ENTREVISTAS > HUGO LOBO: EL PADRE DE DANCING MOOD CELEBRA LOS 50 AñOS DEL SKA
Hijo de Rubén Lobo, baterista y percusionista legendario de la música popular argentina, virtuoso, disciplinado, trompetista de la hinchada de Atlanta, alma mater de esa maravilla sonora que es Dancing Mood, una big band capaz de mezclar el ska con Duke Ellington y los Carpenters, Hugo Lobo siempre piensa en grande, y especialmente en su nuevo proyecto: Non Stop, tres discos impecables en los que celebra los 50 años del ska con muchos de sus próceres y una música irresistible.
› Por Mariano del Mazo
Una leyenda oriental cuenta que, después de años de insistencia, un veterano maestro zen aceptó a un muchacho como discípulo; en el primer encuentro, a modo de saludo de bienvenida, el maestro golpeó una pesada vara de madera sobre la espalda del discípulo y le dijo: “Regresa mañana”. Al día siguiente el recibimiento fue idéntico: un palazo en la espalda. Así dos días más. Al quinto día, el muchacho –joven, fuerte– se anticipó al golpe, arrebató la vara al viejo y la partió en dos. El maestro sonrió con beneplácito: “La rebeldía es imprescindible. Ahora sí puedes ser mi discípulo”.
¿Qué tiene que ver esta leyenda zen con Hugo Lobo, el trompetista más inquieto del mundo, el hombre de mil vidas cuyo aspecto –ropas deportivas, gorra, chiva, piercing– responde más al estereotipo del cumbiero suburbano que al del laborioso director del combo vintage que conduce con mano de hierro? Un tipo clase 79 que mete miedo desde su metro noventa, pero que al cabo de un rato deja relucir la ternura dura de los callejeros. Un músico, en fin, que se quemó las pestañas en conservatorios y clases particulares y que hoy es capaz de escribir arreglos sinfónicos para Dancing Mood en una extraña mélange expansiva donde conviven los 50 años de ska jamaiquino y sus derivados con Henry Mancini, Duke Ellington, Charlie Parker, Mimi Maura, Viejas Locas, The Carpenters y mucho más.
¿Y la historia zen? Hugo Lobo tomó clases con el prestigioso Américo Belloto durante tres años, y las clases consistían en tocar alternativamente una misma nota. “Américo daba sus clases en un negocio, en una galería... Me decía: ‘Tocá un sol’ y se iba. Yo de pronto lo veía por un espejo, que conversaba con un amigo. El escuchaba lo que yo tocaba, pero parecía que no me daba bola. Regresaba y me decía: ‘Seguí con la misma nota, pero con esta boquilla’. Y desaparecía de nuevo. Al rato volvía y me decía: ‘Terminó la clase, es tanta plata, hasta la próxima’. Estuve seis meses así, sentía que me estaba robando el dinero. Un día me planté y le dije que estaba harto, que quería tocar algo. ‘Ah, ¿querés tocar algo? Vení’. Agarró su trompeta, buscó unas partituras de un dueto barroco que eran un quilombo, imposibles de leer... Al tercer compás me perdí. ‘¿Ves? No sabés tocar... Seguí con la notita ésa’. En el momento lo odié, pero fue una gran enseñanza. Belloto no estaba loco, es todo un concepto de aprendizaje de la trompeta, que es un instrumento muy especial, muy complejo. El conservatorio me dio disciplina y técnica, pero también aprendí mucho con mis clases particulares. La idea es: no vas a clavarla nunca en el ángulo si primero no le das a la pelota contra la pared con la derecha, con la izquierda, con tres dedos...”
La historia la cuenta en el buffet de su amado Club Atlanta. El buffet –un ping pong, fotos del Atlanta campeón, una biblioteca de libros cascados, ocho mesas, caballetes plegados, el mostrador y más allá, debajo de la tribuna que da sobre Humboldt, un salón contiguo más amplio– se llama Centro Cultural Los Bohemios y un rincón con volantes pegados con chinches que anuncian “clases de portugués”, “vendo teclado Yamaha”, “entrenamiento de hándbol” tiene un cartel que dice: Espacio Cultural Osvaldo Miranda. Es el sitio azul y amarillo donde atiende Lobo: aquí da clases de trompeta para socios y no socios y hace boxeo bajo las órdenes del ex campeón mundial crucero Marcelo Domínguez. Se nota: “Estaba en 112, ahora peso 88. Y dejé el pucho”. Extiende sus brazos y señala en círculos: “Esto era un baldío. Atlanta estaba en quiebra, había desaparecido. Bueno, lentamente lo fuimos recuperando entre todos. Yo traje la música: además de la trompeta, hay gente que enseña piano y guitarra; también funciona un gimnasio para la tercera edad y un centro de jubilados de PAMI”.
–Claro. Estoy con la hinchada tocando la trompeta. Yo, y otros pibes más que son contratados. Es que ahora está de moda: casi todas las hinchadas, sobre todo las del interior, tienen trompetas.
A tres mesas de distancia hay una ronda de cuatro veteranos que, como la banda de trompetistas, también parecen contratados; como si hubieran armado una puesta en escena para la entrevista. Toman café, fuman, hojean diarios, de pronto se quedan en silencio, escuchan un disco de Goyeneche con Troilo en un equipito de audio lastimoso y en ese hiperrealismo de Alberto Vacarezza mix Eduardo Sacheri se escuchan frases como: “El técnico perdió el rumbo”, “La culpa fue de Llinás”, “Hoy tengo que ir a la Anses, las ganas que tengo”.
A Hugo Lobo le gustan las cosas a lo grande. Para empezar, la banda: 15 músicos entre trompetas, saxos, trombones, vibrafón, guitarras, armónica, teclados, batería. Para seguir, y a modo de ejemplo, en el proyecto De Luxe sumó a Dancing Mood una orquesta sinfónica con arreglos escritos por él mismo: una orgía de vientos, cuerdas e invitados especiales (memorable la performance de Skay). O el festejo de los cien recitales en Niceto Club, en 2009, cuando se cortó la calle Niceto Vega desde Fitz Roy y convocaron unas 20.000 personas. O ahora, que se despacha con Non Stop, una caja de tres discos con una producción artística impecable que potencia la independencia y el cooperativismo de Dancing Mood. Los discos (se pueden comprar por separado) son una síntesis bastante certera de lo que es el grupo: una big band que juega con un criterio vintage más que retro, que rehace clásicos en clave Barry White o Henry Mancini o Duke Ellington y que no teme pasar de arreglos elegantes y refinados a versiones que se escuchan abismalmente kistch. Un planeta extraño de ska, calipso, reggae de crucero, pop easy listening hotelero, armonías jazzísticas y un swing irresistible ideal para cocinar y manejar en ruta. Un optimismo sonoro que se escucha, como todo lo que propone Hugo Lobo, honesto y sin afectaciones.
Decíamos: “producción artística impecable”. En el disco tocan y/o cantan referentes de las tres grandes oleadas del ska partiendo de los pioneros de los años ‘60 como Rico Rodríguez, Doreen Shaffer (The Skatalites) y Winston Francis hasta llegar a Gazz Mayall (que además tiene un sello discográfico del género y es el hijo de blusero John Mayall) y Georgia Ellis (hija del héroe del rocksteady, el jamaiquino Alton Ellis). “El ska está cumpliendo 50 años e invitar a toda esta gente fue mi modo de celebrarlo. Pensá que el primer registro que existe de ska es de Rico Rodríguez, de un tema llamado ‘Oh Carolina’. Los discos los hicimos con pocos medios: venía algún artista, y aprovechábamos. También están Janet Kay y Sandra Cross, que son bien ochentas. Y hay invitados locales como Flavio Cianciarulo, Pablo Lescano, mi viejo Rubén, Deborah Dixon”.
El arte de las portadas de algún modo reproduce gráficamente cómo encara la música Lobo, con qué actitud. El Volumen 1 es el dibujo de una locomotora atravesando una pared; el Volumen 2 muestra el impacto de un golpe de box en un rostro; el 3, un meteorito en llamas cayendo sobre un planeta. Más que ska de salón, prepotencia de calle. Pero Lobo no está solo. Todas sus ideas –que suelen ser megalómanas, al menos ambiciosas y audaces, que tienden puentes hacia diferentes estilos y generaciones– tienen un ejecutor con paciencia de araña y curtido en la filosofía autogestionaria: el productor artístico Gerardo Rojas. Su alter ego operativo. Cuenta Rojas: “Conozco a Hugo desde hace más de once años, yo en esa época trabajaba con Mimi Maura. Desde el primer día me mostró una claridad de conceptos increíble. Me trajo su primer disco, el único que no hicimos juntos, y quedé fascinado con el sonido y la idea. Compartimos cosas esenciales, como el espíritu de cooperativa. En el 2001 hicimos un pacto de caballeros: la onda era generar música, llevarla a cabo con un equipo de gente que se involucrara con el proyecto y que todos ganáramos igual en todos los shows. La excepción son las grandes presentaciones porque, por lógica, Hugo y yo ponemos mucho tiempo y cuerpo. Entre los dos hacemos todo. El, para que te des una idea, es el que se encarga solito de escribir todas las partituras”. “Escribo las partes, sí, y además tengo alma de productor –dice ahora Lobo y Goyeneche canta “Pa’ que bailen los muchachos”–. Soy obsesivo. Para esta caja de tres discos estuve tres meses durmiendo tres horas por día.”
Hugo es el hijo de Rubén Lobo, baterista y percusionista que colaboró con medio mundo y que tocó, por ejemplo, diez años en la banda de León Gieco. Por acción o reacción, como suele ocurrir en cualquier casa de hijo de vecino pero aquí más, la relación con su padre fue conflictiva y determinante. “A pesar de ser folklorista, mi casa estaba llena de vinilos de Earth, Wind & Fire, Barry White, Barry Malinow, Chicago, Los Carpenters. Los escuché todos. Yo a los 5 años estudiaba batería, era una bestia. A los 8 leía música... En cuarto grado me metí en el conservatorio. Tenía permiso para entrar más tarde a la escuela, iba al Manuel de Falla. A los 14 intenté salir del influjo de mi viejo y me puse a estudiar piano... pero me cagó. Porque –yo no sabía– él también tocaba el piano. Fue heavy para mí, como tener un profesor adentro de tu casa que, además, es tu viejo. Me tomaba lección todos los días. Lo detestaba; después lo adoré. Me llevaba a todas las grabaciones y conciertos, estuve en la casa de Sandro, fuimos a Badía y Cía, a Si lo sabe cante... Yo le hacía de plomo: le armaba la batería en cinco minutos.”
De esa mélange, de esa argamasa de ritmos y estéticas, está recubierto el núcleo duro de Dancing Mood. Parece fácil, pero no lo es. Uno de los logros menos visible de Lobo es la claridad conceptual de la banda: cómo capturar lo popular, volverlo sofisticado y no temer a la incorrección política que desafía tendencias que parten del mercado, criterios en cuanto a qué es grasa, qué es rock, qué es viejo. “A mí me gusta casi todo. Que alguien se emocione con un cover de Billie Joel o The Carpenters está bárbaro... si las canciones son buenísimas. Ahora para mi próximo disco quiero invitar a cantantes del rock argentino de antes. Quiero llamar a Gieco, a Nito Mestre, a Patricia Sosa, a Alejandro Lerner... Que me perdonen los que hacen rock ahora... pero me parece que entre Lerner y el tipo que canta en La 25 hay una diferencia, ¿no? No sé qué es grasa, lo que sé es que a Lerner le puedo pedir un tema de Coltrane y lo toca”.
Habla de Atlanta, de la función social de los clubes y dice que todavía la gente no está preparada para el regreso del público visitante en el ascenso. Y cuenta anécdotas. Hugo Lobo, el hombre de las mil vidas, es un notable contador de anécdotas. Pueden ir desde su paso por las orquestas juveniles del Bernasconi y del Mariano Acosta a su promisoria carrera como basquetbolista y su abrupto final. “Entre los 6 y los 19 años jugué al básquet. Llegué hasta juveniles y hasta hice banco en Primera. Jugué en Pueyrredón, en San Andrés, en Villa Adelina, en Círculo de Urquiza... Ya al final no me interesaba, estaba atrapado por la música. Me acuerdo que en el ’98 estaba tocando con Todos Tus Muertos. Los conciertos terminaban tardísimo... un show de viernes a la noche terminó a las siete de la mañana, y yo ese sábado jugaba a las nueve y cuarto para Círculo de Urquiza. Fidel Nadal me dejaba en el barrio porque mi casa le quedaba de paso; me cambiaba e iba a jugar... Yo ya había arrancado mal, porque Círculo de Urquiza había comprado mi pase y yo me esquincé a los dos días por ir a bailar a La Negra. Bueno, la cosa es que en ese partido yo estaba sin dormir y la veía pasar: me sacaban la pelota todo el tiempo. De la impotencia le pegué una patada a un jugador rival, el referí me cobró técnico; lo insulté y me cobró otro técnico... Le di una piña. Se armó una batahola bárbara. Me citaron del Tribunal de Disciplina ¡y me suspendieron por 99 años...! Me deben quedar 86, 87 años de suspensión.”
Ahí están las tapas de los tres discos de la caja: una trompada, una locomotora, un meteorito. Hugo Lobo no anda con vueltas con las metáforas. Es el discípulo zen que vive rompiendo varas. Se ríe con franqueza, invita un café con leche y, mientras los viejos conspiran, cuenta la última anécdota: la temeraria historia de una noche en Pacheco, que remata con una frase que uno no sabe si encerrar entre signos de admiración o de pregunta. Mejor el atajo: la combinación: “¡¿No vas a publicar eso, ¿no?!”.
Dancing Mood presenta Non Stop el 7, 8 y 9 de octubre en Groove, Santa Fe 4389, con Orquesta De Luxe y varios de los invitados que participaron en los discos: Dennis Bovell, Winston Francis y Gazz Mayall, entre otros.
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