ARTE > FELIPE SALEM Y EL ESTADO DEL ARTISTA JOVEN CONTEMPORáNEO
Los artistas jóvenes actuales viven y enfrentan un escenario inimaginable en el siglo XX: hiperconectados, profesionalizados y a la vez empujados a una competencia feroz, hasta el último gesto ocioso puede ser convertido en obra para un sistema artístico voraz y en actividad permanente. La muestra del brasileño Felipe Salem expone estos problemas por partida doble: no sólo por la sencilla y graciosa lucidez de su obra, sino por la galería La Ene, un lugar nuevo que a fuerza de programas educativos, residencias, cursos y muestras busca un lugar de sosiego y producción mejor que la diletancia entre la rebeldía y la impotencia.
› Por Claudio Iglesias
Una colección de papas fritas apiladas en el suelo puede ser más que un gesto de minimalismo reverdeciente y aceitoso: puede ser una medida del cuerpo que debe encorvarse para observarlas, o del espacio en el que las papas fritas se encuentran exhibidas, o del poder adquisitivo o la edad del que las compró. Puede ser, también, la forma más rápida de pasar del tedio de mirar tv en un sillón a generar una pieza neoconceptual con lo primero que uno tiene a mano (es decir, contar y apilar papas fritas). Un zapatilla atada a una base de ladrillos huecos, una botella de plástico que puede servir para salpicar agua, un libro de arte universal abierto en la página de Velázquez con rueditas engrampadas en la cubierta. Acciones sintéticas y humorísticas como éstas son las que el espectador encuentra al visitar el Estudio abierto de Felipe Salem (San Pablo, 1985) en La Ene, el Nuevo Museo Energía de Arte Contemporáneo que funciona, hace casi un año ya, en las instalaciones de la galería Patio del Liceo. En palabras de Gala Berger, coordinadora de la institución, la muestra invita a “caminar, escupir, tomar, mirar y demás verbos”. Es que, a partir de ejercicios en su mayor parte escultóricos desarrollados en y para el contexto de exhibición en el que trabajó a lo largo de este mes, Salem pone el foco en la corporalidad del espectador, en un espacio de 3 x 4 metros que, en sí mismo, resulta algo distorsivo. Muy distintas entre sí en tamaños y actitudes, las piezas no se proponen como objetos, sino como instrumentos: como la forma de una herramienta cualquiera nos dice algo del material sobre el que va a utilizarse, pero también de la mano del que va a operarla, Salem interpela al público como un ser con altura, peso, pies y saliva: uno de los trabajos al que se accede luego de subir la escalera en caracol del empinado reducto museístico de dos pisos invita a los usuarios a masticar trozos de papel de colores y escupirlos en la pared. Otra de las piezas, que atraviesa ambas plantas, es una botella con un sorbete larguísimo que el visitante, desde lo alto, puede accionar para dejar una mancha de agua en el piso de cemento de abajo. Incluso aquellas obras eminentemente visuales (como las mirillas sobre dibujos a lápiz en la pared) se descubren relacionadas con usos y capacidades corporales, entre las cuales la visión aparece como una entre otras. Algunas a muy baja altura, otras muy altas y con banquito, las mirillas parecen un comentario sobre el cuerpo de quien observa a través de ellas. Del otro lado, lo que se ve son dibujos a lápiz muy simples, con algo de grafiti de pupitre: una risa, un cuerpito, un pito. Cosas típicas, en parte inspiradas por las irregularidades de la pared. Además de la cuestión de las escalas y las medidas, otro denominador común de los trabajos de Salem es una especie de personaje que se va trasluciendo en distintas situaciones: una suerte de adolescente rebelde que escupe papeles, salpica con agua y dibuja groserías en las paredes de una institución que, a su vez, merece un comentario aparte.
Según su directora, Marina Reyes Franco (San Juan, Puerto Rico, 1984), La Ene surgió como un esbozo de crítica constructiva al sistema del arte en Buenos Aires, donde, como es sabido, no existía un museo de arte contemporáneo. Sin embargo, la ciudad (como muchas otras ciudades del mundo, en las últimas décadas) asiste a un crecimiento exponencial de su escena artística. La galería Patio del Liceo en la que está ubicado el museo es el mejor ejemplo: desde hace unos años, funcionan allí muchísimos emprendimientos de artistas jóvenes, desde su fundación como foco hipster cuando la pionera galería Mitre abrió sus exiguas instalaciones en lo que era el piso inferior del estudio de diseño de Nicolás Barraza y la pared posterior de la librería Purr, de Marina Alessio. Tras esa primera ola de pioneros, otros locales se fueron cargando de proyectos independientes o comerciales, alternativos o filosóficos, pero indudablemente contemporáneos en su formulación. La Ene, en este contexto, funciona como una posible alternativa institucional a tono con el ritmo de la expansión comercial y profesional de un sistema artístico en el cual antes incluso de salir de la universidad, los artistas ya pueden contar con numerosas vías de inserción. Con varios programas educativos en curso, un laboratorio de pensamiento crítico a cargo de Sofía Dourron, una “oficina de legales” dirigida por Leandro Tartaglia, un programa de residencias y un calendario de muestras que ya contó con una exhibición colectiva de artistas de Puerto Rico (Nuestro Negocio es la cooperación: Boricuas Bestiales, en abril pasado), el museo le dobla la apuesta a la escena de arte joven de Buenos Aires, abriendo el diálogo con otros espacios y artistas del mundo, como un equipo de radioaficionados buscando hacer contacto con frecuencias amistosas en un circuito en expansión, un poco a través de flickr, un poco a través de los viajes, un poco con financiamiento privado y un poco con subastas. Por el programa de residencias ya pasaron Hsuan Lin, de Taiwan, y Nicolás Sarmiento. Salem, que vive en San Pablo, es el tercer residente, y su estudio abierto es su primera muestra individual.
Ambos, artista y museo, forman parte de un nuevo tejido de relaciones institucionales que crece en torno de una posible redefinición del rol del artista joven. La característica de esta nueva situación es una conjunción de hiperprofesionalismo, interconexión y stress que se desmarca de todos los modelos del artista “nuevo” del siglo XX, y que hubiera dejado sin palabras a Caetano Veloso cuando preguntaba “que juventude é essa” frente al recordado público del festival de música popular brasileña de 1968, que le cuestionaba la guitarra eléctrica. Ni excluidos del sistema ni totalmente asentados en él, ni marginales ni exitosos, los artistas que hoy en día están iniciando su trayectoria se encuentran con un paisaje de inserción que hasta hace pocas décadas era impensable, pero que simultáneamente resulta extremadamente competitivo. En el universo del arte, la eclosión de un nicho de trabajo específico para los jóvenes en la forma de residencias, programas de artistas, galerías incipientes, ferias de toda índole, etc., condiciona sin dudas la producción que puede circular por esos espacios. Los signos de cultura joven que deambulan dispersos en las muestras típicas de artistas emergentes hablan más de la pérdida del ocio que de los ritos culturales que el ocio hacía posibles, y que a su vez alimentan esos mismos signos: el legado del rock, las culturas de Internet, la indumentaria deportiva y el hangout en el espacio público en sus distintas modalidades son puras expresiones de deseo en una juventud expuesta a la síntesis de precariedad y esplendor que acarrea el ser profesional, como no ocurría hace muchas generaciones. Procrastinar, el verbo con el que mejor se autodefine la cultura joven de los últimos años, es justamente lo que no pueden hacer los jóvenes: incluso si pierden el tiempo están produciendo creatividad para un contexto económico de reciente emergencia.
En el caso de Salem, las referencias al mundo del ocio joven (zapatillas, papas fritas chip, botellitas de agua, etc.) toman cuerpo en acciones en las cuales se insinúa angustia por el legado actitudinal de la juventud (como grafitear las paredes o escupir el techo), cuyas metáforas se disgregan entre la rebeldía y la impotencia. Al señalar permanentemente una diferencia de escala entre el cuerpo del espectador y la obra en exhibición, Salem parece preguntarnos en qué medida el sistema del arte actual está hecho a la escala de quienes lo habitan y reproducen, y no al revés, es decir, si son los artistas los que pueden definir nuevas ideas de lo que es el arte o si es el medio profesional el que determina qué significa ser artista hoy en día, como una especie de lecho de Procusto. La pieza que mejor presenta esta situación son las dos zapatillas atadas a sendas columnas de ladrillos. Inspirada en una pieza de Boccioni (una dinámica escultura en bronce que forma parte de la colección del MAC USP), la escultura de Salem invita al espectador a calzarse y ganar un metro de altura, pero también le impide moverse. Ponerse los zapatos del artista, parece decirnos, es quedar detenido, soportando bajo los propios pies un peso inmóvil, en una escena que podría parecer mitológica: la del artista joven globalizado y veloz que no puede ponerse en marcha, hundido por el peso de sus tareas y las limitaciones de su esfera de trabajo.
Estudio Abierto
Felipe Salem
Nuevo Museo Energía de Arte Contemporáneo
Av. Santa Fe 2729 local 24 (1er. piso),
Ciudad de Buenos Aires
Martes, miércoles y jueves de 15 a 19
(Versión para móviles / versión de escritorio)
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