Domingo, 29 de enero de 2012 | Hoy
CINE > ENTREVISTA CON ALEXANDER PAYNE, DIRECTOR DE LOS DESCENDIENTES
Director de las notables Las confesiones del Sr. Schmidt y Entre copas, Alexander Payne vuelve a cosechar elogios y nominaciones al Oscar por Los descendientes, la película protagonizada por George Clooney, basada en una novela de Kaui Hart Hemmings, que por partes iguales disecciona una tragedia familiar y el sistema de castas sociales de ese lugar tan extraño que es Hawai. En charla con Radar cuenta cómo es para un norteamericano del continente adentrarse en la particular historia de esa isla, evoca el cine de los años ’70 y asegura que, aunque filme dramas, siempre mantiene un territorio cómico: el hombre de mediana edad y su inefable crisis.
Por Mariano Kairuz
“El paraíso se puede ir al carajo”. Para el protagonista de Los descendientes, la nueva película de Alexander Payne –que desde esta semana está nominada a cinco premios Oscar incluidos los de mejor película, mejor director y mejor actor protagónico: George Clooney– es importante dejar claro de entrada que Hawai, para los hawaianos, no es necesariamente el edén que el resto del mundo imagina. “No es fácil estar deprimido en el trópico”, dice Matt King en el libro de la escritora hawaiana Kaui Hart Hemmings que el film de Payne adapta siguiendo casi a pie de la letra, y que acaba de llegar a las librerías locales (Ed. Mondadori-Debolsillo). “No me cabe duda de que en las grandes ciudades puedes ir por la calle con el entrecejo fruncido sin que nadie te pregunte qué te pasa o intente hacerte sonreír. Aquí, en cambio, todo el mundo mantiene la actitud de que somos afortunados por vivir en Hawai; el paraíso terrenal. Por mí el paraíso puede irse al carajo.”
El Hawai que describe Los descendientes es un mundo en el que los empresarios y los ejecutivos pueden asistir a sus reuniones en camisas de flores y colores chillones (esas a las que en el resto del planeta se les dice “camisas hawaianas”). La película registra este universo caricaturizándolo un poco, al menos al principio. La imagen de George Clooney corriendo en chancletas parece decir: esto es una comedia. Lo cual no es una obviedad, en una primera mirada, para una película que trata sobre un hombre que debe ocuparse de tomar la decisión de “desenchufar” a su mujer, que se encuentra en un coma irreversible tras un accidente náutico; contener a las dos hijas de ambos –una nena de 10 y una adolescente– para quienes hasta ahora siempre se consideró el “padre suplente” (mientras la madre ocupaba el cargo, digamos, titular), y lidiar con la revelación de que su esposa lo estuvo engañando con otro hombre durante los últimos tiempos, un detalle sobre el cual ya no tendrá la posibilidad de confrontarla. Cuando empieza Los descendientes, Hawai se parece más bien a un infierno para su protagonista.
“Es una locación única”, le dice Alexander Payne a Radar en una entrevista telefónica en la que cada tanto intercala palabras y expresiones en perfecto castellano. El cine de Payne siempre se ha caracterizado por hacer del ambiente y el paisaje un personaje más, y hasta Las confesiones del Sr. Schmidt (2002) incluida, ese paisaje fue el que él mismo conoció desde chico: Omaha, Nebraska, el medio Oeste, el Midwest norteamericano. Ese fue el espacio, también, en el que transcurrieron Election y Citizen Ruth. Luego se trasladó a los viñedos californianos que le dieron una particular escenografía a Entre copas, la película por la que ganó el Oscar a mejor guión adaptado; y ahora pegó el salto a la isla que, dice, es un lugar completamente extraño incluso para un norteamericano como él. “La verdad es que nunca vi una película que transcurriera en el verdadero estado de Hawai: cuando se filma algo ahí lo que se muestra es el surf, la playa, o se usa como el Caribe, como en la serie Lost. Pero nunca la vida verdadera, cotidiana, de Hawai, y especialmente de Honolulu. Esa era una de las cosas que más me impresionaron de la novela: ese lugar y la extraña aristocracia local que describe, que es muy sui géneris, que no tiene nada que ver con el resto de Estados Unidos.”
Es en el retrato de esta aristocracia que Hawai se hace verdaderamente presente en Los descendientes, novela y película. Un segundo eje argumental corre a la par del drama familiar, superponiéndose por momentos: King es, además del viudo inminente que mantiene a su familia con lo que gana trabajando como abogado, el administrador del millonario fideicomiso familiar, y como tal debe tomar una decisión sobre qué hacer con las miles de hectáreas de tierra que han pertenecido a él y sus muchos primos durante más de un siglo y medio. “Tengo un conflicto interior debido a mi herencia. Nací en el seno de una de esas familias hawaianas que hacen dinero merced a la suerte y a los muertos”, confiesa King en la reflexiva voz que lleva adelante la novela e hilvana buena parte de la adaptación. Toda la descendencia de su bisabuela, una princesa perteneciente a una monarquía “decidió qué tierras le pertenecían”, y de su abuelo, un hábil hombre de negocios haole (blanco), “al igual que los descendientes de los misioneros de Hawai, los dueños de plantaciones de azúcar y demás, siguen beneficiándose de esas transacciones de otros tiempos. Nos quedamos cruzados de brazos mientras el pasado arroja millones a nuestros pies”.
En una escena graciosa y particularmente grotesca en la que King debe ir hasta la casa de una compañera de escuela de su hija para obligarla a pedir disculpas por los maltratos que ésta le ha estado prodigando, la madre de la chica le espeta, con algo de rabia apenas contenida, que su dinero esta vez no le permitirá desentenderse de sus responsabilidades. Y, justo antes de despedirlo, no pierde oportunidad de hacerle saber que la decisión que pronto deberá tomar respecto de la venta de sus tierras familiares es un asunto público, que afectará profundamente la vida de los habitantes de la ciudad. King pertenece a esta rara aristocracia que define parte de las relaciones sociales y de clase en Hawai, explica Payne. “Son como los latifundistas de una república bananera”, dice. “Muchas veces he trabajado con una novela de base, pero ésta es la ocasión en que más recurrí al autor. Kaui Hart Hemmings proviene de esta aristocracia, ella se crió en una de estas familias y escribe del mundo que conoce. Así que confié en ella para que me ayudara a zambullirme en este mundo, y me abrió las puertas de los clubes, de las casas, del medio social y cultural de esta gente. Hay un claro sistema de clases en Hawai, y hay mucho resentimiento de los autóctonos hacia los blancos, los que han controlado tanto el poder económico como político del territorio durante doscientos años. Así que lo que filmé es una suerte de comedia sobre una versión contemporánea de lo que mucha de esta gente ve como colonialismo. Una comedia sobre un tipo extraño de aristocracia.”
Si bien es cierto que la película sigue muy de cerca la novela manteniendo intacta buena parte de sus diálogos, por momentos Payne efectúa sutiles modificaciones. Hay una escena esencial, en la que King decide contarle a su hija mayor que el estado de su madre es irreversible y que pronto habrá que desconectarla. La chica (la notable Shailene Woodley, toda una revelación, que convierte a su personaje en una adolescente herida y rabiosamente hormonal) está metida en la pileta; tras escuchar la contundente noticia, se sumerge bien adentro, donde la vemos ahogar su llanto. La escena es clave porque a partir de allí la película comienza a abandonar el tono caricaturesco que había tomado hasta entonces, al menos en parte, para empezar a internarse en un territorio emocional, de sentimientos sinceros. Y nadie podrá decir que en las películas de Payne, ésta incluida, los diálogos no sean fundamentales, pero lo cierto es que esta escena, la de la pileta, se juega enteramente en su fuerza visual; toda su expresividad prescinde por completo de las palabras. A muchos les sorprendería saber que Payne es un fanático de la comedia muda, pero en momentos como éste, es eso lo que tiene como horizonte.
“Por supuesto que hice muchos cambios respecto del libro original porque cada medio opera en sus propios términos”, dice Payne, quien retrabajó una primera versión del guión firmada por Fat Naxon y Jim Rash (los tres están nominados al Oscar por la adaptación). “Busco algo que sea divertido a la vez que dramático, y a veces también absurdo, una interés que compartimos con mi coguionista habitual Jim Taylor, que en este caso no trabajó en el guión, pero sí como productor.” De hecho, todas sus películas son adaptaciones literarias, a pesar de lo cual Payne ha creado una obra consistente, personal, en la que incluso hay ejes recurrentes, como el tema del hombre de mediana edad en crisis obligado a dar una vuelta de timón en su vida: el escritor rechazado (Paul Giamatti) en Entre copas; el Sr. Schmidt (el en rigor más veterano Jack Nicholson); ahora el heredero y padre viudo y cornudo Matt King. “Suelo poner como ejemplo a Kubrick”, dice Payne. “No es que pretenda compararme con él, pero muchos de sus films, creo que 11 de 13, eran adaptaciones. Para mí es inspirador: de un libro uno obtiene una sugerencia argumental de un mundo que a uno no se le hubiera ocurrido en un millón de años. A mí jamás se me hubiera pasado por la cabeza algo como lo que escribió Hemmings en Los descendientes, pero me alegro de haberlo leído. Y respecto de ese personaje que aparece en casi todas mis películas, el hombre de mediana edad, bueno, creo que es algo tomado de la vida real. Todos vivimos una crisis constante en la que tenemos que crecer o morir, en la que la vida te está diciendo todo el tiempo que estás tomando las decisiones incorrectas, y que si estás equivocado sobre el ABC, tal vez todo lo que creés saber está mal. Entonces tenés que confrontar tu esencia, la esencia de quien sos realmente. Yo sé que esto puede sonar muy serio y muy dramático, pero para mí es material de comedia. Chaplin tenía a su vagabundo, Keaton el rostro inmóvil, y yo quiero tener este tipo de mediana edad en su crisis permanente: ése es mi territorio cómico.”
En última instancia, con sus reflexiones sobre los efectos a menudo aplastantes de las largas rutinas matrimoniales –la comodidad de lo conocido, la confianza y también la frustración, unidos en un combo difícil de sacudirse de encima–, sobre relaciones familiares truncas y otras miserias ordinarias, Los descendientes mira, como buena parte de las películas anteriores de Payne, al cine norteamericano de los años ‘70. Un cine, dice el director, “que trataba sobre la vida y que buscaba evitar los artilugios que dominan el cine de hoy”.
Si se le pregunta a Payne qué extraña de aquél cine, dirá que “su verdadera humanidad, aquello que la convertía en un reflejo de nuestra cultura. No quiero caer en un cliché, pero los ‘70 fueron una edad de oro del cine norteamericano, no LA edad de oro, pero una de ellas. Y fue la década en la que fui adolescente y por lo tanto muy impresionable, e iba al cine tres veces a la semana. Vi, como todo el mundo, Barrio Chino, El padrino I y II. Me gustaba Five Easy Pieces y no tanto King of Marvin Gardens, de Bob Rafelson, pero la que de verdad me hubiera gustado hacer a mí es The Last Detail (El último deber, 1973), de Hal Ashby. Me vuelve loco la textura de la actuación de Jack Nicholson en ese film; es una película que no sólo es graciosa, es también trágica, y tiene una historia de amor hermosa, que atraviesa las barreras que le impone la sociedad, una historia de amor entre dos guardianes y su prisionero; en la que ninguno de ellos quiere estar ahí y encuentran amor a través de eso. Las de aquella época son las que implantaron en mí la idea de lo que es un film norteamericano adulto comercial. Luego las películas cambiaron. Quiero que se hagan películas en las que nos podamos ver a nosotros mismos. Quiero que los argentinos hagan películas sobre los argentinos, los franceses sobre los franceses; y sé que el cine norteamericano de hoy no está haciendo eso. Las películas cambiaron, pero yo no cambié: sigo tratando de hacer films como aquellos en los que encontramos un reflejo de quienes somos”.
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