Dom 11.05.2003
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CINE

Extraseco

Segundo largometraje de Aki Kaurismäki que se estrena en Buenos Aires, El hombre sin pasado (candidato al Oscar 2003 a mejor film extranjero) lleva al colmo del refinamiento un estilo hecho de paradojas milagrosas: un pesimismo esperanzado, emociones deshidratadas, humor serio y un escenario glacial que al calor de la piedad se transforma en un mundo de cuento de hadas.

Por Horacio Bernades

Como el héroe de un western, el hombre lía sus propios cigarrillos. Como en una de Chaplin, va de aquí para allá acompañado de un perrito cuzco. Como en una película del neorrealismo italiano, es un desocupado que encontrará cobijo en la solidaridad de sus pares. Como en un melodrama, sufre de amnesia, producto de un accidente. Como en El hombre invisible, anda con la cara cubierta hasta que se arranca las vendas. Como en una de Frank Capra, la desgracia parece abatirse sobre él hasta que de pronto, milagrosamente y casi en tiempo de descuento, él y su amada terminan felices y comiendo perdices.
Como toda su obra, El hombre sin pasado, el film más reciente de Aki Kaurismäki, es un concentrado de cinefilia: el fruto de un realizador que antes de tomar por primera vez una cámara vio todo el cine acumulado hasta entonces y después dejó de hacerlo para siempre. Sin embargo, difícil concebir hoy en día una película más comprometida con el mundo circundante que este cuento de hadas social, sentimental y proletario, nueva decantación de uno de los más inconfundibles creadores de universos del cine contemporáneo.
Ganadora de la Palma especial del Jurado en Cannes 2002, insólitamente ternada para el Oscar 2003 al Mejor Film Extranjero (¿alguien puede imaginar algo más refractario a esa feria de vanidades que las hoscas películas de este finlandés extraseco?), El hombre sin pasado será, a partir del jueves próximo, la segunda película del menor de los hermanos Kaurismäki que se estrene en Argentina. La anterior, tres años atrás, fue Juha, prepotente restauración del cine mudo —en blanco y negro y con intertítulos— en medio de un cine contemporáneo que, a diferencia del protagonista de El hombre sin pasado, parecería disfrutar de su amnesia.
La segunda trilogía
A los 45 años, con veinte de carrera y dos decenas de películas encima, Aki Kaurismäki ya no necesita de la cita explícita para entroncar con el cine y la literatura de sus maestros. No le hace falta copiar los encuadres, el letargo y las actuaciones zombificadas de las películas de Bresson (como en La chica de la fábrica de fósforos) ni usar a Jean-Pierre Léaud para certificar su deuda con la nouvelle vague (como en Contraté a un asesino) ni filmar versiones de Dostoievsky (como Crimen y castigo) o de Shakespeare (Hamlet en el mundo de los negocios) para que brille su background cultural. Todo eso ya lo lleva puesto: si a algo se parece El hombre sin pasado es a una película de Aki Kaurismäki.
De hecho, el mundo Kaurismäki es a esta altura tan propio e inconfundible que el realizador ni siquiera necesita copiarse a sí mismo. Ahora puede darse el lujo de filmar cuentos de hadas esperanzados, cuando si con algo se lo identificaba hasta hace poco era con el pesimismo, la amargura y la desesperanza. La película que marca el corte es Nubes pasajeras, de 1996, vista en Argentina en más de un ciclo retrospectivo. El film mostraba a un matrimonio de trabajadores al que todo le iba tan desastrosamente como a la protagonista de La chica de la fábrica de fósforos (para citar el ejemplo paradigmático de desolación de todo el cine kaurismakiano). Tras haber perdido un hijo, primero se quedaba sin empleo él, después ella, y todo parecía irse al demonio hasta que, in extremis y providencialmente (primera aparición del Frank Capra de Qué bello es vivir en la obra de AK), la pareja logra remontar la cuesta y termina viento en popa gracias a la intervención pura y exclusiva de un deus ex machina piadoso llamado Aki Kaurismäki.
Cada vez más resuelto a hacer de sus películas un mundo alternativo que funciona a la inversa del mundo real (“En el fondo, yo no creo en estos finales esperanzados; los pongo porque me parece que mis personajes, los espectadores y yo mismo tenemos derecho a la ilusión”), en El hombre sin pasado AK vuelve a partir del mundo real —desocupación, marginalidad, ansia de lucro, falta de piedad— para terminar oponiéndole un espejo enel que brillan todos los valores opuestos. De hecho, El hombre sin pasado es la segunda parte de una “Trilogía de la Solidaridad” que se inició con Nubes pasajeras y está pronta a concluir.
Se suele considerar que esta trilogía se opone a la anterior, la “Trilogía Proletaria”, integrada por Sombras en el paraíso (1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de fósforos (1989), en la que los protagonistas exhibían una infalible suerte para la desgracia. Sin embargo, aun esas películas sombrías y fatalistas solían terminar con un happy end como salido de otra parte. De la pura voluntad del autor, que, aunque cree que el fin de la humanidad está cerca (sus profecías mencionan el 2025 como el año clave), no está dispuesto a renunciar a la esperanza hasta tanto llegue el final.

Las cosas queridas
“Si hubiera hecho mis películas en los años ‘40 y ‘50, serían tan sentimentales como las de Chaplin”, confesó alguna vez AK. “Pero hoy en día no hay peor veneno que el sentimentalismo llorón y artificial de las mierdas que vende Hollywoood. Así que me conformo con volcar apenas unas pequeñas dosis en mis películas.”
Así, la emoción que circula a través de El hombre sin pasado (y circula mucha) es siempre sesgada, indirecta. Una emoción que opera más por inducción que por impresión y recuerda el modo en que los afectos solían manifestarse en los westerns de Howard Hawks. A veces basta una mirada, como en el momento en que ese ícono del cine kaurismakiano que es la rubia fosforera Kati Outinen gira la cabeza y descubre por primera vez al protagonista. Un breve primer plano de esos ojos ya lo dice todo; no hace falta más. En otras ocasiones, la emoción se decanta de la escena misma, como cuando uno de sus nuevos vecinos invita al héroe sin nombre a tomar unos tragos y le aconseja “no rendirse nunca, aunque haya perdido la memoria”. O surge sola, como una fuerza inmanente: en el momento mismo en que el héroe conoce al perrito Hannibal (que resulta ser perrita), es evidente para el espectador que se ha formado una pareja. La escena siguiente –Hannibal durmiendo en la cama de Markku Peltola, héroe arltiano, de ojos tristes y mechón llovido sobre la frente– no hace más que confirmarlo.
Y aparece, por supuesto, el humor: ese humor lacónico y epigramático, ácido pero enormemente naïf, una de las eternas marcas al agua que sellan las películas de AK. “Tenga cuidado, que es un asesino”, aconseja amenazante un vigilante chupasangre que se hace llamar “El Látigo de Dios”, lo más parecido a los villanos de las películas de Chaplin que se haya visto en el cine sonoro. El energúmeno se refiere al bueno de Hannibal, que corona la advertencia moviendo la colita amigablemente. “Oí hablar del rock’n’roll”, comenta a su turno uno de los músicos de la orquesta del Ejército de Salvación, a quienes el hombre sin pasado arranca de su ignorancia de medio siglo para señalarles el camino de cierta música “moderna” acaso demasiado prosaica, pero definitivamente vital.
Es que Aki Kaurismäki no puede filmar una película si no es acompañado de sus cosas queridas: tanguitos y rhythm and blues, mucho vodka y cerveza, ciertos actores y actrices, diálogos como de otro siglo, una radio de los años ‘50, un poco de piedad y gente que lo ha perdido todo.
Hasta la memoria.

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