CINE > LA PELíCULA DE JAFAR PANAHI QUE SE ESCAPó DE IRáN EN UN PENDRIVE
En 2009, Jafar Panahi –el cineasta iraní más famoso después de Kiarostami– participó de las movilizaciones por la muerte de un joven manifestante en las calles, durante las protestas contra el fraude que habría llevado a Mahmud Ahmadinejad a la presidencia. Poco después, junto a su colega Mohammad Rassoulof, fue detenido, condenado a seis años de prisión, con la prohibición de filmar, escribir guiones y viajar al extranjero durante los siguientes veinte años. Sin embargo, el año pasado llegó a Cannes una nueva película de Panahi: Esto no es una película. La sorpresa fue doble cuando se supo que había salido de Irán en un pendrive escondido dentro de una torta. El documental retrata un día en la vida del director recluido en prisión domiciliaria, a la espera de otra condena por el cargo de filmar “contra el régimen”. Mañana se estrena en el Festival de Mar del Plata.
› Por Mariano Kairuz
Como bien señaló la periodista de The Guardian que cubrió el Festival de Cannes en mayo pasado, la mayoría de las copias de las películas que se proyectan en la Croisette llegan hasta allí en un helicóptero privado, o incluso encadenadas a las manos de sus celosos autores; pero la última del iraní Jafar Panahi –cuya condena a seis años de prisión y a veinte de inhabilitación para filmar y salir del país obtuvo una sentencia firme hace dos semanas– llegó clandestinamente en un pendrive, una llave de memoria USB escondida en el interior de una torta. Sí, como si se tratara de una lima destinada a cortar los barrotes de una cárcel, según una vieja fantasía del cine y la literatura. Pero así como ésta no es una aventura de espionaje inventada por un par de guionistas hollywoodenses, la obra firmada por Panahi y presentada en el festival por su amigo, colega y co–director, Mojtaba Mirtahmasb, no es una película. O al menos –y aunque haya más cine en su hora y cuarto de duración que en buena parte de lo que pasa por las pantallas contemporáneas– eso es lo que indica el título: In Film Nist: Esto no es una película. O, para su circulación internacional, This is not a Film.
Y qué es si no es una película: un mensaje para el mundo, expresado de una manera perfectamente sencilla y documental, y a la vez con la potencia de una ficción: un día en la vida del director condenado, un día de prisión domiciliaria. Un día cualquiera, en que una palabra de más pronunciada por teléfono corre el riesgo de volverse incriminatoria. Un día en que Panahi, todavía a la espera del castigo que la administración de Ahmadinejad le depararía bajo el cargo de filmar películas “contra el régimen”, decide tratar de contar oralmente y actuar lo que, ya le advirtieron, no podrá dirigir. Un proyecto, dice en un momento en que parece ceder a la angustia, destinado al fracaso, porque “si pudiéramos contar las películas (leyendo un guión), no las filmaríamos”. Lo que la prensa y el público congregados en Cannes en mayo pudieron ver proyectado tras su arribo en un pituto enterrado en masa y crema, fue, por supuesto, mucho más que una película, y mañana y pasado mañana podrá verse por primera vez en la Argentina, en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Asistente de dirección de Abbas Kiarostami en Detrás de los olivos –de 1994, una de las películas más importantes del cineasta iraní de más renombre internacional–, miembro más prominente de la generación posterior, Panahi (quien nació en 1960) es –después de aquél– también, probablemente, el director más reconocido a nivel internacional de su país. Lo que no equivale a decir que lo sea en su país, ya que la mayoría de sus películas no pueden verse en los cines iraníes, puesto que están prohibidas por el gobierno de la República Islámica instalada a partir de 1979. Eso que nosotros conocimos desde El sabor de la cereza (1997) como cine iraní no es el cine nacional que los iraníes ven fronteras adentro, que en su lugar tiene acceso a una producción considerable, de varias decenas de films anuales de tipo popular y comercial, muchas comedias y películas de género, y de escasa o casi nula circulación occidental (podría compararse, a otra escala, con la producción para el consumo interno del cine muy popular de la India). A su vez, muy pocas películas hollywoodenses al año llegan a los cines iraníes, debido a sus “valores” en general reñidos con los del régimen. Y las películas que para el resto del mundo conformaron el boom del cine iraní, son producciones vistas primero en festivales, muchas veces prohibidas en su propio territorio y comprendidas dentro de lo que la industria cataloga un poco vagamente como cine-arte, art-house movies. Una oleada producida tras la Palma de Oro en Cannes a El sabor de la cereza, y su estreno independiente e inesperadamente exitosísimo en el circuito comercial alternativo porteño, fue el puntapié de un boom del cine iraní en la Argentina que permitió que aquí llegara buena parte de las películas posteriores (y algunas anteriores) de Kiarostami, y casi todas las de Panahi, además de alguna que otra del más discutido Bahman Ghobadi (Las tortugas también vuelan). Por supuesto que parte de este circuito de exhibición de las películas en Irán se vio por lo menos desafiado en los últimos años gracias a la piratería, y los espectadores iraníes jóvenes consumen muchísimo cine norteamericano; los interesados tarde o temprano pueden echarles mano a esas películas producidas en su propio país, pero prohibidas en sus salas. Panahi dice no quejarse: mejor que nada es que sus películas, restringidas en su país por sus presuntas críticas al régimen, lleguen a sus compatriotas en un DVD trucho.
Mientras tanto, la manera en que varios de estos cineastas han intentado eludir al menos las formas más salvajes de la censura oficial, ha sido muchas veces contar historias protagonizadas por niños. Son historias que, por supuesto, terminan hablando de toda la sociedad desde un punto de vista de aparente inocencia y en principio apolíticamente, pero a través del cual consiguen reflejar las situaciones sociales que más los obsesionan. Es el caso de la película que dio a conocer a Panahi al mundo, El globo blanco (1995), que filmó sobre un guión de Kiarostami y por la que ganó la Cámara de Oro en Cannes. Fue el comienzo de una carrera en la que el director se propuso, dice, “contar eventos humanitarios interpretados de una manera poética y artística: en un mundo donde las películas se hacen con millones de dólares, hicimos una película –El globo blanco– sobre una nena que quiere comprar un pez por menos de un dólar”. La que tal vez sea su obra maestra, El espejo (1997, Leopardo de Oro en Locarno), estaba también protagonizada por una nena, que, a partir de la anécdota mínima de la película –al ver que su madre no pasaba a buscarla a la salida del colegio, se toma un colectivo con la intención de volver a casa por su cuenta–, decide, a mitad del rodaje, que ya no quiere actuar, que no quiere seguir “mintiendo”, que ella sí sabe cómo volver a su casa, y que ese yeso que le puso la producción en un brazo es falso, estableciendo una ruptura en el relato, que a partir de ese momento se convierte en una suerte de making of de ese desvío narrativo, incorporando inesperadamente la realidad. Eventualmente, Panahi aceptaría analizar sus films en alguna entrevista internacional, señalando que si hay un formato que define buena parte de su filmografía, es el círculo, el círculo que establece no sólo la repetición de situaciones sino las fronteras cerradas dentro de las cuales se mueven sus personajes, como condenados a repetir sus destinos. El círculo, podría ser, como represión. “Tres películas –dijo Panahi–, El globo blanco, El espejo y El círculo (2000, León de Oro en Venecia), son como ciclos, o círculos, completos, donde los personajes enfrentan problemas e intentan escapar a los límites de estos círculos. Es en El círculo que nos referimos de manera directa a estos ciclos, como una suerte de pista de carrera, donde los corredores vuelven al punto de partida: si ganan, ganan juntos; si pierden, pierden juntos. Pero en realidad la victoria es de una sola persona.” Luego, Panahi filmó –nuevamente sobre un guión de Kiarostami– Crimson Gold (2003, premio de Un Certain Regard en Cannes) y Offside (2006, Oso de Plata en Berlín), esta última sobre una chica que se disfraza de varón para ingresar a un estadio de fútbol –territorio prohibido a las mujeres–-, donde se juega la eliminatoria para el Mundial, su arresto y las, por llamarlas amablemente, peripecias posteriores con otras mujeres también cazadas en el intento.
Desde entonces que Panahi no completaba un largometraje propio, aunque no porque no se le hayan ocurrido guiones sino porque el instituto gubernamental de cultura de Irán fue rechazando cada uno de sus proyectos, incluso después de que accediera a hacer algunas de las modificaciones que se le reclamaban. Uno, que cuenta brevemente en Esto no es una película, es la historia de unos soldados que al terminar la guerra con Irak (donde Panahi peleó y a la que le dedicó su primer documental) toman por asalto un tren para volver a casa. El siguiente fue el que ocupa buena parte de su no-película. Pero en todo este tiempo ocurrió algo que fue determinante para la saña con la que el régimen lo persiguió de allí en adelante, y a la hora de fijar la condena que enfrenta hoy: en 2009 participó de las protestas por la muerte de un joven manifestante de los que habían salido a la calle a denunciar el fraude de las elecciones nacionales por las que Mahmud Ahmadinejad fue nombrado presidente. Apenas unos meses más tarde, el 1º de marzo de 2010, Panahi fue arrestado en su casa de Teherán junto con los también cineastas Mohammad Rasoulof y Mehdi Pourmoussa, y otras quince personas (entre las cuales se encontraban la esposa y la hija de Panahi). Los agentes encargados de su arresto se presentaron vestidos de civil y en un principio no se especificaron los cargos. En aquella ocasión se emitió un comunicado internacional reclamando su liberación, que fue firmado por varios de los cineastas más influyentes del mundo (Scorsese, Spielberg, Oliver Stone, Soderbergh, los Coen, Coppola, Jarmusch, Malick, Demme, los Dardenne, Claude Lanzmann, y muchos otros), estrellas de cine (De Niro, Redford, Pierre Richard), críticos de renombre, directores de festivales importantes, Amnesty International y Human Rights Watch. Recién después de una semana encerrado en la prisión de Evin, a Panahi se le permitió llamar a su familia (que ya había sido liberada, sin que nadie se dignara a informárselo al esposo y padre); en abril, el ministro de Cultura iraní dijo que Panahi había sido arrestado por “encontrarse haciendo una película contra el régimen, sobre los eventos que siguieron a la (escandalosa) elección”; y el 25 de mayo se lo dejó en libertad previo pago de una fianza de 200 mil dólares.
Decidido –a falta de otra cosa que hacer con sus proyectos prohibidos, y con una sentencia pendiente– a tratar de ofrecer a los espectadores una idea cabal de cómo sería la última película que planeó pero no pudo hacer, Panahi empieza a contar el guión, prácticamente leyéndolo, ante la cámara operada por Mirtahmasb. Una chica perteneciente a una familia tradicional de modesta posición económica es aceptada en una universidad para estudiar artes, pero cuando el padre se entera decide encerrarla bajo llave en su habitación, de manera tal que no pueda llegar a tiempo a Teherán para completar la inscripción. La mera idea de filmar mujeres en el interior de sus casas ya entraña un problema para el régimen, por las limitaciones vigentes para mostrar mujeres sin velo en el cine (es por eso, dice, que buena parte de sus películas transcurren en la calle). Pero por lo que Panahi llega a “poner en escena”, en una recreación imaginaria de la habitación-cautiverio de la chica sobre una de las alfombras de su casa, su película mostraría a su protagonista no sólo sin velo sino rapada, y contemplando la idea del suicidio. Cuando el propio Panahi dice que las suyas no son películas políticas, lo dice por supuesto en el sentido más pura y duramente proselitista, ya que finalmente sus films no podrían ser más políticos de lo que son, al trabajar sobre los reflejos sociales y culturales de las restricciones que impone el régimen.
Esto no es una película encuentra a dos cineastas imposibilitados de filmar sus películas, filmándose a ellos mismos en una variación de lo que Mirtahmasb ha comparado en su presentación con un viejo chiste iraní sobre lo que hacen los peluqueros cuando se aburren: se cortan el pelo los unos a los otros. Sólo que exponiéndose a un enorme peligro: la abogada ya le ha adelantado a Panahi, al empezar el día, que en casos como el suyo se han conseguido reducciones de las penas previstas, pero que “ningún tribunal ha desestimado completamente todos los cargos. Y esto no es judicial, es ciento por ciento político”. A lo largo del día, Panahi intenta llevar una vida normal mientras avanza con su proyecto de contar lo que no se puede filmar. Escucha el mensaje (y las instrucciones para un día solitario) de su esposa mientras pasea por su habitación en calzoncillos, intenta darle queso y verduras a la sobrealimentada iguana de su hija, un bicho encantador (la iguana), que se trepa al director reclamando su atención y hasta pareciera que afecto, tan demandante como un gato gordo. En algún momento durante el registro del no-film, Panahi cederá a la angustia de estar filmando una mentira, como la protagonista de El espejo. Cuando Mirtahmasb, el director, llega, en un largo y sugestivo descenso hasta la planta baja del edificio, donde se harán más patentes, más físicas y materiales que nunca en todo el largo día, las fronteras que no puede atravesar, los estrechos alcances de su libertad de acción y movimiento, sólo le queda la reflexión y la angustia.
Y la condena que está por llegar y que volvió a motivar reclamos internacionales, y uno de la filial argentina de Fipresci (la federación internacional de prensa cinematográfica), que decía lo siguiente: “Fipresci repudia la sentencia que el gobierno de la República Islámica de Irán ha aplicado a Jafar Panahi, uno de los directores más notables de su generación. Panahi fue condenado a seis años de prisión, con la prohibición adicional de hacer cine, escribir guiones y viajar al extranjero durante los próximos veinte años. Esa sanción, como la de su colega Mohammad Rassoulof, constituye un agravio inadmisible a la libertad de expresión y constituye un caso flagrante de persecución ideológica. Panahi es un cineasta valiente, cuyas películas hablan de la realidad de su país y de las dificultades de sus compatriotas en un ambiente represivo. Fipresci Argentina se une a la comunidad cinematográfica internacional, reclama por la libertad de expresión y pide al gobierno iraní la inmediata liberación de Panahi”.
Y un pendrive en una torta, en una de las aventuras cinematográficas más delirantes, emocionantes y tristes de la historia contemporánea.
This is not a Film / (In film nist), de Mojtaba Mirtahmasb y Jafar Panahi, forma parte de la Competencia Internacional del Festival de Mar del Plata. Se proyecta mañana a las 15 y a las 17; y el martes 8 a las 15, siempre en el Ambassador 1.
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