Domingo, 8 de enero de 2012 | Hoy
> A PROPóSITO DE LA MUERTE DE LA MONA
Por José Pablo Feinmann
Ahora que se murió la mona de las películas de Tarzán, todos venimos a descubrir que era un mono. No una travesti. Un mono con todo como para serlo. Y peor: que éramos unas bestias en llamarlo Chita porque se escribe “Cheetah”. Pero esta historia –para todos los veteranos que fueron niños en los años ‘50– tiene otro escenario, otro país, el nuestro, y otros actores que nada tuvieron que ver con el inmortal Johnny Weissmuller de los films de Hollywood. Aquí, esa historia se cuenta como sigue: los pibes volvían del colegio. Las madres les tenían preparada “la leche”. “La leche” que los pibes tomaban era una chocolatada riquísima que se llamaba Toddy. Toddy presentaba un programa de radio, que los pibes escuchaban gozosos mientras invariablemente se bebían el Toddy con pan y manteca. Se transmitía por Radio Splendid. Primero a las 17.30. Pero hubo quejas: a esa hora los pibes no habían vuelto aún del colegio. Lo pasaron a las 18. A esa hora, sin fallar nunca, el locutor (que se llamaba Julio César Barton) anunciaba a voz de pecho: “¡Tarzán, Rey de la Selva!”. Con el tiempo supe que la hermosa y triunfal música que acompañaba esa voz y abría el programa era la coda del cuarto movimiento de la Quinta Sinfonía de Dimitri Shostakovich... ¡un músico de la URSS! Pero nadie se dio por enterado. Ni siquiera el padre Virgilio Filippo, que transmitía unos amenazadores programas sobre la hidra comunista que a todos quería someternos. ¿Someternos? Si Tarzán estaba de nuestro lado. Luego de que Barton arrojara al viento el nombre del programa se escuchaba el célebre grito de Tarzán. Que vendría ser, más o menos, algo así: “¡Aá-Aá-Aá–Aáaaaaaaa!”. Impresionante. Se lo habían hecho grabar a un tenor del Colón porque seguramente a César Llanos (que hacía de Tarzán) no le saldría tan sonoro. César Llanos tenía un lomo impresionante. ¿Cómo se sabía esto? Porque los protagonistas del suceso recibían y firmaban autógrafos en la radio. Y César Llanos, que decía a quien quisiera oírlo que estaba lleno de plata, se compró un descapotable superdeportivo y forró los asientos con piel de leopardo. Así se paseaba por las calles de Buenos Aires. A veces todo el elenco recibía al público en algún teatro. Las butacas no eran suficientes. Las colas rodeaban la esquina. La gente se apretujaba. Hasta, algo fastidiado, Perón comentó a alguno de los suyos: “¡Pero, che, estos tipos juntan más gente que nosotros!”.
Tarzán tenía sus lazos afectivos. Sobre todo con Juana, que era su compañera. Y con Tarzanito, que era... no se sabía bien. Tenía que ser su hijo. Pero, ¿era el hijo de Juana? Nadie se preguntaba esas cosas oscuras, incómodas. Los ‘50 eran los años de la pureza. Después de Tarzán venían Blanquita y Héctor, Una pareja rinsoberbia. “Rinso” se llamaba el polvo limpiador que los auspiciaba. Y enseguida el Glostora Tango Club, con las mejores orquestas de tango. Alfredo De Angelis, Osvaldo Pugliese (que a veces se lo llevaban en cana porque era comunista, pero siempre volvía), Juan D’Arienzo (“El rey del compás”), Aníbal Troilo o Carlos Di Sarli. Y, por fin, Los Pérez García. Que empezaba siempre igual: sonaba el teléfono, alguien de la familia levantaba el auricular y –muy seguro y muy cálido, con calidez de hogar– decía: “Sí, ésta es la casa de los Pérez García”. Bueno, el clima era ése. Para los pibes, la gloria era Tarzán.
Los efectos especiales eran increíbles. Nosotros estábamos en la selva. Pájaros, los pasos sobre la arena o el barro o el agua, el rugido de los animales y, especialmente, de Tantor, que era un elefante, creación total de la versión argentina. La propaganda era incesante. Teníamos que tomar Toddy o jamás seríamos hombres rudos y valientes como Tarzán. En una aparecen dos pibes cruzándose terribles piñas. Los tiempos eran así: “agarrarse a piñas” era obligatorio. ¿Y cómo entonces no tomar Toddy, que lo volvía a uno tan fuerte como Tarzán o como César Llanos? Los pibes del aviso tiran una piña cada uno y la encajan en la cara del otro. Tienen pantalones cortos. (Era la época en que “ponerse los largos” implicaba convertirse en un hombre crecido. No un señor como papá, pero tampoco un pendejo pajero como se había sido hasta ese momento. Era, en suma, un rito iniciático. Un diploma. El reconocimiento de la hombría.) Por haber acertado los dos su piña, el aviso dice: “¡Empate! Los dos son fuertes”. ¿Por qué? Enseguida se aclara: “Los dos toman Toddy tres veces por día”. Porque el Toddy era así. Había que tomarlo tres veces por día. Si no, jamás sería uno como el hombre de la selva. Otro aviso es un mensaje de Tarzán: “Tarzán está a las 18. A las 18 tomen Toddy. Tarzán está en todo el país. Toddy también. Tarzán de lunes a viernes. Toddy frío todos los días”.
Chita es el personaje que menos recuerdo de la radio. Era más vistoso en el cine. Todas las otras cosas sobre el hombre de la selva serían largas de decir. Como el pene de Tarzán (aquí entramos en otra zona de la narración). Hay un dibujo de 2011 con todas las confusiones de estos tiempos. Se lo ve a Tarzán montado en la inmensa trompa de Tantor. Pero la trompa, al surgir de entre sus piernas, semeja un pene de extraordinarias dimensiones. Se dice que Tarzán buscaba impresionar a las más bellas nativas. Sobre el lomo de Tantor, Tarzanito “se machetea a Chita”. Juana (Jane) se ve muy feliz sentada en el miembro también superlativo de un nativo. Y los profesores de la serie, dos simpáticos personajes también creados por los genios de Toddy, son ahora dos gays que andan muy juntos y dulzones. Acaso, con los héroes de los comics, de la radiofonía y del cine, no se haya avanzado más allá de acusarlos de ser pareja. (Y negarlo, ocultarlo.) Alguien pone que Sandokán y su fiel y bravo Yáñez eran novios. Nunca se me ocurrió. Y sobre Batman y Robin no hay quien no sepa el viejo chiste: “Batman ama a Robin”. Poco divertido y ya inevitablemente viejo. Tengo algo mejor. No tiene nada que ver con el sexo. Porque no es arduo advertir que Tarzán y Jane, ahí, en la selva, solos y medio desnudos, dan para cualquier cosa. Vamos al áspero tema final.
Johnny Weissmuller hizo el film iniciático de 1932. No era –cronológicamente– el primero, pero la serie empieza con él. Por su calidad, por el carisma del héroe, por la seriedad total del proyecto. Jane Parker (Jane) era Maureen O’Sullivan, la mamá de Mia Farrow. En 1932 estaba deslumbrante y –con el Código Hays aún en las gateras– lucía su cuerpo hasta la desnudez casi total para alegría de las plateas del mundo entero. La escena en que Tarzán y Jane nadan juntos en un bello río africano y él le acaricia la cabeza tiene un erotismo desbordante. No olvidemos que Tarzán es puro. Que expresa la negación del mundo civilizado y corrupto. Que es puro, bueno y potente como un gran gorila. Los malos son siempre los que vienen del “más allá”. De la civilización. O buscan marfiles en el cementerio de los elefantes o gorilas y leones para los circos o tesoros escondidos. A ellos Tarzán opondrá su pureza y su poderío físico para preservar el mundo de la naturaleza contra el tecnocapitalismo (Heidegger) o contra la “razón instrumental” (Escuela de Frankfurt). Tarzán es la antítesis de la modernidad capitalista. Como personaje. Y a la vez, como mercancía, es una de las más exitosas, de las que más dinero le ha dado al mundo del capital. Volvamos a Johnny Weissmuller. Había nacido en 1904, en Pensilvania. Se fue a Chicago. Se dedicó a cultivar su cuerpo y a nadar. Se consagró en ese deporte. Tuvo su recompensa: lo llamaron para hacer de Tarzán en el importante film de 1932. El y Maureen O’Sullivan, que, es hora de decirlo, era mucho más hermosa que Mia Farrow y cuando estalló el affaire Soon Yi fue la que más injurias arrojó sobre Allen. Acaso sea ella la que llamó a Sinatra para que la mafia le quebrara las piernas. Jane, al crecer, perdió esa inocencia que paseaba entre las lianas y los cocodrilos ávidos de morderla, comprensiblemente. Pero Weissmuller perdió algo más grave: perdió la razón. O casi, que es peor. Dilapidó su fortuna. Se casó varias, demasiadas veces. Y hasta terminó por ser portero en un hotel de Las Vegas. Cierta tarde, no recuerdo qué estaba haciendo (yo, no Tarzán), pero tenía la tele prendida y a mano. De pronto, azarosamente, miro la pantalla. Un locutor dice: “El famoso actor Johnny Weissmuller, que interpretó numerosas veces a Tarzán, fue internado en un hospital psiquiátrico de la ciudad de Chicago”. Y ahí estaba él, Tarzán. Flaco, viejo, pálido, en una silla de ruedas que alguien empujaba. Vestía un traje negro y una camisa blanca, muy abierta sobre el pecho. Me dio mucha pena. Pero lo peor aún estaba por suceder. Porque, súbitamente, Weissmuller detecta la cámara que, oculta, lo está filmando. Sonríe feliz. Otra vez está en el centro de la escena. Sigue siendo el que siempre fue. Sigue siendo Tarzán. Lleva sus manos, como pantallas, a su boca y jubiloso arroja su mítico grito selvático: “¡Aá-Aá-Aáaaaaaaaaa!”. Más loco no podía estar. El, que –nada menos– había sido el Rey de la Selva. Es dura la vida.
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