Domingo, 6 de noviembre de 2011 | Hoy
MúSICA > TODO PINK FLOYD REMASTERIZADO
Los golpes de marketing de la industria discográfica para vender una vez más sus catálogos antes del entierro definitivo del CD son inagotables. Pero a veces, también, son bienvenidos. Esta vez es el caso de los 14 discos de Pink Floyd, remasterizados con un sonido que les hace justicia como nunca hasta ahora. Desde las experimentaciones de la era Barrett al manierismo de The Division Bell de 1994, esta edición ofrece un viaje por debajo del mito que permite explorar las sutilezas de una pareja compositiva inglesa que asumió la difícil tarea de honrar la herencia vanguardista dejada por los últimos Beatles.
Por Diego Fischerman
La música es, a la vez, montones de cosas. Un conjunto de ritos. Una manera de incluirse (y de excluirse) y de incluir y excluir a otros. Una forma de construir identidad social. Lo que muchas veces se olvida es que, además, es música. Y aunque sea cierto que el objeto sea bastante indivisible, y que nada pueda entenderse demasiado bien si se separa al sonido de sus funcionamientos sociales –se trate del punk, la bailanta o Maria Callas–, hay algo –debería haberlo, en todo caso– en la propia música. No se trata sólo de ella, podrá decirse, pero lo cierto es que no existe sin ella.
Acaban de reeditarse los catorce discos originales de Pink Floyd, remasterizados y con bellas presentaciones que reproducen los vinilos y agregan folletos con las letras de las canciones y abundantes fotos. La colección es apenas la avanzada de una serie que incluirá material inédito, tomas en vivo y una vasta memorabilia apta para fans. Como señaló Fernando D’Addario en la excelente nota publicada por Páginal12 el 16 de octubre, que el proyecto tome el nombre de Why? puede parecer una confesión o un exceso de cinismo rockero/empresarial. Sin embargo, más allá de los contenidos emocionales –a favor o en contra– con que cada uno rellene la línea de puntos que la pregunta “por qué” promueve, e independientemente de las viejas cuestiones acerca de la meneada rivalidad –y de los rendidores arreglos– entre Gilmour y Waters, de la fidelidad o no al viejo Barrett, y de las traiciones reales o supuestas que Pink Floyd habría perpetrado contra Pink Floyd a lo largo de su carrera, está la propia música. Hay un relato, eventualmente, que comienza con The Piper and the Gates of Dawn y con el single que incluía “Arnold Layne” y “Candy and a Currant Bun”, en 1967, y que concluye diecisiete años después con The Division Bell. Un relato que termina y vuelve a comenzar varias veces e incluye a varios Pink Floyd. No sólo al de Syd Barrett y al posterior sino al que acaba (y al que comienza) con The Dark Side of the Moon, el que termina –definitivamente, dirían algunos– con un disco de nombre definitivo, The Final Cut, y, también, el que empieza después del corte final. Por un lado, el de las sucesivas reconstrucciones de una pared ya derrumbada hace tiempo, ese que tendrá un nuevo capítulo frente a una multitud insólita, cuando Rogers Waters, invocando una parte (la suya) en representación del todo, se presente a lo largo de nueve noches, el año próximo, en el estadio de River Plate de la Ciudad de Buenos Aires. Podría pensarse que, ahí parado, Waters es hoy la música de Pink Floyd sin el grupo. Por el otro lado, Gilmour, ya a partir de A Momentary Lapse of Reason (1987), habiendo retenido el nombre, trató de conservar además su sonido.
La mitología alrededor de este grupo –que empezó llamándose Tea Seat y tomó su nombre definitivo de dos músicos de blues que Barrett había escuchado, Pink Anderson y Floyd Council– incluye dos certezas que, sin embargo, se contradicen entre sí. La primera es que la esencia pura y dura de The Pink Floyd Sound –luego The Pink Floyd y más tarde Pink Floyd a secas– desaparece cuando Barrett se va. La segunda es que el sello del grupo, aquello que lo vuelve inconfundible y que caracteriza su sonido (al fin y al cabo esa palabra estaba dentro del nombre primigenio), es la guitarra de David Gilmour. Es obvio: Gilmour entró en reemplazo de Barrett por lo que o ninguno de los dos es el verdadero Pink Floyd o ambos lo son. Y alcanza con escuchar el primer tema del primer disco para saber la verdad. Si bien aún no está Gilmour, ya hay una idea de la guitarra como instrumento más colorístico que armónico y, sobre todo, hay allí una infinidad de recursos compositivos que, lejos de ser abandonados en la etapa posterior, se desarrollarían con el tiempo. Lo que se escucha allí es una transmisión radial, con la voz sumamente distorsionada, que se superpone rápidamente a un ritmo regular marcado sobre el puente del bajo y una especie de mensaje en morse, con una unidad rítmica distinta. La batería en lugar de marcar un pulso regular más bien comenta y bordea esos dos ritmos, y tanto la voz como la guitarra eléctrica plantean, después, melodías muy amplias y con sonidos largos, que contrastan con las acentuaciones. Hecha la salvedad del timbre de la guitarra, que a partir de Gilmour será más espeso, casi corpóreo, la descripción podría referirse con bastante precisión a varios temas de The Dark Side of the Moon o Wish you Were Here. El resto se corresponde con bastante precisión con las afinidades explicitadas por Barrett pero, también, por Gilmour y Waters: el blues –y el country blues– y los Beatles post-Rubber Soul. Esa alquimia aparece expuesta con claridad, por ejemplo, en “Wish you Were Here”, una excelente composición a la manera de la canción folk de los Estados Unidos, pasada por el tamiz sonoro que el grupo tomó de los últimos Beatles y llevó a un nuevo escalón experimental, incluyendo la posibilidad de espacialización.
El lado Beatle, es decir eso que resultaba de la sobreimpresión del modelo de la canción tradicional inglesa –estructura de coplas y estribillo, melodías de interválica amplia y con un uso asiduo de síncopas– con experimentos tímbricos, trabajos con cortes y pegados de cintas y utilización de sonidos pregrabados que podían ir desde relojes o cajas registradoras hasta motores de moto (como en el comienzo de “Father Shout”, la primera parte de la suite “Atom Heart Mother”), estuvo mucho más presente en los inicios; el blues y el rhythm & blues se hicieron más notables a partir de The Dark Side of the Moon. Y las búsquedas sin red, que ocupaban una buena parte (presumiblemente la de Barrett) en A Saucerful of Secrets y (ya sin él) en Ummagumma, no tuvieron demasiado lugar a partir de ese momento. En Atom Hearth Mother, más allá de la ampulosidad del corno que toma el tema inicial y de la profusión de cuerdas y coros femeninos que casi llega a arruinar esa suite que le da título, todavía se escucha una posible continuación de Revolver y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. En lo que viene a partir de The Dark Side of the Moon ese rastro está olvidado. Hay, sí, una muy novedosa utilización de las posibilidades de la consola de mezcla de 24 canales y una impecable tarea de parte de quien funcionó como ingeniero de grabación: Alan Parsons. Pero, en muchos aspectos, ése es ya un disco de hits. Depuradísimo, perfeccionista en el trabajo sobre el sonido, pero musicalmente mucho más estandarizado que lo que lo había antecedido, e incluso que parte de lo que lo sucedería: Wish you Were Here, mucho de Animals, algo de The Final Cut, un poco, aunque ya tardío y manierista, de The Division Bell. La nueva edición, además de reponer algunos títulos casi imposibles de conseguir en la Argentina hasta el momento –More, el excelente Meddle,
Ummagumma– pone en foco procedimientos de grabación muchas veces vanguardistas a los que el CD no había hecho justicia. Es la primera vez que Atom Heart Mother suena realmente bien en este soporte. Y el resultado en Wish you Were Here es realmente prodigioso. Llama la atención –y queda para una nueva edición, si es que existe– la ausencia de los temas publicados en single y no incluidos en los LP originales. Algunos habían sido incluidos en un disco llamado Relics y, en rigor, todos esos temas sólo habían sido editados de manera completa en un álbum llamado The Early Singles, que formaba parte de la caja Shine On. Pero el recorrido de la moto en el fenomenal comienzo de “Atom...”, la guitarra de Gilmour en la exposición final del tema (¿alguien pensará seriamente que se trata tan sólo de la marca de una traición?) y las pequeñas canciones beatle de los primeros discos compensan con creces lo que falta. Y, también, lo que sobra: aquella megalomanía que, en todo caso, hoy se lee como una marca de época.
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