Fue fotógrafo del diario Noticias, donde usaba la inmunidad profesional para fotografiar a la Triple A, hasta que cerraron el diario y lo intimaron a dejar el país. Entonces empezó una vida de aventura fotográfica única: fundó diarios, se infiltró entre los franquistas acérrimos, hizo reportajes en los que denunció el maltrato de los más desvalidos, fue corresponsal de guerra en Medio Oriente y hasta el primer hombre en recibir un subsidio por maternidad. Hace pocos años decidió volver a vivir en la Argentina. Y ahora presenta una retrospectiva impactante en el San Martín de todos estos años moviéndose por medio mundo cámara en mano. A los 66 años, con un hijo de meses, Carlos Bosch repasa vida y obra de sí mismo.
› Por Angel Berlanga
Cómo se llamará el arco voltaico que hay entre estas fotos en blanco y negro, estas fotos duras y ásperas tomadas a lo largo de cuatro décadas, y la jovialidad estrepitosa con la que cuenta de sus trabajos y sus días y sus proyectos Carlos Bosch, 66 años, media vida aquí y otra media vida en Europa. Estas fotos son las que eligió para montar la muestra del regreso, una suerte de retrospectiva que podrá verse desde el martes en la fotogalería del Teatro San Martín, y son las imágenes que aparecen y desaparecen en la pantalla de la computadora de su estudio-escritorio, convocadas para ser y sostener las historias del camino que irá recorriendo. Borde del barrio San Cristóbal, casi Boedo, casi Parque Patricios: un rato atrás, este fotógrafo extraordinario abrió la puerta de la casa antigua tipo chorizo que compró hace un par de años, cuando se vino desde España, y presentó a su mujer, Carolina, y a su hijo de siete meses; rumbo al cuarto de trabajo al fondo, en el primer piso de este sitio nutrido de cosas que se trajo desde allá, destacan la compañía de un perro bastante dinámico, muchas plantas y un flipper viejo y gastado que, con alguna falla, funciona. En el monitor está la foto sobre la que Bosch estaba trabajando para su exposición cuando sonó el timbre: es un retrato de Osvaldo Soriano, inédito. “Mientras estuvo viviendo en Bruselas y en París, se venía a mi casa en Barcelona para escribir tranquilo –cuenta Bosch–. Era un personaje, un tipo genial, muy reservado en sus problemas. Nos conocimos a principios de los ’70, cuando los dos recién empezábamos. Yo tenía una relación con él extra-intelectual; todo el mundo venía a verlo por cuestiones políticas, pero nosotros hablábamos de fútbol, de minas, de cualquier cosa. Era fanático de ese flipper que tengo ahí abajo, y como tenía unos horarios infernales puse goma espuma en las campanas, porque si no, los vecinos... A las cuatro de la mañana se escuchaba clac, clac, clac...”
Eso era el exilio y, sin embargo, Bosch no usará esa palabra a lo largo de la entrevista, aunque se iría del país con urgencia: fue jefe de Fotografía del diario Noticias desde el comienzo hasta un par de meses antes de su cierre, en 1974, cuando el general ya andaba por el más allá de allá. Una vez instalado en Barcelona fue protagonista, también, del arranque de El Periódico de Catalunya, donde fue redactor jefe de Fotografía, cargo que también ocupó en las revistas Primera Plana e Interviú de España. La lista de medios en los que publicó sus trabajos es notable (The Observer, El País, Stern, Sunday Times, entre tantos), pero no tanto como que sus impresionantes registros son casi desconocidos aquí. En lo que cuenta a continuación suele darse una secuencia: observación, registro, movimiento para provocar algún cambio. Más allá de lo publicado, Bosch trabaja también para documentar su época, para hacer archivo. A una de sus fotos de la serie Piqueteros, “La bala policial” (2002), acaban de darle la semana pasada el primer premio en el Salón Nacional de las Artes, en el Palais de Glace. La muestra en el San Martín incluye imágenes de sus comienzos –el perfil oscuro de un cura recortado en la luz en un andén en Retiro, en 1968– y también un retrato de Juan Gelman hecho hace unos pocos días; entre esos extremos temporales, sus series sobre la España post-franquista, Afganistán, asilo y morgue en Barcelona, los montajes de la serie Animiojos y más retratos, uno propio, alguno del rey Juan Carlos todavía crudo, otro de Cortázar en 1984, ya enfermo, de los últimos que le tomaron antes de morir.
“Cuando volví, a fines de 2007, había pasado más tiempo de mi vida afuera que adentro del país –dice Bosch–. Fue muy duro, porque es muy diferente. Viví veinte años en una granja en medio del bosque, en Luxemburgo, donde tenía mi huerto, mis cabritas. Y mi hija. Yo fui el primer hombre en recibir un subsidio de maternidad en Luxemburgo: lo tuve que pelear, pero lo conseguí. Como mi ex mujer laburaba, yo me tenía que quedar en casa con la nena, limpiaba, cocinaba. Ahí comprendí el laburo del ama de casa. Y desde que volví estuve dando vueltas con algunas cositas. Me venían insistiendo para armar esta muestra y yo decía: ‘No, tengo que mostrar lo que hago ahora’. ¡Me di cuenta de que me querían jubilar! ‘Dejate de joder, la gente acá no conoce tu trabajo’, me decían. Bueno, al final me convencieron de que tenía que volver a ponerme de manifiesto. Antes de irme me entrevistaba Pinky en televisión, salía en todos lados. Era un fotógrafo muy conocido.”
Luego de intentar con antropología y pintura, Bosch se decidió por la fotografía. Empezó como reportero a los 23 en una revista amarillista de editorial Abril, Semana Gráfica, junto a Jarito Walker y Miguel Bonasso. “Ahí aprendí lo que es ser paparazzo, me metí en puteríos, ligué palizas –cuenta–. Tuve quilombo cuando me mandaron a Santiago del Estero para justificar el desmonte de una planta de soda cáustica, en medio del quebrachal. Volví con dos fotos, nada más: en una está el pibe de ‘Pies de barro’, solo, y en la otra está con los hermanitos que tenía que mantener. Cuando me pidieron que presentara el reportaje, mostré esto nomás: me rajaron. Pero después vino (César) Civita, que era el presidente, y me dijo: ‘Sos un pelotudo –se ríe–, pero demostraste que sos un tipo con moral’. Y me pasé a trabajar en Panorama con Tomás Eloy Martínez, y luego a Siete Días y a Claudia, a hacer fotos de moda, publicidad. Un día me vino a ver el cura Carlitos Mugica a la redacción, andaba en el Renault 4 lata azul, manejando cosas por todos lados, y me dijo: ‘Vos tenés que trabajar en el diario nuevo’. Fui a Noticias en los primeros días de la formación, estaba el Oso Smoje haciendo el diseño. Querían que fuera como fotógrafo y terminé proponiendo un equipo. Fue la experiencia más grande que tuve; imaginate, en los cierres estaban titulando Gelman, Paco Urondo, Walsh, Verbitsky. La consigna era que fuera un diario popular, con su ideología, claro. Pero yo lo he visto llegar a Firmenich, con la cúpula, a pasar un comunicado monto, y no: ‘Para eso tienen El desca, El descamisado’. Lo rebotaban. ¿Sabés que está dando clases en la universidad, en la Autónoma de Barcelona? A ese hijo de puta hay que investigarlo. ¡Era un milico! Cuando entraba al diario, se cuadraba y todo, un hinchapelotas. Che, ¿te molesta que fume?”
Prende un negro. Estuvo sin fumar nueve años, dice, y retomó a los 65. Ahora va a recordar cuando tenía 30 y su padre lo llamó para que se fuera a Mar del Plata urgente porque, le dijo, al parecer tenía problemas con la Justicia. “Siempre tuve muy mala relación con mi viejo, un facho –cuenta–-. En ese momento, noviembre de 1975, tenía Claudia como tapadera: era famoso, éramos Raota y yo, exponía; me iba a hacer moda a Palermo en bicicleta, con un perro, la cosa snob, ¿viste? Y por otro lado era el tipo que sacaba fotos a los de las Tres A, había que identificarlos, así que me aparecía en los actos oficiales de traje y corbata, camarita, trípode, trac, trac. ‘Este es Almirón, ¿éste quién es?’ Unos 15 o 20 días antes del llamado en mi casa me habían hecho un movimiento, con dos Falcon en la puerta. Nos citamos con mi viejo en el restaurante vasco y cuando llego me encuentro con que al lado suyo estaba Osiris Villegas, ‘La Morsa’, un ex comandante del Ejército, un facho terrible, peor que Onganía. Me dijo: ‘En homenaje a la amistad que me une con su padre, que es un caballero, no como usted, más vale que se vaya y rápido’. Habían sido compañeros de colegio en el Calasanz, ultracatólicos. ‘¿Qué hiciste?’, me preguntaba mi viejo. Me fui sin morfar, ni me senté: agarré el auto, me volví a Buenos Aires. Al llegar acá hablé con Civita e inmediatamente me indemnizaron. Fue muy curioso, porque apenas me dieron el cheque llamé a una agencia para preguntar por el cambio a dólares: serían unos seis mil. ‘Venite rápido, porque esto vuela’, me dijeron. Y en el tiempo que pasó entre que pregunté, fui al banco, salí con los billetes en una bandeja de sandwich y llegué hasta la agencia, ¡la guita se me había devaluado a dos mil dólares! Así que me fui con eso.”
En la agencia de publicidad en la que trabajaba le consiguieron enseguida un pasaje a Venezuela y la perspectiva de un trabajo. Pero cuando llegó a Ezeiza supo de la muerte de Franco, consiguió un cambio de ticket y se fue a Madrid. “La publicidad no me calentaba –dice– y me interesó la apertura que, sabía, se iba a venir en España. Con el cambiazo tuve que dejar la mitad del equipaje: me fui con una Olivetti, el equipo de fotos, unos archivos y las boludeces. Yo escribía, también, muchos de mis reportajes. O trabajaba con Mempo Giardinelli, o con Soriano, o con Vázquez Montalbán. Cuando llegué a Barajas no conocía a nadie. En un bar, me acuerdo, miraban Heidi en la televisión. Una España negra, negra. Me habían recomendado una pensión en la Calle Mayor: era para deprimirse, no se podía ni apoliyar. La cuestión es que me dije: ‘Acá no me quedo ni mamado’. Y me tomé un tren a Barcelona, para ir desde ahí a Roma, donde tenía gente conocida. En Barcelona, mientras hacía tiempo para tomar el otro tren, me fui a sentar a un muelle. ¡Un día de sol precioso! Había humedad como en Buenos Aires, y el olor de los bacaladeros, que por entonces todavía estaban. Compré un mapa y vi que el muelle en el que estaba... ¡se llamaba Bosch y Alsina! Dejé en consigna las dos valijitas y me fui a caminar. Empiezo a subir la rambla y cuando llego al Mercado de la Boquería veo un montón de gente que venía gritando, ooooh-oh, ooooh-oh, con las banderas rojas y amarillas, a rayas; yo no conocía la bandera catalana, así que pensé que era algo del fútbol. Y de repente escucho: ‘¡Amnistía, libertad! ¡Amnistía, libertad!’. ¡Uh! Puse el veinte y largué las fotos. Apenas saqué la cámara me vinieron a prevenir: ‘Guarda eso, que están los sociales’, por la policía vestida de civil. Seguí sacando. Luego vi que de un furgoncito bajaban unos gordos, que al lado de la infantería... Y entonces me largué encima de la marcha y le dije a la gente: ‘¡Tápense la cara con la bandera!’. Un reflejo de lo que hacíamos acá. Salió una foto maravillosa: la bandera catalana y ojos. Con esa foto me fui a un diario, les gustó y me la compraron.”
Un contacto acercó a un editor, se abrió alguna puerta para ir entrevistando a los candidatos a la Generalitat, publicó un reportaje a Jordi Pujol en The Observer y se encontró con un llamado agradecido del futuro presidente de Catalunya, que le ofrecía enchufarlo “en el diario que quisiera”. “Elegí El Correo catalán, que era un panfletito, chiquito, pero tenía tapa de huecograbado, con muy buena reproducción de foto –cuenta Bosch–. Pedí, sí, influir en la tapa. Yo había llevado dos números de Noticias, la gente se volvía loca con Noticias. Con un scanner escuchaba en casa a la policía municipal, pescaba conflictos y mandaba a algún fotógrafo: así fuimos poniendo asambleas, manifestaciones, banderas.” Tiempos de sacudones post-franquistas, de expectativas e inquietudes. Bosch fue pasando de un medio a otro, interviniendo en etapas fundacionales. “Nunca laburé más de un año y medio en ningún lado –subraya, prende el tercer cigarrillo–. Me impresiona cuando lo digo: ‘Bueno, ya está hecho. ¿Ahora qué hago?’”
Es que a Bosch le interesa la autonomía. La posibilidad de seguir un impulso cuando aparece. Recién llegado a Barcelona, caminaba junto a Màrius Carol, un compañero en El Correo, cuando vio, cuenta, “un edificio maravilloso con una vieja afuera, sentada en una silla de ruedas. ‘Che, ¿qué es esto?’, le pregunté. ‘Este es el asilo de ancianos, una mierda.’ ‘¡Uh! Después nos vemos.’ Y me metí, con tres rollos que tenía en los bolsillos. Me quedé hasta la mañana del día siguiente. ¡Nadie me dijo nada! Como si hubiera sido invisible. Mirá la monja ésta, cagándose de risa. Hice toda una serie que se llama así, Asilo de ancianos. En la terraza había un tanque de agua en el que había unas carpas enormes... ¡y las monjas pescaban! Esa foto fue a la tapa, con un texto de Mario en el que señalaba ‘Esto existe hoy en Barcelona’. El agua caía, chorreaba por las paredes. Era un hospicio, en realidad. A raíz del reportaje se cerró”.
Documentar la época: Bosch recorrió Galicia, León, Astorga, para retratar la dureza y el desamparo de la España que salía de cuarenta años de dictadura. En Barcelona registró la primera manifestación del orgullo gay y en Madrid se infiltró en actos neofascistas: consiguió imágenes que le dieron fama de “fotógrafo capaz de cualquier cosa”. “Estos eran de la Falange Auténtica, peores que Franco –cuenta–. De esta serie salieron tres tapas en El País, y como consecuencia exoneraron a tres coroneles. Me infiltré haciéndome el facha, tengo fotos con botas, disfrazado. Y bueno, tengo un fichero y cada tanto salta algún funcionario. Porque yo iba a los actos con una piba que me ayudaba: poníamos una mesita y un cuaderno, ‘a ver, camarada, la foto... nombre y apellido... teléfono’ (se ríe). ¡Picaban todos! Después saltó el rollo, comencé a publicar. De ahí me amenazaron siete veces de muerte, por teléfono: ‘Te vamos a matar, hijo de puta, a vos y a tu familia’. Acá, directamente, nunca me habían amenazado así.”
Ese “capaz de cualquier cosa” lo llevó a coberturas en zonas de guerra: estuvo en Nicaragua y en el Líbano, fotografió a los refugiados afganos desde el lado francés y desde el lado ruso. Hizo reportajes en encuentros clandestinos con ETA y con el Ejército de Liberación de Armenia. “Estaba medio hecho mierda de la cabeza y estaba en Beirut cuando me pasó algo que dije: ‘Bueno, hasta acá’ –cuenta–. Había, en medio de la ciudad, una línea que dividía la parte industrial de la parte más humana, digamos. Y en los edificios de los costados había tiradores, custodiando para que nadie cruzara. En una semana no había conseguido una sola foto del conflicto. Y entonces viene un pibe de once años y me dice: ‘Por veinte dólares te cruzo la calle’. ‘Ah, fenómeno.’ Ni me lo planteé. Y el pibe empieza a cruzar, corriendo, con el Kalashnikov en la mano, y veo que le empiezan a tirar, pim, pim, pim. Y entonces dije: ‘Lo voy a hacer matar’. Y tengo la foto con el tiro que le pega justo debajo del pie. En ese momento sentí que me había vuelto loco. ‘Me fui a la mierda’, pensé. Cuando el chico estaba volviendo hacia mí, sentí un golpe en la cabeza: me la abrieron con el mango de un fusil. Me doy vuelta y era el hermano: ‘¡Hijo de puta, lo podrían haber matado, sos un cabrón!’, me dijo. ‘Sí, tenés razón.’ Ni me quejé. Menos mal que me rompió la cabeza. Volví a España y dije: ‘Nunca más esto’. No soy apto para estas cosas.”
Pero la muerte está, acecha en sus imágenes, en las series sobre objetos recordatorios carcomidos de los cementerios, en el oscuro cañón del revólver que lo apunta en un San Fermín. O en otras dos series que salieron de impulsos de lecturas políticas. En 1981, cuando la Transición apuntó ya a sumarse al carril europeo, hizo Cadáveres exquisitos: “Me fui a la morgue de la universidad e hice fotos de muertos; tengo montones –dice–. Los depositan en piletas de formol y les hacen aberturas para estudiar distintos funcionamientos orgánicos. Años y años están ahí, los cuerpos se van como plastificando. Pensé: ‘¡Ahí está, ésta es la eternidad! Hay que donar el cuerpo, es la forma en que te pueden visitar después de muerto’. Les decís a los nietos: ‘Vení, vamos a visitar al abuelito’” (se ríe).
Animiojos, la serie de cabezas de animales con ojo humano, surgió de la convocatoria que hizo Aznar a marchar en silencio contra la ETA tras el atentado de Atocha. “Salí a la calle y me encontré con una monstruosidad de gente –recuerda Bosch–. ‘Somos corderos, somos boludos’, pensé: no faltaba el equipo de iluminación para la tele, ni el equipo de sonido para pedir silencio. ¿Cómo silencio? Me puse neura. Y al día siguiente fui a una carnicería y vi una cabeza de cordero y dije claro, ésta es la cabeza de los que estaban ayer allá. La agarré, a ver qué hacía. Y le puse un ojo mío. De ahí hice la serie, con distintos animales. Me faltó el caballo, no más.”
A esa altura, Bosch ya repartía tiempos entre Barcelona y Luxemburgo; en la granja del bosque luxemburgués estuvo más fijo entre el ’86 y el ’99. Fue subdirector de la Agencia Fotográfica Cover, hizo exposiciones varias, libros de arquitectura –otra de sus pasiones–, y siguió con sus publicaciones y series. A la que hizo sobre los piqueteros en La Matanza la publicó en una revista literaria francesa en yunta con poemas de Gelman. Con su parte de la venta de la granja compró su casa aquí, donde da su Taller Continuo de Imagen. Ha trabajado, ya de regreso, en series sobre murales callejeros y en viviendas construidas bajo autopistas. “Tengo 66 años y estoy empezando de nuevo –pita Bosch el último negro–. ¡Ahora me agarró dolor de cadera! Tendría que estar retirándome y me estoy largando con los talleres, con esto y lo otro.”
Cuenta Bosch que se cansó de la vida en Europa y que nada lo retenía, que todo allí está demasiado tomado por el marketing. Que en su taller se propone “formar una especie de foro de discusión sobre la realidad de la fotografía argentina”. Explica, entonces, su inclinación por el blanco y negro: “La fotografía es la única actividad plástica, si querés, que tiene una parte artística y una parte documental –se posiciona–. Para mí, muchas veces, tiene más valor como documento que como obra de arte, donde empieza a pesar una cosa elitista. Más allá de eso, hagas lo que hagas, lo que se ve es un trozo de realidad que ya pasó y fue transformado en otra cosa, y después en un recuerdo con referencia en la imagen. Las fotos en blanco y negro ponen en evidencia más claramente ese movimiento de mirada y criterio personal: qué pienso yo de las cosas, y cómo las modifico”.
En la fotografía, sostiene Bosch, convergen la estética, el compromiso con la realidad y la poesía. “Siempre digo que la fotografía tiene que ser más poesía que obra plástica –dice–. Si no, está vacía.”
Carlos Bosch
Fotografías
FotoGalería del Teatro San Martín
Desde el martes 4 hasta el domingo 13 de noviembre.
De lunes a viernes desde las 12 y los sábados y domingos desde las 14 hasta la finalización de las actividades del día en el teatro (Av. Corrientes 1530). La entrada es libre.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux