› Por Keith Richards
Yo sabía cuán bueno era Michael en lo que hacía, porque ya había visto trabajos suyos anteriormente; sin embargo, la mayor parte de las veces dudaba de que realmente tuviese rollo dentro de esa cámara y ni hablar de que estuviese en foco. Lo que quiero decir es que, en los estados en los que a veces nos sumergíamos, Michael estaba tan volado como todos nosotros y aun así seguía trabajando, mientras que yo ni siquiera hubiera sido capaz de levantar una guitarra y tocar. Me es difícil recordar muchas cosas sobre Michael, porque él tenía esa extraña cualidad: podía estar allí y a la vez no estar. Hasta el recuerdo de cómo fue en realidad nuestro primer encuentro es extraordinario. Tiene que haber sido en su estudio, en Kings Road. Creo que un día estábamos paseando por ahí con Anita, Brian y Robert Fraser, y ellos dijeron simplemente: “Paremos aquí y visitemos a Michael”.
Fue la primera persona que hizo que me interesara la fotografía. Solíamos decirle: “¿Qué estás haciendo? Vamos, man, debemos irnos”. Y él: “No, tengo que hacer esto, primero tengo que hacer esto”. Y aunque tratábamos de apurarlo, él era un fotógrafo y nos dejaba bien en claro a todos que se dedicaba a eso.
Siempre estaba cerca. Solía pedirle: “Quedate un minuto, voy a terminar esta canción”. Y se entusiasmaba. “¿Puedo quedarme a mirar?”, preguntaba. “Bueno, si querés...”, le decía. Siempre me resultó difícil entender que alguien pudiera estar interesado en observar el trabajo de otro. Michael estaba allí, pero nunca presumía ni se aprovechaba de ello, jamás se interponía en tu camino. Sabía cuándo mantenerse apartado, entonces lo que hacía –sacarnos fotos–, era un hecho natural en nuestra relación. Jamás te fastidiaba poniéndote una cámara en tu cara, ni haciéndote consciente de ésta. Michael sólo sacaba fotos. Hacía eso. Estar cerca de nosotros y ser además la única persona que yo soportaba allí era algo completamente natural para él. Siempre fue un tipo increíble. No era solamente porque te gustaba tanto como persona que lo dejabas hacer cosas que jamás les permitirías a otros. Michael lo hacía tan bien y tan sigilosamente que la mayor parte de las veces nadie notaba que nos estaba fotografiando.
Luego llegaron las tapas de los discos Sgt. Pepper para los Beatles y Satanic Majesties para nosotros. Casi puedo imaginar a Michael sentado un día frente a su colección de discos pensando furioso: “Mmm, yo podría haber hecho algo mejor con esas tapas, tal vez podría hacer una para los Beatles y otra para los Stones”. Sé que no fue así como pasó todo, especialmente con la portada de Sgt. Pepper, pero Michael hizo una después de la otra y ninguno le dijo: “¿Es broma? ¿Los Beatles y los Stones seguidos? No se puede, van a ser muy parecidas”. Pero nadie lo pensó siquiera, y Michael terminó con dos portadas que realmente valía la pena poner en cada punta de su colección de discos.
Había una extraña similitud entre Brian y Michael. No sólo porque ambos murieron tan jóvenes y tan cercanos uno del otro, sino por esa suerte de depresión potencialmente infinita a la cual ambos podían ser tan vulnerables. Era como una suerte de supersensibilidad que crecía y los reclamaba en cualquier momento. La muerte de Brian siempre estará bajo sospecha, mientras que la de Michael se precipitó en 1973, en una época en la cual todos sus intereses parecían haber de-
saparecido. Sé que por sobre todas las cosas él estaba sumido en una inmensa depresión por sus problemas personales. Pero la verdadera tragedia de Michael fue que si hubiese podido resistir un poco más, podría haber solucionado esos problemas y hubiese podido ver cómo las cosas volvían a su cauce.
Era imposible estar con Michael por un tiempo y no excitarse con su vida, de la misma manera que él lo hacía con la tuya. Al poco tiempo de estar con él, comenzabas a ver las cosas a través de sus ojos. Yo solía decirle: “Mirá eso, sacale una foto a aquello”, ya fuera una viejita subiendo a un taxi o un niño sentado sobre el alféizar de una ventana. Y así comenzabas a mirar realmente las cosas que te rodeaban. Michael me incitaba siempre a observar el escenario pequeño y extraño de la calle, un mundo que él capturaba con el mismo nivel de intensidad, destreza y habilidad que utilizaba cuando documentaba todo el quehacer de los Stones en sus fotos. ¿Quién no podría estar agradecido con él?
Este es parte del prólogo a Early Stones, el extraordinario libro que recopila las fotos de los Stones tomadas por Michael Cooper, y que incluye testimonios de Richards, Jagger, Anita Palemberg, Marianne Faithfull e Ian Stewart.
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