquicia completa que desquicia a los menores, y en esa perfección técnica que se menciona casi siempre con desdén –y que alcanza un nivel de detalle abrumador en los diseños de las pistas del World Grand Prix de Cars 2– se despliega el laboratorio de las maravillas que vendrán. Con la compra de Pixar por Disney –que ocurrió justo en el punto más crítico de la relación entre ambas compañías, cuando estaban a punto de separar sus caminos para siempre–, la empresa del ratón también tomó una de las decisiones más importantes de su historia: puso a Lasseter al frente de los departamentos de animación de ambos estudios, lo cual terminó de convertir eso de que Lasseter es el nuevo Walt Disney en el lugar común más verdadero de la industria y la prensa cinematográficas.
En cuanto a Cars 2, bueno, no es mucho más que la comprobación de todo lo anterior: una película de verdad para chicos, la velocidad y el color (más velocidad y más colores), y apenas un argumento mínimo pero entretenido para los más grandes, en el que tiene lugar un homenaje al cine de espionaje inglés de los ‘60, protagonizado por Mate (esa grúa oxidada, dientuda y un poco hillbilly de la “América profunda”, que es el mejor amigo de Rayo y que creció a través de su propia serie de cortos, editados en DVD) y con Michael Caine, el eterno James Bond para pobres, proveyendo la voz de uno de los mejores personajes nuevos, Finn McMissile. En paralelo, se desarrolla una subtrama centrada en la guerra entre el “Big Oil”, las viejas y villanescas corporaciones petroleras, y las fuentes de energía alternativas, que los chicos de cinco van a pasar impecablemente por alto. Mientras tanto, desde el fondo van entrando en escena infinidad de autos nuevos de todos los tamaños y nacionalidades, además de barcos y aviones con ojos y pestañas, todos ellos potenciales nuevos juguetes. Juguetes perfectos que, vamos, de verdad, muchos de los que ya hace mucho que dejamos de tener cuatro, seis, diez años, estaríamos más que dispuestos a exhibir, como los encantadores objetos de colección que son, en los estantes de nuestras bibliotecas.
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