Dom 11.05.2003
radar

NOTA DE TAPA

Intriga internacional

A comienzo de los años setenta, Costa-Gavras decidió dedicarle una película a la guerrilla urbana que actuaba en Uruguay. Su mujer, la periodista Michèle Ray, viajó dos veces de incógnito a Montevideo para recopilar información. Desde ahí enviaba a su marido valijas repletas de notas, apuntes, recortes y entrevistas a legisladores, servicios de Inteligencia, penalistas, periodistas y tupamaros. Pero, durante su segundo viaje, los miembros de la Organización Popular Revolucionaria (OPR) decidieron utilizarla para dar a conocer su causa y la secuestraron. El rescate: nada. Excepto una entrevista que ella les realizaría durante su cautiverio y que daría a conocer al mundo en el momento de su liberación. María Esther Gilio, su anfitriona durante aquellos meses, cuenta por primera vez cómo fueron esos días.

Por María Esther Gilio
Era el verano del 71 y Michèle Ray, mujer del director Costa Gavras, llegaba a Montevideo con la intención de observar la cotidianidad de esta ciudad tan difícil de encontrar en el mapa, pero donde transcurriría la historia que su marido estaba a punto de filmar. Tenía pelo rubio corto, lentes de armazón oscuro y un impermeable tan francés que para decirlo alcanza con recordar que era de hule blanco con rayas negras. Tenía 28 años y un aire misterioso, pues “nadie debe saber quién soy. Si se sabe quién soy será fácil imaginar para qué vengo”. “Sí, sí, es necesario mantener el mayor secreto”, dijo, abriendo la puerta de su camioneta, la persona que nos llevaría del Aeropuerto de Carrasco a mi casa en Puerto Buceo, donde Michèle iba a vivir.
La convivencia con Michèle fue fácil. No implicaba cambios de ningún tipo, ni siquiera de la dieta. Nuestro desayuno era igual al francés de la época, sin frutas ni fritos. Y las comidas, con las cantidades de carne que cualquier francés estaba dispuesto a disfrutar con placer siempre que restáramos tiempo a la cocción.
Michèle pareció adaptarse rápidamente al ámbito montevideano. Alquiló un auto con el que partía a las 9 y media y volvía a mediodía llena de anécdotas, fotos, observaciones graciosas y cintas grabadas. Después de almorzar, a menudo me hacía escuchar sus entrevistas, a veces en francés, a veces en un español elemental pero expresivo y salpicado de preguntas que solían desatar en el entrevistado respuestas sorprendentes. Yo no le preguntaba quién le conseguía esas entrevistas que parecían haber sido concretadas antes de su venida y ella nunca me lo dijo. Pero por su grabador pasaron legisladores, directores de semanarios tan prestigiosos como Marcha, abogados conocidos, como el penalista Carlos Martínez Moreno y Alejandro Otero, director de Inteligencia, e incluso algún tupamaro que nunca había caído, o que, si había caído, en ese momento andaba suelto, no sé si legal o clandestino pero suelto. Como dije, yo no preguntaba sobre lo que más me intrigaba: quién conseguía las entrevistas, y ella no me lo decía. Me decía, en cambio, muchas cosas que a ella le parecían bastante naturales y a mí bastante peligrosas. De cómo Dan Mitrione había enseñado a torturar en jefatura y de su paso por Belo Horizonte con el mismo fin pedagógico. Recuerdo el día en que me dijo algo muy elemental pero en lo que nunca había pensado: “Dice Alejandro Otero que los tupamaros van a empezar a caer como moscas; que el movimiento se ha extendido mucho y que la seguridad está en relación inversa con la cantidad”, dijo reproduciendo en un papel el dibujo que había hecho Otero para graficar el fenómeno.

Montañas de datos
Era curioso, pero a mí, que era abogada de presos políticos, periodista y estaba realmente interesada en todo lo que pasaba en ese momento, ella me dejaba con la boca abierta al relatarme anécdotas sobre confusiones policiales que ponían a la policía en ridículo. O episodios cinematográficos que nadie conocía y ponían a los tupamaros en el lugar de los héroes. Un día llegó al colmo, entró de la calle y dijo: “Hoy estuviste en la cárcel y visitaste a Julio Marenales” (Marenales era uno de los líderes de los tupamaros). Quedé paralizada. “A ver —agregó—, ¿quién pudo haberme pasado esa información?”. “Sólo un preso o un guardián.” Sonrió. “Ni uno ni otro.” Era evidente que ni uno ni otro, pero ¿quién? Esos juegos la divertían. Era cuidadosa y secreta, no había que temer que cometiera errores. Pero cómo le gustaba deslumbrarme y asustarme con los misterios a los que tenía acceso, vaya uno a saber cómo. Esta vez, sin embargo, el misterio era sencillo. Esa tarde ella había entrevistado a Carlos Martínez Moreno, quien en la mañana me había visto hablando conJulio Marenales en el cuartito de los abogados en la cárcel de Punta Carretas.
Un mes entero estuvo Michèle en Montevideo recogiendo y ordenando materiales que llenaron dos valijas medianas. Diarios, revistas, observaciones directas de la realidad y más de treinta entrevistas. Ser bonita (durante varios años fue modelo de Chanel), joven y francesa —sobre todo francesa— le abría cualquier puerta. Así atravesaron el ancho mar aquellas valijas rebosantes de fotos, entrevistas y anécdotas escuchadas y vividas. Decenas de entrevistas con las voces de personajes del Partido Comunista, del Partido Demócrata Cristiano, del Partido Blanco como Ferreira Aldunate, Carlos Quijano, Mario Benedetti y muchos otros cuyos nombres podrían llenar media página de cualquier diario. A cada grabación le correspondía un número en el grueso cuaderno de tapas azules de Michèle donde constaban los datos del entrevistado así como aquellas palabras que si bien pertenecían a la charla eran ignoradas por la entrevistadora y, a veces, incluso por el diccionario. Recuerdo a Michèle sentada sobre sus propias piernas en el sillón verde del jardín escuchando aquellas cintas y preguntando: “¿Qué quiere decir ‘la dejó chanta’?” o “¿en el ascensor había dos fiambres?”. Yo admiraba su capacidad para ubicarse en un país que le era totalmente desconocido y un poco la envidiaba por la montaña de información que crecía, a su lado, casi sin esfuerzo. Un día le dije si no me tenía confianza como para que la ayudara en aquella tarea. Dijo que me veía con poco tiempo y que había entrevistados que podían comprometerme. Y más tarde, un poco en francés y un poco en español, como era su costumbre: “Hay dos cosas en las que tú me podrías ayudar si te parece: cantegriles y, si no tenés miedo, la JUP” (en Uruguay “cantegril” equivale a villa miseria; la Juventud Uruguaya de Pie era un grupo de extrema derecha semejante en organización y fines a la Falange española de los años 30, y en su momento se les adjudicaron varios atentados.)
No tenía miedo. La entrevista realizada en un escritorio amplio y elegante, de la Ciudad Vieja, mostró una Michèle que traía a la memoria aquella Marlene Dietrich en no sé qué viejísima película, en la que conseguía, con ojos ingenuos pero llenos de fascinantes promesas, que le entregaran... creo que... un anillo de brillantes que nunca pagaría. Michèle explicó su interés en el tema. En Francia muchos se preguntaban qué había pasado en este país que sentían tan cercano, y en el que habían nacido dos de sus mayores poetas (Julio Laforgue y Lautréamont). “No dos, tres –dijo con calmosa autoridad el entrevistado–. Usted seguramente olvida a Jules Supervielle.” “Sí, claro —dijo Michèle—, Supervielle... yo creo que usted debe tener una explicación que nos permita entender qué está pasando en la Suiza de América.” Dijo Michèle quitándose lentamente los lentes y mirando al entrevistado con sus ojos más ingenuos y sus gestos más seductores. “¿Qué pasó? ¿Por qué?” El entrevistado, un joven de aspecto agradable y ropa bien cortada, habló de la Patria, el Valor, la Democracia, la Verdad, la Familia, la Propiedad, Dios y el Derecho. Un discurso sin fisuras, perfecto en su género. Cuando salimos, Michèle estaba exultante con los resultados. Feliz, aunque nerviosa, me pareció que las manos le temblaban un poco. “¿Te parece que si se entera de quién soy puede ser peligroso?” Le dije que no. En verdad no lo sabía. Pero este episodio que rápidamente fue borroneado por muchos otros que se acumulaban sin descanso fue el que meses más tarde sumiría a Michèle en un temor que demoró en dominar. Pero para esto fue necesario que pasaran 8 o 9 meses.
Faltaban pocos días para que Michèle abandonara Uruguay cuando llegó quien había sido guionista de La batalla de Argel y lo sería de la película de Costa Gavras que se llamaría Estado de sitio: Franco Solinas, un hombre en los cuarenta, delgado y de mirada cálida del cual recuerdo sobre todo sus largos silencios. Pasó una mañana conversando con Michèle yconmigo, tomó mate, quiso saber si ese amargo profundo era provisorio o permanente e hizo algunas preguntas sobre la Toma de Pando por los tupamaros, pues esa historia lo fascinaba. Cuando a las 3 de la tarde Solinas se fue, luego de comer fettuccini ai vongoli con uno de aquellos vinos ásperos y negros como el rencor que tomábamos hace treinta años, estaba segura de que el tema del film de Costa sería el relato central de mi libro sobre la guerrilla, cuyo tema era, precisamente, la toma de Pando por los tupamaros. Un mes más tarde recibí una carta de Michèle donde me decía que habían llegado a la conclusión de que Pando era demasiado “cinematográfico” y, sobre todo, demasiado local. Habían elegido el caso Mitrione, el cual planteaba alguno de los manejos norteamericanos respecto de América Latina. Un tema extensible a toda la región y políticamente más eficaz.
De cualquier manera, aquel día, cuando Franco Solinas salió, quedamos Michèle y yo fantaseando sobre el futuro film, hasta que Michèle dijo: “¡Pero Dios! Yo no conozco Pando”. A la mañana siguiente salíamos para allí, donde Michèle quiso verlo todo. La Plaza, la iglesia, el Banco de Pando, la comisaría y el cuartel. Comenzaba el verano y Pando, humilde y limpia, resplandecía bajo un sol que embellecía lo que tocaba. Michèle pasó de desanimarse ante la pequeñez de esa ciudad tan famosa a entusiasmarse con la plaza toda verde y sobre todo con un viejo que tomaba mate en la puerta de su casa y estuvo dispuesto a contarle, entre mate y mate, aquel hecho ocurrido hacía tres años, cuando un grupo de “partidarios de Fidel Castro” habían querido tomar la ciudad. “Vaya uno a saber para qué. Todos locos.”
Cuando ya salíamos de Pando, nos sentamos en un bar de carretera y pedimos papas con huevos. Michèle estaba eufórica. Hablaba de la calidez de la gente de Pando y, cuando trajeron la comida, con risa incontenible por la cantidad de huevos fritos —ocho— que cubrían sin dejar ver el fondo de la fuente redonda de aluminio.
Este país
Michèle se fue a comienzos de febrero. Volvería. Con seguridad volvería, pero no sabía cuándo. Volvió ocho meses después, a fines de octubre, cuando faltaba un mes para las elecciones. Con ella venía una cámara cuyo tamaño era equivalente a cuatro de las que vemos hoy. Su ropa volvió a sorprenderme. Jean celeste, camisa de popelina blanca y saquito de lana azul atado a la espalda. Me imaginé a mí misma llegando a París con la infaltable ropa de llegar a París: tailleur de casimir azul, negro o beige, invariable cartera de buen cuero, collar de perlas falsas, pero españolas y blusa de seda natural, si la hubiera tenido. París es París, nosotros la provincia y eso es así en cantidad de detalles. Michèle, como la vez anterior, alquiló un auto y contrató a tres jóvenes, dos cameramen —Mario Handler y Alejandro Legaspi— y a un tercero para iluminación y sonido de pelo negro muy enrulado, cuyo nombre olvidé. Su objetivo, esta vez, era llevarse todo lo que pudiera trasmitir el clima de las elecciones. No hubo acto, manifestación o pintada que Michèle no registrara. Le costaba creer que el Frente no ganaría. La discusión sobre este tema consumía gran parte de nuestras conversaciones. “¿Cómo? —decía— Los colorados son menos de la mitad que el Frente. ¿No vimos hoy de tarde los ómnibus que llegaron de no sé qué lugar de la provincia cargados de gente para llenar la plaza y así ocultar la pobreza de partidarios?” Yo insistía con la misma argumentación una y otra vez. “Cuando hay un acto del Frente van todos: el bebé de dos meses, la bisabuela y el perro.” Esto hasta el cierre de campaña en la Avenida Agraciada, en que también yo me subí al carro triunfalista. Creo, no estoy segura, que fue Lenin quien dijo: “La cabeza fría y el corazón caliente”. Pero, ¡Dios mío, cuando el corazón se calienta tanto, la cabeza, por más que trate de defenderse, termina calentándose! Es inaceptable, esvergonzoso y puede ser nefasto, pero no somos perfectos. Después del último acto del Frente —no sé si habrá habido uno más hermoso en la historia de los partidos políticos del mundo— la cabeza se me calentó y pensé que ganábamos. “Tenés razón, Michèle, vamos a ganar”, “C’ est bien ça”, dijo Michèle levantando la cabeza con aire de triunfo. Había filmado la manifestación desde un balcón y estaba deslumbrada. “Este país”, decía, a veces con admiración, a veces con ternura. “Este país.”
Cuando me levanté, el 28 de noviembre, Michèle ya no estaba. Había salido a las 7 decidida a filmar todo lo que se le pusiera delante. Los viejecitos de cualquier partido que llegaban a las urnas casi arrastrándose, los niños que repartían volantes en las esquinas, las mujeres sentadas en la cercanía de los locales de votación con listas partidarias. Cuando al anochecer llegué a mi casa, Michèle no había vuelto y no volvería hasta muchas horas más tarde. Estaban, en cambio, ya en casa, frente al televisor, además de la familia, un periodista amigo a quien solía dar información para su diario en Suecia, Bobby Sourander y Carmen Correa, corresponsal de una revista y un canal chileno en Buenos Aires. El ambiente era de júbilo. El Frente ganaba.

El secuestro
A las tres de la mañana mis hijas ya habían subido, Michèle no había llegado, el júbilo se había consumido y los que estábamos aún ante la pantalla, no esperábamos el milagro que lo trajera de vuelta. El dolor era muy grande, sin embargo no se trataba de un sentimiento desconocido, lo único diferente a otros del pasado era la cantidad de esperanza que esta vez nos había envuelto. ¿A partir de qué? De la cabeza caliente. Amanecía cuando me dormí y eran las 9 cuando desperté, pues alguien andaba caminando por la casa. Abrí los ojos y vi, de pie en la puerta de mi cuarto, a una chica que miraba hacia la puerta del baño que hacía ángulo con la mía.
—¿Qué hacés ahí? —dije.
—Estoy esperando a Michèle.
—¿Por qué no la esperás abajo? —dije y cerré los ojos. Unos minutos
después volví a abrirlos. La chica seguía allí, pero esta vez vi el revólver pequeño y negro que tenía en la mano, y con el que apuntaba a Michèle, que salía del baño envuelta en una bata turquesa, con un rostro tan blanco como sólo recuerdo haber visto en las estampas japonesas. Con un gesto de la mano apartó unos centímetros a la chica y se tomó del marco de la puerta.
—¿Qué pasa? —dije.
—Es la JUP, quieren llevarme —dijo.
La chica le indicó que entrara y ella entró detrás mientras con el revólver apuntaba, lentamente, a todo el perímetro de la habitación; se detuvo cuando vio que allí sólo estábamos mi hija de 13 años y yo.
—No somos la JUP —dijo, y creo que sonrió.
—Sí, sí —dijo Michèle, sentándose en mi cama.– Sólo puede ser la JUP.
Yo miraba a la chica delgada y bonita, de pelo corto y negro esperando que dijera algo. Pero no dijo nada y se volvió hacia la puerta, por la que en ese momento entraba un joven de 24 o 25 años, pelo revuelto y, creo, no puedo asegurarlo, revólver calzado en la cintura. ¡Mi Dios!
—Dejen salir a mi hija —pedí.
—No, no va a pasar nada.
—Pueden encerrarla en el baño.
—No, no es necesario, no va a pasar nada. No somos de la JUP.
—No precisan ser de la JUP para que se les escape un tiro.
—No se va a escapar nada, somos OPR (Organización Popular Revolucionaria) —dijo el muchacho. Y mi hija, con el aire de hablar a una visita corriente:
—Si venís de la calle sabrás qué pasó, al final, con las elecciones. El muchacho se disponía a responder cuando yo lo interrumpí:
—No les preguntes a ellos cómo fueron las elecciones porque a ellos no les interesan las elecciones.
—Claro que no. ¿De qué sirvieron hasta ahora las elecciones? Estamos viviendo una dictadura disfrazada de democracia. ¿A quién le importa? ¿Qué hace el Parlamento? —dijo el joven.
Mientras tanto la chica se había agachado y apartado hacia un ángulo del cuarto desde donde nos miraba sin apuntarnos, aunque el revólver seguía en sus manos. Volví a insistir con que dejaran salir a mi hija pero ahora fue ella quien se opuso:
—Ah, qué viva que sos, yo quiero estar.
Me di vuelta para decirle que no era momento de desobedecer pero sonó el teléfono.
—¿Qué hago? –pregunté.
—Atendé con naturalidad —dijo la chica.
Era una amiga:
—¿Qué me decís? ¿Cómo estás?
—Con dolor de cabeza. Más tarde te llamo —dije, corté y me volví hacia el muchacho para que me explicara por qué el OPR quería secuestrar a Michèle Ray. Pero Michèle no los dejó hablar y me tomó del brazo. Quería saber por qué yo pensaba que no eran de la JUP.
—Mírales las caras —dije sin darme cuenta de que tal argumento tenía una base muy respetable, pero poco respetada: la intuición femenina. Me volví hacia la chica.
—Dicen que son OPR, muy bien, ¿para qué se llevarían a Michèle?
—Si Michèle Ray, esposa de Costa Gavras, es secuestrada, el mundo se va a enterar. Cuando ella sea liberada, dentro de tres días, deberá publicar una entrevista que en esos días habrá hecho a nuestro grupo.
Michèle, nerviosa, no conseguía entender.
—¿Qué dicen? —preguntó. Le expliqué.
—Pero ¡cómo! ¿Quién va a creer que no fui yo misma quien organizó este secuestro? Es lo que hice en Viet Nam: me metí en territorio del Vietcong para que me secuestraran y así escribir un libro sobre el Vietcong, cosa que hice cuando me soltaron, dos meses después. ¿Qué puede decir el mundo de este secuestro? “¡Otra vez Michèle con sus historias!” Dígame, ¿quién va a creer que no fui yo quien armó esto?
Yo decía más o menos lo mismo y mi hija, desinteresada de esta historia antigua, repetía:
—¿Por qué ustedes no creen en las elecciones? Mamá, ¿por qué ellos no creen en las elecciones?
Allí dijo Michèle:
—No deben creer en el Parlamento y esas cosas que proponen las
democracias burguesas.
—-Sí —dijo el joven de remera blanca—, por ahí va.
Tan familiar y amable era a esa altura el ambiente que sólo faltaba
preguntar si no tomarían un café antes de seguir tramitando el delito. En eso estábamos cuando de pronto todos quedamos en silencio. La puerta del garaje había sonado como una bomba y alguien, después de tropezar con la bicicleta y lanzar un ¡ay! de dolor y fastidio, había empezado a subir la escalera. El silencio nos invadió hasta el último rincón del cuarto cuando asomó una cabeza joven, de pelo lacio y castaño que, con aire furioso y también contenido, preguntó qué estaban esperando para moverse. En menos de un minuto Michèle se vistió, puso dos o tres cosas en un bolso y se acercó a la escalera con expresión de niña obediente. La chica del pelo negro le puso unos lentes oscuros que le tapaban la mitad de la cara y un pañuelo floreado en la cabeza y la tomó del brazo con intención de bajar. Observé que el revólver había desaparecido de escena. Michèle, suavementese soltó para abrazarme. Al hacerlo vi que aunque no estaba del todo serena, la JUP ya no ocupaba un lugar protagónico en su conciencia.
—¿Estás tranquila? —le pregunté.
—Sí. Estos no son JUP, tienen otro discurso. No va a pasar nada.
Al bajar la escalera se cruzaron con Amneritas, la hija de los vecinos que venía subiendo y dijo sorprendida a mi hija mayor que acababa de
levantarse:
—Qué raro, Michèle no me saludó.
Una hora más tarde llegó el comisario de zona, a quien le dije todo lo que deseaba saber.
—Tres jóvenes; una chica y dos muchachos. La chica 20 años, los muchachos algo más.
—¿Dijeron que pedirían dinero?
—No, no creo que piensen pedir dinero. Quieren que ella les haga una
entrevista.
—La gente está cada día más loca, para salir en los diarios hace cualquier cosa.
Ya se iba cuando se volvió:
–¿Por qué esperó 15 minutos para hacer la denuncia?
—Eso fue lo que los secuestradores me ordenaron.
—¿Siempre es tan obediente?
—Siempre que me amenazan con un revólver.
Me miró con fastidio. Creo que tenía ganas de decir “no se haga la graciosa”, pero no dijo nada.
Esa noche Costa Gavras llamó desde París. Estaba tan nervioso que resultaba difícil entenderle.
—¿Por qué la llevaron? ¿Qué quieren?, ¿qué quieren?
Yo decía:
—No es peligroso, mañana o pasado la sueltan. Quieren que Michèle les haga una entrevista.
—Ah, no... ah, no. Son idiotas.
—Una entrevista mientras está secuestrada.
—Igual son idiotas. Espero que no sean asesinos.
—No, claro que no.
Durante los tres días siguientes Costa llamó cada cuatro o cinco horas y yo no me moví de al lado del teléfono. A veces sola, a veces con hijas o amigos, a menudo con Bobby Sourander, el corresponsal sueco que se había tomado el secuestro como algo personal.
Era cerca de medianoche, Bobby y yo tomábamos café en la cocina, hablando del ineludible tema. Mañana de mañana se cumplen los tres días, dijo el sueco mirando el almanaque de su reloj cuando sonó el teléfono. Era Michèle.
—Estoy en un bar frente al Parque de los Aliados —dijo con una alegría que hacía temblar el teléfono. En unos 15 minutos la estábamos recogiendo.

Imposible saber qué hablamos en los minutos que separan el Parque de los Aliados de mi casa. Michèle no cesaba de decir que había sido muy bien tratada, pero su insólita excitación permitía pensar que, a pesar de todo, sus nervios se habían tensado.
–¿En algún momento pensaste que podrían matarte? —preguntó Bobby.
–No, claro que no —dijo Michèle.– Aunque eso no se sabe nunca porque...
–¿Porque qué? —quiso saber Bobby.
–Pueden ocurrir cosas... Que llegue la policía a salvarme, por ejemplo.
Y de pronto, muy seria:
–Tengo tantas ganas de hablar con Costa y los niños. Y tantas ganas de bañarme y cambiarme.
–Pero Michèle... –Sí, quisiera que ellos sintieran que estoy otra vez en mi vida normal. ¡Me voy a bañar! —dijo corriendo hacia el piso alto cuando llegamos. Un minuto después la oímos bajar, otra vez corriendo:
–¿Estaré loca? —dijo— Lo primero es llamar.
Llamó. Habló con su marido. Luego nos contó:
–Los niños están bien; Julie pregunta por mí muchas veces al día; Alexander, como es su estilo silencioso, escucha todo lo que se habla y no pregunta nada, pero se lo ve apagado.
Había hablado con Costa con voz firme y alegre. Después de contarnos esto dijo:
–En París son las cuatro de la mañana –y se echó a llorar. Puso el rostro entre las manos y lloró un rato en silencio.
Luego, mientras ella se bañaba Bobby y yo hicimos su plato preferido: tortilla de papas.
Recién dos horas después hablamos concretamente de los días pasados en el encierro.
–Estaba en un cuarto muy pequeño. Para ir al baño debía pedirlo y alguien me acompañaba los seis o siete metros que separaban el baño del cuarto. Algunos sabían francés, pero en general hablamos español; incluso decían que mi español era bueno. Nunca fui presionada en ningún sentido. Hablamos muchas horas. Ellos deseaban que yo conociera la situación de América latina en general y de Uruguay en particular. Me parecieron inteligentes y apasionados, sobre todo cuando hacían referencia a la presencia de Estados Unidos y su presión sobre las políticas internas de todos estos países. Me hablaron de la falta de coincidencia que tenían con los tupamaros —dijo. Y quedó en silencio.
Bobby y yo esperamos. Finalmente, agregó:
–Siempre lo mismo: la derecha no tiene fisuras. La izquierda, siempre. Veo a los tupamaros como inclinados hacia el socialismo y a estos jóvenes, al anarquismo. Lo que comparten son los fundamentos morales. Me interesó la charla con ellos. Me hubiera gustado ver sus caras.
–¿Qué harás cuando vuelvas?
–Me van a entrevistar. Trataré de transmitir sus ideas. También escribiré algo, eso les prometí.

Pocos días después volvía a Francia.

He vuelto a ver a Michèle en Río, donde su marido estrenaba Amén. Cada vez que nos vemos —cuatro en treinta años— hay algún momento en que recuerda el secuestro. Si estamos solas alude al hecho con una sonrisa preguntando si volví a ver a alguno de aquellos jóvenes. Si estamos con gente busca mi complicidad y cuenta el secuestro con cierto suspenso. Esta vez el público era de excepción —un director italiano joven, Rosana Pastor, actriz española de Tierra de libertad y Román Polanski, que estrenaba en el Festival de Río El pianista. Cuando el relato terminó Michéle se volvió hacia mí:
—Si ves a alguno de aquellos muchachos mandales un abrazo.
Tal vez esta nota sirva para cumplir con el pedido.

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