CRóNICAS > LA BIENAL DE VENECIA POR MARCOS LóPEZ
Como todos los años, Venecia recibió a la Bienal de arte contemporáneo. Lo que no sabía es que recibía también a Marcos López, el fotógrafo santafesino que ha hecho de la cruza del pop y lo local una manera brillante de capturar las tensiones, los contrastes y las contradicciones de la cultura visual contemporánea. Cámara en mano, capturó lo que veía y escribió esta crónica implacable sobre el absurdo, la banalidad y el sinsentido del circo moderno.
› Por Marcos Lopez
Llegué a Venecia al amanecer. Totalmente abombado. Bajo los efectos de una pastillita milagrosa para el jet lag que me recomendó un galerista amigo de Miami. Además de ponerme paranoico todo el viaje, me dio mareos, baja presión y náuseas, motivadas no por las pastillas sino por la digestión lenta y la presencia permanente en la garganta del sabor a “pollo o pasta”, el pastiche gomoso que ofrecen últimamente como carcelaria opción de cena en las apiñatadas clases turista de cualquier vuelo que te lleve desde Buenos Aires a Europa.
Descompuesto y estresado, al llegar confirmé que perdieron la valija en la escala de Barajas y tuve que enfrentarme, en ese estado de fragilidad emocional, con la dura realidad de comprobar que no entiendo ni puedo hablar absolutamente nada en italiano. Los japoneses que estaban en la misma cola para el reclamo de equipajes hacían los trámites de forma mucho más tranquila y eficiente que yo, que siempre me creí que podía entender ese idioma, supuestamente tan familiar.
Nací y crecí en un pueblo del medio del campo, en la provincia de Santa Fe. Una zona que se conoce como “la pampa gringa”, un cuadrilátero que se forma uniendo con rectas imaginarias las ciudades de Rafaela, Esperanza, Sunchales y San Francisco (que está justo en el límite entre Santa Fe y Córdoba). Todas colonias de inmigrantes europeos. La mitad de los compañeritos de mi escuela tenían abuelas italianas que estaban todo el tiempo gritando, protestando, puteando, maldiciendo a la porca madonna, diciendo vanffanculo!, intercalando una palabra de cada tres en dialecto piamontés, toscano o friulano. Sonaban iguales. Todo era italiano. Ese recuerdo está presente hasta ahora como el olor de la bagna cauda. Será por eso que creía que entendía el idioma. Finalmente terminé hablando inglés básico y, a pesar de que tengo certificado del nivel tres aprobado por la Cultural Inglesa de Rosario, algo debo haber dicho mal, porque mandaron la maleta a un hotel con el mismo nombre pero en otra ciudad, y recibí la valija, con la ropa, cuatro días después, ya casi cuando regresaba.
No sé por qué hablo de todo esto. Debe ser porque me cuesta ir al grano: Venecia, el arte contemporáneo y la bienal. Hace un tiempo que lo intento y no consigo tener una opinión. No puedo hacer foco. Sólo el hecho de proponerme escribir algo sobre arte contemporáneo me paraliza. Me gusta pintar, dibujar, tomar fotos, hacer videos, objetos, escenografías en forma continua y compulsiva. Pero nunca pude terminar de leer una nota, un prólogo, una crítica, ni un libro sobre arte, ni siquiera los que hablan sobre mi propia obra.
Me dan ganas de irme por las ramas. Esquivar el bulto. Sacarle el cuerpo. Con el tiempo, fui aceptando que la dispersión puede ser un camino posible para llegar al objetivo: cómo contestar la pregunta “¿qué te pareció la Bienal?”. Cuando me vi obligado a responder, salí del paso repitiendo algunas frases que le escuché decir a Eduardo Stupía en una entrevista que se puede ver en YouTube.
Los vericuetos, las digresiones, las escalas, pueden ser más interesantes que el lugar de llegada. Siempre me gustó más tomarme una cerveza con salame en los bares de la ruta que cenar en el mejor restaurante de la ciudad de destino final.
Como dijo el poeta: caminante, no hay camino sino huellas en la mar. Mientras rime, todo vale. Ir por el camino de la obviedad para llegar a la esencia del problema.
Se dice que a Andy Warhol, maestro de los maestros en el arte de hacer un personaje de sí mismo, provocar, jugar con el lugar común y desacralizar el arte cuando escriben la palabra con mayúsculas, en su primer y único viaje a Madrid, en 1983, lo llevaron al Museo del Prado, en una comitiva presidida por la reina Sofía, con decenas de periodistas y gente del ambiente a su alrededor. La visita duró menos de 15 minutos, miró los cuadros de reojo, y sólo se detuvo –exagerando teatralmente los elogios– frente a unas copias al óleo de los grandes maestros que estaban a la venta para los turistas en la puerta del Museo.
Algo parecido me pasó en la Bienal. Ya aprendí que hoy en día la originalidad no tiene valor por sí misma. Se da por entendido que todo ya fue. Ya se dijo. Me entretenía más mirando las ropas de las mujeres que paseaban entre las obras hablando sin parar con sus iphone 4, los zapatos caros y puntudos de los hombres, los carteles publicitarios de Mario Testino que cubrían el edificio de la Plaza San Marcos, los souvenirs...
En cuanto a las obras, mi sensibilidad de apreciación funciona como la de un provinciano que va por primera vez a la gran ciudad. Cuando fui el año pasado a Times Square, en Nueva York, estuve media hora paralizado mirando con la boca abierta los carteles publicitarios digitales de 50 metros de alto. Esta vez en Venecia me pasó lo mismo frente a un tanque de guerra dado vuelta donde un atleta corría en una cinta de gimnasio y daba la sensación de que con su fuerza física hacía mover todo el engranaje.
Caigo en las trampas de los golpes de efecto. La situación visual, con el agregado de una banda sonora amplificada, era tan cautivante que parecía un show publicitario. Podría haber estado en la Feria de las Naciones de Parque Norte o en un evento de Punta del Este en plena temporada. Finalmente, La Biennale es una feria. Por momentos, la memoria, tal vez por el sol de primavera que se filtraba entre los árboles de los Giardini, me llevaba hasta las ferias agrícolo-ganaderas de los pueblos de mi infancia, donde mi padre me llevaba a ver las máquinas de cortadoras de trigo amarillo fuerte, los tractores verde brillante, las promotoras con sus minifaldas rojas, pelos rubios estilo barbies, los paisanos, los puestos de comidas. Felicidad total.
Me gustó tanto el tanque de guerra que lo filmé 15 minutos sin cortar la cámara con la idea de poner el plano completo en alguna experiencia de video art. La obra representaba una parte del envío oficial de los Estados Unidos, justo el país que está metido en todas las guerras del mundo, y supuestamente el tanque dado vuelta era un alegato para la paz. Mejor no entrar en detalles. Cambio de frente y tiro cruzado al lateral derecho.
Vienen otras imágenes de la Bienal: las fotos/posters de Cindy Sherman que –con todo respeto– me parecieron más de lo mismo, el pabellón de Francia, donde había un gran despliegue de caños Acrow muy bien cromados y cintas sinfín de acetato con caras transparentes de bebés de Christian Boltanski que funcionaba muy bien, muy acompasado, pero no me movió ni un pelo en cuanto a provocar una vibración emocional-poética. Lo que espero del arte. Había un gran Tintoretto, una versión de la última cena maravillosa, que de tan oscura que era no se podía ver, porque todas las paredes eran tan blancas, y había tanta gente, tanta luz entrando por las ventanas, tantos reflejos sobre el óleo negro, que fue mejor mirarla a la noche, tranquilo, en la doble página central de catálogo en el cuarto del hotel. Y, nobleza obliga (y no lo digo por la cercanía patriótica, sino por la contundencia poética), tengo que citar la obra del joven Adrián Villar Rojas. Un sótano como diseñado por Gaudí, castillitos de arena marrones abandonados al atardecer en alguna playa de la costa del Paraná, y mazmorras dantescas de la escenografía de una puesta teatral de Alicia en el país de las maravillas hechas por una cuadrilla de albañiles paraguayos en trance de ayahuasca. Talento. Delirio gauchesco. Circo criollo. Transpiración. Trabajo, trabajo y trabajo. Forma y contenido.
El problema de la bienal es que cuando se llega a los pabellones para ver las obras uno ya está agotado por todo lo que tiene que ver en el camino. El peso del entorno. Hay que atravesar primero la nube de turistas tomando fotos y caminando como rebaño de ovejas por cada centímetro cuadrado del malecón central. Ya lo escribió y lo describió en forma maravillosa Susan Sontag en su libro Sobre la fotografía, y lo fotografió como nadie el británico Martin Parr. Pero el tema del turismo y el porqué la gente toma fotos sigue siendo totalmente apasionante y develador. Describe mejor que nada el mundo contemporáneo. ¿Para qué lo hacen? ¿Por qué lo hacen? ¿Qué sienten?
Algún día, si pueden, hagan la prueba de quedarse veinte minutos parados en el medio del puente que cruza el riacho donde está el Puente de los Suspiros, a una hora pico, en verano, en temporada alta, y miren las caras y la postura corporal de los turistas. Parece que nadie sabe para qué ni por qué está allí. Las caras de agobio. Los ceños fruncidos. Los sombreros. Las pieles rojas por el sol. El esfuerzo que significa ser turista. Finalmente, casi a mi pesar, terminé haciendo la foto de la foto de la foto. Copia de la copia.
Para descansar, me senté en un costado del puente, en el muelle, con los pies casi tocando el agua y traté de estar lo más cerca posible de un grupo de gondolieri que estaban descansando. Funcionó como cable a tierra. Los tipos conversaban igual que los taxistas que están en La Boca en la esquina de Caminito al lado de la Fundación Proa: como si los miles de turistas que pasan a cinco metros no existieran. Escuché sus chistes y su preocupación por el partido de fútbol del día anterior. No entendía casi nada, pero me daba cuenta del tema del que estaban hablando. Nos unía una cercanía cultural, algo terrenal, que me sacó la paranoia de no saber dónde estaba parado en el medio de la multitud tratando de aprovechar el tiempo para ver “las obras de arte”.
Pero haciendo un balance a la distancia, lo que más me impresionó, lo que más placer visual me causó, fue el hecho de mirar los barcos. Los barcos de turistas, que parecen ciudades flotantes, edificios de cinco pisos con toda la gente mirando por los balcones. Los vaporettos, que parecen las lanchas del Tigre un domingo a la tarde, la practicidad que tienen los empleados marineros y choferes para estacionar, para amarrar, para esquivar a los otros vaporettos... Los barcos de la policía zigzageando a toda velocidad con la sirena a todo volumen, las lanchas taxi... Pero lo más fuerte, claro, simbólico y potente, fue el súper yate Luna del megamillonario ruso Milan Abramovic aparcado en la mismísima puerta de entrada a La Biennale. Mide como una cuadra y tiene el alto de un edificio de cuatro pisos. En la parte de arriba, toda clase de radares súper sofisticados. Las balsitas de emergencia son más grandes que cualquier yate de fin de semana de los que se pueden ver en el puerto de San Fernando. Algo realmente obsceno.
La imagen del barco, siempre con ocho o diez guardias alrededor y un cerco de alambre que lo rodea, se completa con el contraste visual, político, económico, de unos muchachos africanos, al costado del mismo barco, que venden carteras Gucci truchas a los paseantes. Acá les llaman “manteros” a ese tipo de vendedores ambulantes. El simple hecho de unir con la mirada esas dos imágenes, mirar la cara del muchacho, leer sus ojos, imaginar su pasado, su infancia, sus primos o parientes lejanos, almas gemelas que tratan de cruzar en pateras el estrecho de Gibraltar a la altura de Ceuta y Melilla para llegar a España, navegando tal vez a la misma hora, por las mismas aguas y por el mismo mar que el yate de Abramovic a velocidad crucero hacia Venecia, con la tripulación en sus puestos y todo perfectamente controlado para llegar a horario al cóctel de inauguración de la Bienal.
Abramovic tiene 44 años. Murió su mamá cuando tenía 18 meses y su padre cuando tenía cuatro años. Lo criaron unos tíos en el norte de Rusia. La vida lo hizo fuerte. Además de ser dueño del club Chelsea, está de novio con una ex modelo –Daria Zhukova– que acaba de abrir una galería de arte en Moscú en diciembre pasado, donde para la fiesta inaugural fue invitada a cantar Amy Winehouse en un evento privado para 300 personas. Dicen las revistas que Amy estuvo divina. Angelical. Cantó con un vestidito amarillo con manchas de leopardo, cobró un millón de libras y se pegó la vuelta a Londres a los pocos minutos de terminar el show.
Está de más el comentario de lo frágil que es todo.
No sé de dónde saqué que tiene algún sentido tratar de resolver la desgarradora ecuación entre una repartija de recursos más humanizada en el mundo y la función que juega en la sociedad el arte contemporáneo, o si finalmente nosotros, los artistas, somos un entretenimiento casi igual que el fútbol, o la moda... Me canso sólo de intentar darme una respuesta.
Me siento en un bar al atardecer a tomar Fernet Branca. Se me ocurre la idea que para la Bienal que viene la Argentina podría adelantarse a Milan Abramovic y alquilarle esa zona de amarras a la administración de puertos de Venecia, y llevar la Fragata Libertad como si fuera una obra. Una performance viviente. Con Soledad, el Chaqueño Palavecino, Los Chalchaleros, con puestos de artesanías típicas de todas las provincias... Shows de malambo, boleadores...
Saldría caro, pero sería un golpe de prensa internacional asegurado. Prestigio para el país a escala mundial realmente innegable. Mejor lo mantenemos en secreto. No vaya a ser que lea la nota algún curador chino, y me copie la idea y mañana mismo ya esté gestionando los permisos para hacer algo parecido. Pero con un barco más grande.
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