Hace un año ganó el Oscar, pero no para de rechazar ofrecimientos para filmar superproducciones millonarias porque no sabe qué hacer en cine. Mientras, sigue en la televisión: en Estados Unidos sigue como director de series como Dr. House y La ley y el orden; y en Argentina, hoy a la noche estrena El hombre de tu vida, con Guillermo Francella, un unitario con el que aspira a capturar a los televidentes que ya no ven TV de aire. Y a la espera del año sabático que no llega, Juan José Campanella aceptó hablar con Radar del largo camino que lo llevó hasta donde está: sus comienzos en una película de Porcel y Olmedo, sus epifanías en la calle Lavalle, su exilio en Nueva York, los videos de rock y rap, el oficio de las series norteamericanas, los rechazos acá y allá, los actores “buenos” que le dan bostezo, lo que perdió el cine, lo que ganó la tele, y hasta el remoto día de 1982 en que vio a un joven actor dramático en una obra gay llamado Guillermo Francella.
› Por Mariano Kairuz
Después del Oscar, ¿qué? El sentido común –o cierta fantasía colectiva de gloria que se confunde con el sentido común– parecería indicar que el mayor premio mundial de la industria del cine no puede hacer otra cosa que abrirle puertas a quien lo gana. Pero tras quince años viviendo –-estudiando y trabajando– en Estados Unidos, y otro tanto con un pie acá y otro allá asumiendo la dirección de varias de las series de televisión más populares de la actualidad (La ley y el orden, Dr. House, 30 Rock), a algo más de un año de su consagración definitiva con El secreto de sus ojos (uno de los mayores éxitos del cine argentino en los últimos treinta años, con casi 2 millones y medio de espectadores), Juan José Campanella dice no sólo no tener interés en filmar en Hollywood, donde rechaza proyecto tras proyecto, sino que además muestra cierto fastidio ante de la idea de tener que viajar para pasarse varias semanas filmando series, y confiesa incluso que ya no está muy seguro de querer seguir haciendo películas, ni siquiera acá.
Pero no, Campanella no está planeando un retiro desde la cima. Tal vez sea sólo que está cansado. “No se me ocurre ninguna idea para una nueva película, y ya hace tres años que filmé El secreto de sus ojos –dice–. Lo único que veo en mi futuro es un año sabático. Pero estoy trabajando más que nunca.” De hecho, no sólo no se retira del cine y la televisión argentinos sino que se encuentra embarcado en una larga, ambiciosa (y técnicamente abrumadora) producción de animación titulada Metegol, y esta noche estrena por Telefe El hombre de tu vida. El programa, que por lo que pudo verse hasta ahora tiene todo para convertirse en uno de los éxitos de la temporada, reúne a Campanella con el actor cuya imagen reinventó para el cine: Guillermo Francella. El programa que le restituye a Francella su bigote (afeitado para componer su impresionante y trágico Sandoval en El secreto de sus ojos), también aspira a darle el espacio para un personaje complejo, entre aquél que compuso en sus programas más recordados y exitosos, y el más contenido de los films en los que empezó a participar en los últimos años. Van a ser en total 22 episodios y lo encuentran a Campanella instalado en Argentina más firmemente que nunca desde que se fue a estudiar a Nueva York y comenzó a construir una carrera allá, hace 29 años.
Y si la fantasía de “pegarla” en Hollywood dispara muchas preguntas sobre los rumbos elegidos por Juan José Campanella (Buenos Aires, 1959), una charla con él puede resultar reveladora y hasta derribar prejuicios, a medida que, en la lista de experiencias, pasiones y hasta influencias del segundo argentino con Oscar a mejor película no sólo conviven Capra y Lubitsch con Ettore Scola, sino también Olmedo y Porcel, James L. Brooks (“Detrás de las noticias es una de las tres o cuatro mejores películas de los ’80”) y los Farrelly con Jim Carrey (“Tonto y retonto es la película con la que más me reí en mucho tiempo... hasta que apareció Borat”). Campanella se ha declarado alguna vez como “inevitablemente argentino”, y acaso para dilucidar el enigma del camino que pudo haber sido y de lo que fue, convenga desandar los pasos recorridos –del Río de la Plata a Hollywood, ida y vuelta– desde que el director de El hijo de la novia no era sino un estudiante de ingeniería electrónica en cuyo futuro no había ningún premio-de-la-Academia. Eran fines de los ’70 y Campanella era el potencial heredero de la larga cadena de frustraciones artísticas del lado materno de su familia. “Mi vieja se crió al lado de los estudios San Miguel, y se escapaba para ver las filmaciones; su primer novio fue el montajista de La guerra gaucha. Es decir, vivía en el mundo del cine cuando había estudios de cine, pero mi abuelo no le permitió nunca participar, así que era una gran actriz frustrada. Ella fue quien me llevó al cine desde muy chico. Un día, como hobby, empecé a estudiar cine de noche en el Grupo de Profesionales de Cine. Ahí tuve grandes profesores, como Aníbal Di Salvo y Aída Bortnik, pero no me animaba a meterme.” Fue en el verano de 1980, apenas terminado el primer año de ingeniería, que tuvo su primera gran epifanía. “Fue, lo recuerdo perfectamente, el 23 de febrero de 1980. En la Lugones vi Qué bello es vivir por primera vez, y cuando salí de la sala era otro. Pasé otros seis meses boyando, en una crisis total, hasta que en junio de ese año se estrenó All That Jazz. Fui a la primera función del jueves de estreno en el Atlas Lavalle y ya no volví más a ingeniería. Entre las dos me dieron un golpe tremendo; son dos películas que tienen que ver con sacrificar cosas aparentemente importantes en función de una elección de vida. En Qué bello es vivir ni James Stewart sabe lo que quiere: se pasa toda la película queriendo una cosa mientras que todo su ser es otra. Y en All That Jazz, el protagonista deja toda salud y cuidado por sí mismo por su pasión por el cine y el teatro. Para mí son películas totalmente compatibles. Tres o cuatro años más tarde, a principios del ‘84, cuando ya estaba instalado en Nueva York, Juan Pablo Domenech, con quien trabajo hasta el día de hoy, me lleva a ver Nos habíamos amado tanto, y ahí se completa mi troica fundamental.”
Durante un tiempo, dice, intentó insertarse en el medio local. Con Fernando Castets y Eduardo Blanco –“mis hermanos de la vida”– filmaron en 1982 la primera película de los tres: Victoria 392. Blanco será el primero en decir que es una película que ha quedado muy fechada, pero Campanella no muestra ese pudor: “Tanto a Eduardo como a Fernando las películas les quedan viejas enseguida –dice, entre risas–, pero a mí no: es una discusión que tenemos siempre. Pasa que Eduardo la volvió a ver muchos años después, en un VHS choto que se grabó con una cámara frente a la película proyectada en la pared. Yo hace como 15 años que no la veo, y es cierto que un poco de miedo me da, pero no por lo vieja que pueda haber quedado la película, sino por lo viejo que estoy yo, que actúo un poco. Pero no tendría problema en mostrarla si pudiera hacer un buen pase a video, corregir color. La película tenía mucho encanto; había una sátira de la época, un noticiero insertado en el medio que era una cargada sobre Gómez Fuente y su ‘Vamos ganando’. Empezó como la afición de unos pibes de 20, queriendo ser una especie de Juego sucio –el exitazo con Chevy Chase y Goldie Hawn– y mientras escribíamos el guión se estrena Y... ¿dónde está el piloto?, y nuestra cabeza de comedia pega un giro y de lo realista-policial pasa a ser un delirio, de gags, gags y gags y parodia de géneros, y la verdad que en la época era muy graciosa. Sí, Eduardo sufriría si la diéramos ahora, pero él estaba muy bien, muy gracioso”.
¿Y por qué te fuiste?
–Varias cosas confluyeron. Por un lado, veníamos de la mejor década del cine norteamericano y yo creo que del mundo, que fueron los ’70. Estábamos en dictadura y del cine que se hacía aquí sólo me gustaban Tiempo de revancha, de Aristarain, y las películas de Olmedo y Porcel. Yo hice mi meritorio de dirección con Te rompo el rating, que era de Porcel solo pero en la que –como acostumbraban– Olmedo tenía una participación. Fue genial poder ver trabajar a estos capocómicos: yo llegué a arruinar una toma con Olmedo porque no podía aguantar la risa. Como Te rompo el rating era la primera apta para todo público de las que hacían ellos, se filmaron un par de escenas sólo para el exterior, con Moria Casán en el vestuario, en tetas. Durante el rodaje de estas escenas, ella se dio cuenta de mi fascinación –hay que acordarse de lo que era Moria a principios de los ’80–. Yo tenía 20 años y una cara de bebé terrible, y ella, que vio que mis ojos no se despegaban de sus lolas, se me acercó, me las puso casi en la cara y me preguntó: ¿Qué te parece, Juanjo, doy ama de casa tipo clase media? Y yo me reía, tímido, jjiji, quedando como un pelotudo delante de todo el mundo.
Para quien creía que los ’70 habían dado el mejor cine del mundo, la nueva década en Argentina sólo parecía ofrecerle limitaciones. “Acá veía un techo muy rápido: había tres escuelas de cine y yo ya había ido a dos (el Grupo y la de Avellaneda) y era entrar todo el tiempo en discusiones de cine yanqui versus cine europeo, porque había en general entre los estudiantes un clima de menosprecio al cine norteamericano. Que ahora podría estar justificado, pero en ese momento yo no podía ver desde qué punto de vista una película de Tarkovsky podía ser mejor que Tarde de perros. Así que, para qué seguir discutiendo: me voy al lugar donde hacen el cine que a mí me gusta. Entré a la Universidad de Nueva York gracias a mi experiencia en cine, y el primer año me lo bancaron mis viejos, pero al segundo, con el aumento del dólar se les hizo muy cuesta arriba. Entonces pasó algo: como el montaje es lo que más me gusta, y no podía filmar, me dediqué a editar las películas de mis compañeros. Y tuve una suerte enorme: una chica pasó su material en la clase de montaje y la profesora lo destrozó diciéndole: “Esta película es incortable”. Llorando, la chica me dijo: Fijate qué podés hacer. La película ganó mejor montaje en la universidad, y la profesora me ofreció un trabajo como asistente de cátedra: eso me pagaba toda la escuela y me daba un sueldo de 350 dólares por mes, que para el pancho y McDonald’s que yo comía todos los días de mi vida, alcanzaba.”
Al final de los cinco años que pasó en la NYU, Campanella hizo, como tesis, un corto titulado El contorsionista, basado en una historieta de Trillo y Mandrafina que salió en la revista El péndulo. El contorsionista ganó el primer premio del prestigioso festival de cortos Clermont Ferran. “En enero de 1988 volví acá para quedarme, pero el único contacto que tenía era el de productores de publicidad, que me sacaron cagando, con una actitud de: ‘Vos creés que venís de Nueva York y nos vas a enseñar cómo hacer las cosas’. Así que en agosto del ’88 me volví a ir, no porque tuviera ganas, sino atrás del laburo: el corto había empezado a llamar un poco la atención. Y ya me quedé hasta el ’97 y no volví a la Argentina ni de vacaciones. Recién cuando terminé de filmar Ni el tiro del final fue la primera vez en nueve años que tenía algo de plata y tiempo, porque así es la vida del freelo: cuando tenés plata es porque estás trabajando así que no tenés tiempo, y cuando tenés tiempo no tenés plata. Aproveché y me vine: mi vieja empezaba a estar mal, y me agarró una especie de ataque de alcohólico sobrio que vuelve a probar; una recaída de Buenos Aires muy fuerte. Me junté con Eduardo y Fernando, volví a sentir lo que era una charla de café, una amistad aquí, y desde el ’97 a diciembre del 2002 fue como una transición, hasta que en el 2002 ya me vine y solo vuelvo a Estados Unidos para el laburo”.
El regreso a Estados Unidos tampoco fue fácil, cuenta Campanella, pero ahí empezaba un camino insospechado. “Empecé como montajista de videos de karaoke, que era una industria muy pujante. Dirigía Alan Taylor, que hoy es un director de televisión muy cotizado e hizo el piloto de Mad Men. Empezamos con grupos de rap de Nueva York, y después hicimos rock y pop, y lo más alto fue el video de ‘Downtown Train’ para Rod Stewart. Yo estaba convencido: esto es lo mío, acá estoy y acá que me quedo. Pero entonces surgen mi primera película, que es El niño que gritó puta, y los encargos de la televisión.” Aunque no los considera trabajos personales, Campanella no reniega de sus “horas de vuelo” dirigiendo capítulos de La ley y el orden o Dr. House. “Pero si bien trabajar en series me dio mucho entrenamiento, la serie es de sus creadores. House es de David Shore, aunque tenga 18 guionistas, él hace última pasada para unificar estilos. Sólo los que tienen un ojo muy afinado identifican diferencias en los estilos entre un director y otro, en ciertas cosas de puesta de cámara, en cómo se dirige al actor. Lo que puede variar es la manera en que el personaje actúa dentro de cada escena: la forma de decir algo puede esconder una herida, o funcionar más juguetonamente. Hacer series me dio horas de piso, de solucionar problemas, dirección de actores, que es lo único que no cambia del cine a la televisión.”
Con un pie en cada hemisferio, y filmando sus películas más personales entre capítulos de las series, Campanella empezó a definir un estilo. “Con El mismo amor la misma lluvia empezamos a trabajar el esquema narrativo de Nos habíamos amado tanto, All That Jazz y Qué bello es vivir: durante la primera mitad estás sembrando y la segunda mitad es guadaña. La segunda mitad de Nos habíamos amado tanto es una escena clásica atrás de otra; no hay escenas de transición, es pura carne, jamón del medio, y yo trato de hacer eso; no tengo tiempo para tiempos muertos en la segunda mitad, así que cada escena tiene que ser importante. Otra lección del cine clásico es lo que aplicamos en El secreto de sus ojos: el contexto político tiene que estar hasta ahí nomás, porque con Eduardo (Sacheri) nos dijimos: ‘Si nos metemos más, nos va a empezar a pedir más, y el tema tiene que ser como la Segunda Guerra en Casablanca, algo que está ahí, pero ni siquiera necesitás saber quién era Hitler para entenderla’. Pero hay además una cosa del guionista clásico de la que se habla poco, y es que en el cine norteamericano y en el italiano los personajes tienen un objetivo emocional muy fuerte, que va más allá de la trama de la película. Al cine clásico norteamericano se lo acusó de ser puro argumento, pero en realidad tiene mucha emoción; uno se engancha con las búsquedas y las necesidades emocionales de los personajes. En Qué bello es vivir, la búsqueda consciente del personaje de James Stewart es la de irse a otras ciudades, hacer rascacielos, y eso es lo que parecería ser el argumento. Pero en realidad estamos hablando de una persona para quien, emocionalmente, su objetivo es dejar una marca en la Tierra, en la vida, y de alguna manera ser inmortal; y no se da cuenta de que ya lo está haciendo mientras él cree que no. Si no estuviera este objetivo emocional, cuya ausencia es la marca del cine de hoy, la película sería una nada. Creo que el cine yanqui desde ya, y el mal llamado ‘de autor’, propone tesis a probar, objetivos argumentales, pero sus personajes no tienen ninguna búsqueda, ninguna necesidad emocional. También en el cine nacional hay un exceso de abulia que ha hecho que, para mí, haya ido perdiendo interés.”
Y por supuesto que después del Oscar aparecieron las propuestas de los estudios pero, dice Campanella, si en los ’70 peleaba con los otros estudiantes de cine por defender el valor del cine norteamericano, éste ahora no tiene nada para ofrecerle. Si antes del premio ya había quedado en la nada un proyecto con Adam Sandler (lo que terminó siendo Click, perdiendo el control), por desacuerdos sobre el guión y el casting, después del Oscar lleva rechazadas varias películas de alto perfil, entre ellas una de extraterrestres que le ofreció Sam Raimi y la nueva del agente Jack Ryan. “Todo lo que me ofrecían era así, cosas como Los 4 fantásticos 3; que es lo que terminan haciendo directores que salen de hacer películas independientes interesantes. Si por lo menos me ofrecieran El hombre araña, que es un superhéroe de mi infancia, diría ‘Vamos, total más aburrida que las que hicieron no podría ser’: una hora y media de tratar de tomárselo en serio, como si fuera una de Bergman, para después verlo 20 minutos saltando entre las cosas.” Ahora está evaluando si hace o no Heck, la adaptación de una saga juvenil que ha sido definida como una suerte de “Infierno de Dante para adolescentes”: “La estamos charlando, pero el proceso de desarrollo hoy es lograr que la película apele al mínimo común denominador. Era una idea para chicos transgresora, y tenía elementos que me hacían acordar a Melody, pero esos elementos se fueron eliminando. Uno de los personajes era Nixon, pero fue reemplazado por Al Capone, con teorías que son válidas: alguien que tiene que llevar cien palos verdes a una película me dice: ‘No hay pibe de menos de 12 que sepa quién fue Nixon’. Pero así se pierde el espíritu de los libros, que ofrecía un guiño para los adultos, que es lo que voy a ver cuando veo Toy Story o Shrek, y así ya no es una película que quiera hacer. Además, Los Angeles no me gusta nada para vivir, me pone nervioso, la he pasado muy mal en esa ciudad”.
La pregunta, entonces, además de Metegol: ¿qué hay en el futuro de Campanella? “La verdad es que así como estoy perdiendo las ganas de ir al cine, también estoy perdiendo las de hacerlo, me lo digo permanentemente. No sé cuál es mi futuro, pero el único futuro con el que sueño, aunque sigo trabajando cada vez más, es un año sabático: mejorar en el violín y en el pool”.
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