› Por Christopher Hitchens
En su inquietante librito Minima moralia, Theodor Adorno escribió que sin duda se podía hacer una película artísticamente satisfactoria que cumpliese todas las limitaciones y condiciones impuestas por la Hays Office (el censor de Hollywood de entonces), pero sólo si no existía Hays Office. Siempre he entendido que esta brillante observación gnómica presupone las siguientes dos cosas: primera, que la virtud y el mérito pueden convertirse en lo opuesto si se exigen o imponen. Segunda, no es fiable ninguna descripción o definición de uno mismo. (Un funcionario del sindicato de transportes, a la pregunta durante una vista del Senado sobre si su sindicato era realmente poderoso, respondió reservada pero elegantemente diciendo que ser poderoso era un poco como ser elegante: “Si tienes que decir que lo eres, probablemente no lo eres.”)
A lo largo de nuestra correspondencia, he sido totalmente incapaz de sacudirme de encima una ligera sensación de impostura. Si me defines como una autoridad sobre el radicalismo, quizá seas víctima de una ilusión; si acepto tu invitación sin más, puede que me esté ridiculizando. Un temprano tutor mío en el periodismo radical, el fallecido James Cameron, confesó un día que cada vez que se dirigía a la máquina de escribir pensaba: “Hoy es el día en que van a descubrirme”. (Había sido el gran cronista de la independencia de la India, y cuando murió era el único hombre que había presenciado tres explosiones nucleares.) Cuando sufro esta mismísima aprensión, me consuela pensar que el Papa, la reina y el presidente despiertan todas las mañanas con un lacerante temor parecido. O que, si no es así, merecen que se dude y se desconfíe de ellos más aún, si fuera posible, de lo que yo ya dudo y desconfío de ellos.
O sea que no tengo perorata que hacer ni toque de clarín para cerrar estas páginas. Cuídate de lo irracional, por seductor que sea. Rehúye al “trascendente” y a todo aquel que te invite a subordinarte o aniquilarte. Recela de la compasión; prefiere la dignidad para ti mismo y para los demás. No tengas miedo de que te consideren arrogante o egoísta. Imagina a todos los expertos como si fuesen mamíferos. Nunca seas un espectador de la iniquidad o la estupidez. Busca la discusión y la disputa por sí mismas; la tumba suministrará cantidad de tiempo para el silencio. Sospecha de tus propios motivos y de todas las excusas. No vivas para los demás más de lo que esperases que los otros vivieran para ti.
Te dejaré con unas pocas palabras de George Konrad, el disidente húngaro que conservó su integridad durante unos tiempos crepusculares, y que sobrevivió a sus perseguidores escribiendo Antipolítica y El perdedor, y muchos otros ensayos y ficciones lapidarios. (Cuando, tras la emancipación de su país y su sociedad, fueron a ofrecerle la presidencia, dijo: “No, gracias”.) Escribió esto en 1987, cuando el amanecer parecía muy lejano:
Busca una vida vivida más que una carrera. Refúgiate en el buen gusto, La libertad vivida te compensará de unas cuantas pérdidas... Si no te gusta el estilo ajeno, cultiva el tuyo. Llega a conocer las mañas de la reproducción, sé tu propio editor incluso cuando conversas, y el placer del trabajo llenará tus días.
Que así sea contigo, y que conserves la pólvora seca para futuras batallas, y que sepas cuándo y cómo reconocerlas.
El ensayista, periodista y feroz polemista Christopher Hitchens murió el viernes pasado, a los 62 años, después de un cáncer sobre cuyo tratamiento él mismo escribió copiosa, conmovedora y agudamente, retomando uno de los grandes temas que había abordado en sus últimos libros: la religión, la fe, el escepticismo y la figura de Dios. Antes, se había dedicado con igual pasión y espíritu confrontativo a la literatura y a la política. Estas líneas son el cierre del libro Cartas a un joven disidente (2001, edición en castellano por Anagrama), en el que alienta a futuras generaciones en el arte de la disidencia y la rebeldía intelectual, y que puede leerse como credo y legado.
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