Dom 04.09.2011
radar

El cuerpo eléctrico

› Por Tom Junod

Nadie jamás ha muerto de la manera en que Steve Jobs está muriendo. Otros han muerto de cáncer. Otros han muerto bajo la mirada pública. Puede que otros hayan muerto incluso a lo largo de sucesivas entregas públicas, y que cada una convertida en declaraciones a partes interesadas como empleados y accionistas. Pero nadie ha muerto jamás con la inexorable lógica de su muerte alimentando una lógica de expectativa que él mismo ha vuelto inexorable; que él mismo ha creado y erigido.

Otros hombres han tenido que decirle al mundo que se están muriendo. Steve Jobs debe decirle que está muriendo a un mundo que se está muriendo por saber cuándo saldrá finalmente el iPhone 5.

Esto no quiere decir que no lo amemos. Esto quiere decir que lo amamos por haber reescrito el lenguaje del progreso tecnológico. Antes de Steve Jobs, se entendía que el progreso de la máquina era principalmente mecánico –que era de la máquina misma antes que de la gente que lo soñaba para que lo fuera–. Eramos arrastrados hacia el futuro por la Ley de Moore, la duplicación de la capacidad del chip de computadora que se repetía cada dos años. Era milagroso pero inhumano, una ley del hombre que tenía la fuerza inmutable de una ley de la naturaleza, y el hombre que fue su principal beneficiario, Bill Gates, la honró haciendo productos milagrosamente inhumanos.

Eso terminó cuando Steve Jobs regresó a Apple en 1997 y comenzó a hacer computadoras en colores cancheros como preludio para la fabricación de computadoras que eran realmente cancheras. De ahí en más, ya no íbamos a ser arrastrados hacia el futuro por incansables y despiadados circuitos y una compañía que dependía de violaciones de las leyes antimonopólicas; íbamos a ser guiados por un hombre que sabía cómo proveernos un interés arraigado en nuestro propio progreso, que sabía cómo hacer que el progreso pareciera una cuestión de elecciones, que sabía cómo describir el progreso en el lenguaje coloquial que queríamos usar, que era el lenguaje de la niñez. Por supuesto, llevó un tiempo. Pero Steve Jobs usurpó la autoridad cultural de la Ley de Moore, y con ella la idea de que el progreso tecnológico era algo que ocurría tanto inevitablemente como por fuera de nosotros. El progreso era inevitable, OK, pero porque nosotros lo quisimos así; porque nosotros, como él, queríamos cosas que fueran impecables y asombrosas y cancheras. Podemos decir que Steve Jobs humanizó el progreso tecnológico, que hizo que pareciera un producto de nuestros deseos al asimilarlo a nuestro deseo de productos. Pero es más decir que fue y siempre será el hombre que nos devolvió nuestros juguetes.

Ahora que ha renunciado a su cargo de jefe ejecutivo de Apple, con un anuncio que remite tenebrosamente a los anuncios de los que hemos llegado a depender, esos anuncios que hacía Steve Jobs de esa cosa nueva que va a ser la próxima gran cosa: “Siempre he dicho que si alguna vez llegaba el día en que no pueda cumplir con mis obligaciones y expectativas como director de Apple, sería el primero en hacérselo saber. Desafortunadamente, ese día ha llegado”.

“Desafortunadamente” es la clave en esta frase, por su fatalidad. Steve Jobs ha construido una carrera consistente elevando las expectativas y luego satisfaciéndolas, diciendo “y una cosa más” y luego develando la cosa que él consideraba esencial. Bueno, acá es igual, excepto que su uso de la palabra “desafortunadamente” es el “y una cosa más” de un hombre que se está muriendo.

Más que ningún otro proveedor de productos tecnológicos, Steve Jobs ha traducido con fluidez su alma a las máquinas destinadas a ser inmortales incluso cuando son más eternas que un capricho consumista. Ahora, al mismo tiempo que el lenguaje de la inmortalidad tecnológica se está volviendo más explícito que nunca –cuando se encuentra listo para subirse a sí mismo y a su compañía a “la nube” con su promesa de archivos digitales respaldados para siempre por tecnología que no tiene fecha de vencimiento– queda varado, como Moisés, en la tierra del cuerpo, y en su tránsito inevitablemente fugaz. “Y una cosa más”, dice, sólo que esta vez no hay iPod o iPhone o iPad o iCloud a continuación. Sólo queda esta súplica no pronunciada, mientras su cuerpo cambia dentro de su aún invariable uniforme de camisas negras y jeans: Estoy muriendo.

Siempre hay alguna gran cosa nueva en la tecnología. Steve Jobs nos ha enseñado eso, nos ha entrenado para esperarlo y exigirlo. También hay siempre una próxima gran cosa en la enfermedad y la muerte. También nos está enseñando eso. Se trata, por supuesto, de una lección que ha sido enseñada igual de bien por cada ser humano que ha caminado sobre este planeta. Pero puede que Steve Jobs, que ha hecho más que nadie por volver posible la idea de una “vida digital”, tenga una última lección para nosotros, al participarnos de su muerte digital. La lógica de la tecnología ha sido siempre ofrecida en respuesta a la lógica de la mortalidad; y resulta que es la misma lógica, la lógica del avance inexorable. Resulta que la lógica de la Ley de Moore tiene su análogo biológico en la lógica del cáncer, y por lo tanto todavía reina. Steve Jobs, en su carrera en Apple, nos recordó que el progreso tecnológico no es otra cosa que una invención humana, sujeta a esperanzas y sueños y elecciones humanas. En su renuncia, terrible y conmovedora tanto por lo que admite como por lo que omite, nos recuerda que la tecnología no responde a la muerte tanto como comparte su preferencia por el movimiento hacia adelante.

Tenemos esperanzas y sueños; quizás incluso cambiamos el mundo logrando que la gente espere y sueñe que el iPhone 5 salga en septiembre. Pero al final, lo que hacemos en realidad no es elegir demasiado acerca de nada. Lo que hacemos es sucumbir.

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