Domingo, 7 de agosto de 2011 | Hoy
CINE > UN MUNDO MISTERIOSO, DE RODRIGO MORENO
Una pareja joven se separa y él empieza la dolorosa, desconcertante y a veces absurda deriva del hombre que regresa a la soltería. Sobre las ruinas de los ritos compartidos, los vínculos disueltos y en un mundo novedoso e indiferente a la vez, vuelve a descubrir –y los espectadores con él– que todo es posible y que cualquier cosa puede pasar. Y que ahí reside la maravilla de un relato.
Por Alan Pauls
Dos de los misterios que llaman la atención en Un mundo misterioso son el gusto de Boris y Ana por la soda en sifón y el sueño en el que Boris descubre a Ana muerta en el piso, silueteada con tiza por un perito que le impide acercarse a su cuerpo. Son misterios difíciles de comparar porque funcionan en niveles distintos (uno es semántico, el otro formal), pero sirven para demostrar hasta qué punto el film de Rodrigo Moreno está comprometido con la idea de interrogar la dimensión de incertidumbre que anuncia desde el título.
La soda en sifón se repite varias veces; es el ritual de amor que la pareja de Boris y Ana –a cuyo desapasionado estallido asistimos en los primeros minutos de la película– sigue conservando en la fase de separación. Piden soda en sifón (que no pagan) cuando se encuentran en un bar, se ofrecen soda en sifón –como quien dice cerveza o café– cuando se ven en la casa que ya no comparten. La soda en sifón es un hábito común, vagamente transaccional, que reproduce no pocos rasgos de la idiosincrasia amorosa de la pareja: medio tono, sobriedad, cierta falta de energía, la creencia en la sustentabilidad de lo insípido, el arcaísmo como lugar común sentimental. Pero también es un indicio de cultura: el síntoma de una calidad de vida modesta, artesanal, (injustamente) pasada de moda, que excede a los personajes y tiñe la “calidad de arte” de la película entera, induciéndola a flotar en un mundo donde no hay voluptuosidad que no esté veteada de anacronismo. (Empezando por la voluptuosidad urbana: la Buenos Aires que Boris barre con sus derivas de separado es una ciudad homogeneizada por el arcaísmo. No hay contrastes bruscos, ningún vértigo, cero agresividad: una ciudad de provincia, monocromática y continua, estancada (y embellecida) en la idealización de una era previa al brutal proceso modernizador de los ’90, la peste del design y la autoconciencia tilinga que nos contagió el auge del turismo internacional).
Con la escena del sueño la apuesta se duplica. En principio, porque nada la hace esperar: nada en el personaje de Boris, que –lastimado como está por el abandono– no parece capaz de alentar contra su chica deseos tan drásticos de venganza; nada en la película, cuyo registro dominante –la constatación– vuelve improbable todo exabrupto fantástico (en particular las digresiones oníricas). Moreno entra al sueño un poco como lo hacía Buñuel, sin anestesia y por corte, obviando las advertencias que suelen preparar al espectador para esos trances de perplejidad –cambios de luz o de velocidad, enrarecimiento de la imagen, temblores, manipulación del sonido–, y se instala en la escena con la misma perspectiva exterior, la misma mezcla de curiosidad y distancia con que ha filmado y filmará la “vida real” de sus personajes. Sólo el plano inmediatamente posterior –Boris durmiendo: la escena de Ana muerta lo sorprende estrenando su camita de una plaza en el hotel Ayamitre, donde se asila durante toda la película– permite pensar que lo que vimos era un sueño.
Tal vez haya entre esos dos misterios más intimidad de lo que parece. Quizá la relación de indiferencia entre el plano de Boris comiendo pan lactal con ketchup de sobre (su primer menú de separado) y el plano trágico del sueño de la muerte de Ana ilustre cierto principio de igualdad entre las imágenes, cierto democratismo a ultranza que sostiene la película (y quizá la poética general) de Moreno. En ese sentido, la separación amorosa –el big bang dramático del film, que Moreno resuelve en una escena de post sexo notable, rodada en un plano fijo, al estilo Eustache– no hace sino condensar y dramatizar esa suerte de tabula rasa a la que es preciso reducir las imágenes para que algo pueda suceder. Se diría que para Moreno las imágenes son, deben ser, tan iguales entre sí como las chicas que Boris contempla en el colectivo con su joven mirada de separado, sin rapacidad pero con una atención que siempre dura un poco más de lo que debería. Cada una a su manera, todas son bellas y deseables y encierran un misterio. Pero ese misterio sólo se explica porque son iguales. Y lo que las vuelve iguales es el hecho de que sean todas igualmente posibles.
Con su aire taciturno y abstraído, su dejadez, su motricidad entre desganada y compulsiva, Boris (el formidable Esteban Bigliardi) es un hombre sin atributos, pero no porque no haya nada que decir de él sino porque está parado en un umbral. Lo que lo define es lo que aún no ha hecho, ni vivido, ni siquiera pensado: es todo lo que puede hacer, vivir o pensar. El separado es el hombre de todas las posibilidades; incluso, y sobre todo, las ridículas (hacer abdominales fumando), las épicas (salir a la ruta con un coche rumano copiado del Renault 6), las audaces (abalanzarse sobre la chica que no lo ha mirado durante la fiesta y besarla), las desoladoras (viajar a Colonia tras sus huellas y quedar en banda en el puerto).
En un desliz retórico del film, contrariando a alguien que objeta un best seller porque “no pasa nada”, un personaje dice: “Está bueno que no pase nada. ¿Por qué tiene que pasar algo?”. La frase suena como una chicana contra los que atacan a cierto cine argentino por su anorexia de peripecias, pero es retórica porque carga sobre la película un sayo que no le corresponde. A Un mundo misterioso no le interesa que pasen cosas (en el sentido más banal de la palabra), pero tampoco que no pasen, o que lo que pase sea precisamente que no pasa nada. Le interesa sólo lo que pueda pasar. Le interesa algo muy delicado y preciso, algo invisible: la posibilidad de los acontecimientos. Ese es el único misterio verdadero al que se asoma el film de Moreno: el misterio de la posibilidad.
Tanto le interesa que incluso lo explora cuando pone en peligro a la película misma. La primera vez, en la escena del colectivo, cuando Boris se baja en una parada y la cámara, que sigue a bordo, lo deja desaparecer y filma sin moverse el recorrido del colectivo durante unas cuadras, hasta que se detiene en una parada y sube Ana. La segunda, cerca del final, en la escena del lobby del Ayamitre: después de compartir con el conserje y un amigo un rato de música por televisión, Boris sale de cuadro y sube a su cuarto; la cámara lo olvida y se queda quieta en el lobby, atenta al televisor y al movimiento de los dos personajes secundarios, hasta que Boris reaparece, pasa tan cerca de la cámara que es casi una mancha, y sale del hotel despidiéndose. No son sólo dos escenas rigurosas, bien pensadas, notablemente encuadradas. Son decisivas, y lo son porque allí Moreno se atreve a hacer lo único que no debería hacer: renunciar a su personaje principal (que es –como ya lo era el bodyguard de Julio Chávez en El custodio– el que le da al film su tono muscular, su temperatura afectiva y su estilo, el que lo forma a su imagen y semejanza), destituirlo inesperadamente y poner en su lugar una incertidumbre, el misterio inquietante de una posibilidad: ¿y si la posta del relato, ahora, de golpe, cambiara de manos?
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