Domingo, 7 de agosto de 2011 | Hoy
Por Marcos Zimmermann
En Jujuy, el territorio se hace verde hacia el este, y menos quebrado. Lo que al oeste de la provincia es puna seca y tierra de soles calcinantes que arden los pedregales, se convierte hacia el oriente en una selva inextricable y húmeda de yungas, atiborrada de lapachos, afatas, cebiles y urundeles. En ese punto cardinal de la provincia, repleto de follajes cetrinos y glaucos, plagado de mosquitos que tienen el tamaño de las chinches y pican como yararás, el mismo diablo que allá en el altiplano llora coplas en las cajas durante los nueve días de febrero en que resucita como rey del mundo, se transforma aquí, en el este, en un demonio diferente: más alegre, pero también mucho más pobre.
Sucede esta transfiguración en el Carnaval del Pin-pin, nombre derivado de un tambor hecho con el tronco del palo borracho y del baile que realizaban los primeros chaguancos alrededor del foso que abrían en la tierra para agradecer a la Pachamama; un ritual orgiástico ancestral concebido para celebrar la primera cosecha de algarrobo del año, la renovación de la sangre y la constitución de nuevas parejas. Hoy queda, en esta región, sólo lo festivo de aquel rito: la música desmesurada, los acullicos de coca rodando en las bocas, las borracheras hasta la inconsciencia y la alegría con que tratan de compensar la miseria y el olvido los pueblos aborígenes más pobres de nuestra patria presentes en el área.
Fluye este Carnaval en poblaciones pequeñas de esa zona extrema, situada apenas más acá de donde la Argentina se acaba. Una región que dominan dos ciudades: Libertador General San Martín y Ledesma. O, Ledesma-Libertador General San Martín porque, en realidad, ambas son casi una misma urbe continua. Uno se topa con ellas cuando toma la ruta 34, que llaman “El ramal”. Estas localidades son conocidas porque, en una, nació el Burrito Ortega; en la otra, una de las familias más tradicionales de la Argentina posee el ingenio azucarero más próspero del país; y porque, en julio de 1976, su pueblo se durmió con un apagón general y se despertó con treinta ciudadanos menos. Esto, sin contar con que, pocos días atrás, y en coincidencia con el mismo día de aquel julio, el brutal desalojo de un terreno perteneciente al ingenio sumó otros cuatro muertos jovencísimos a esa lista ignominiosa.
Un día de los años ‘90, mientras estábamos haciendo el libro Norte argentino, la tierra y la sangre, con mi asistente, Jorge Lynch, salimos de Libertador General San Martín rumbo a un pueblo vecino que da nombre a las naranjas más famosas de la Argentina, para fotografiar una casa llamada Sala Calilegua, de los dueños del ingenio. La casa, uno de los patrimonios históricos más antiguos de la Argentina, fue construida en 1752 por el coronel Gregorio de Zegada, entonces gobernador de Jujuy.
El administrador que nos recibió tenía los cachetes rojos, y en cuanto le explicamos el motivo de nuestra visita, abrió la Sala de par en par, para que la fotografiemos. Rodeada de cañaverales, la residencia posee un estilo colonial, bello y sobrio al mismo tiempo. Fotografiamos el frente, el antiguo patio y las amplias galerías. Pero, en un momento, el hombre abrió la puerta de un cuarto diminuto y me dijo:
–Este es el cepo.
–¿En esta casa de los Blaquier hay un cepo? –pregunté asombrado.
–Era para los que se portaban mal –respondió, risueño, el anfitrión. –Está en esta casa desde su construcción... y, por supuesto, en desuso –aclaró enseguida.
Lo fotografié.
Años después, y gracias a un intermediario, envié una bella fotografía de la casa a la familia, como muestra de gratitud por la cordialidad de su administrador. Nunca me agradecieron el envío. Pienso que la foto se perdió. Vaya aquí otra fotografía, esta vez de aquel viejo cepo virreinal, verdugo de antiguos pueblos parecidos a éste que, todavía hoy, muere por la tierra y emborracha su endiablada miseria en el Pin-pin. Ojalá, esta vez, haya respuesta. Para esos pueblos, quiero decir.
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