Dom 01.04.2012
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CINE > LA EXTRAORDINARIA PELíCULA SOBRE LOS CHICOS QUE ASESINAN A SUS COMPAñEROS DE ESCUELA

Cien veces no debo

El tema fue investigado con poderosa honestidad por Michael Moore en Bowling for Columbine. Después, su núcleo frío y candente a la vez, fue revestido por la cámara lírica de Gus Van Sant en Elephant. Pero ahora, el tema de los chicos que un día entran a su escuela armados para disparar contra cualquiera y contra todos, encuentra en Tenemos que hablar de Kevin, de la escocesa Lynne Ramsay, una expresión asombrosa e inesperada como nunca antes: basada en un muy buen libro, al que supera con creces, lo convierte en una película de terror y en un viaje al corazón de un tabú.

Durante casi ocho años, la directora escocesa Lynne Ramsay (nacida en Glasgow, Escocia, hace 41 años) estuvo obsesionada, trabajando y escribiendo, en una película que no fue. Es decir: que no fue suya. Después de los éxitos críticos y estéticos de Ratcatcher (1999) y Morvern Callar (2002), la compañía Film4 la contrató para adaptar Desde mi cielo, la novela de Alice Sebold. Claro que cuando Ramsay –que se enamoró del libro– fue convocada, Desde mi cielo todavía no había sido un éxito editorial; ella, además, había leído la novela cuando aún era un manuscrito. Según cuenta en entrevistas, Lynne Ramsay tuvo un mal presentimiento cuando Oprah Winfrey recomendó el libro en su Book Club, bendición capaz de convertir casi cualquier texto en un best-seller. Así fue: en una semana, la extraña historia de una niña violada y asesinada que observa desde su más allá el proceso de duelo de sus padres, la investigación frustrada, la vida que continúa sin ella –una novela al mismo tiempo oscurísima y esperanzada– entró a la lista de los más vendidos. Ramsay seguía, sin embargo, en control de la adaptación para cine y logró terminar un guión que la enorgullecía, triste y denso, escrito desde el punto de vista del padre de la niña muerta. Justo ahí, cuando sólo quedaba comenzar a rodar, la compañía Film4 fue desguazada, entraron a jugar en ella grandes nombres de Hollywood y, sin mayores ceremonias, decidieron desplazar a la cineasta escocesa –no ayudó, afirma ella, su actitud sin concesiones– y entregarle la película a Peter Jackson, que venía de merecidos megaéxitos como El señor de los anillos y King-Kong. “Fue una lucha de David y Goliath”, dijo Lynne Ramsay en una entrevista para The Guardian. “Sabía que la versión de Peter no iba a funcionar en cuanto leí el guión. Los niveles de desinformación y mentiras alrededor de esa novela y esa película fueron shakespeareanos.”

Despojada del trabajo al que se había dedicado enteramente, Lynne Ramsay sufrió una crisis de inseguridad. Sabía que el guión era bueno; sabía que ella era la indicada, y sin embargo tuvo que dar un paso al costado. “Esta es una industria clasista y sexista”, dice ahora. “Nunca iban a defender a una mujer joven, de clase obrera escocesa y con cierta actitud.” Para colmo, en el año siguiente a su “despido” murió su padre y, poco después, Liana Dognini, la coguionista del abortado Desde mi cielo.

Lynne Ramsay pensó en abandonar el cine. En volver a la fotografía, su primera carrera. En retirarse. Hasta que encontró otro libro inspirador: We Need To Talk About Kevin (2003), de Lionel Shriver, una escritora norteamericana residente en Londres. Pero esta novela, que Ramsay sí adaptó para cine con resultados inquietantes y fabulosos, no se trata de una chica asesinada. Todo lo contrario. Se trata de un chico asesino.

ESTUDIO EN ESCARLATA

No es la primera vez que Lynne Ramsay trabaja la historia de un chico que mata. Ratcatcher, su éxito de crítica de 1999 que le valió comparaciones con Truffaut y Ken Loach, comenzaba con un niño que, por accidente, ahogaba a su compañero de juego en un fétido canal de un barrio obrero de Glasgow, un barrio de monoblocks que hiede y es considerado un atentado a la salud pública porque está afectado, desde hace meses, por una huelga de basureros. Un barrio con más ratas que gente, en los años ’70, poco antes de que en toda Inglaterra los jóvenes declararan el “no future”. Tampoco es la primera vez que trabaja la culpa y la supervivencia: en Morvern Callar (2002), la chica del título (estupenda Samantha Morton) estaba llena de reproches por el suicidio de su novio, el abandono de ese cuerpo, el robo de la novela del chico, que trataría de publicar con su nombre, mientras se perdía y encontraba en un largo viaje de road-movie hasta el soleado sur de España. Pero aunque esas dos películas tenían elementos violentos y macabros, no llegaban a tocar el horror, como lo hace, en varios sentidos, We Need To Talk About Kevin.

El Kevin del título es un adolescente (Ezra Miller, impresionante) que asesinó a sus compañeros de colegio y a sus maestros en una masacre escolar similar a la de Columbine –y a varias otras, no sólo en Estados Unidos–. Pero el hecho, la matanza, ya ha sucedido: la película no explora el momento del crimen, que jamás se muestra, sino la relación de Kevin con su madre o, más bien, directamente a su madre, Eva, después de la masacre. Esa mujer es Tilda Swinton, una actriz de la más rara de las bellezas y una expresividad peculiar, andrógina, distante y sin embargo cálida. Peter Bradshaw, en The Guardian, escribió: “Tilda Swinton interpreta a Eva como un fantasma. Demacrada, de ojos vacíos, paralizada. Sus ojos parecen estar ciegos como si sólo pudiera ver recuerdos. Su identidad, ahora, es la de alguien que ha dado a luz al horror”.

En los primeros minutos de la película, Eva está tratando de limpiar el frente de su modesta casa, empapado de pintura roja. Alguien la ha marcado así, alguien que quiere indicar que allí vive la peste, la que engendró el mal. Es la primera aparición del rojo en WNTTAK, color que vuelve con una insistencia subrayada, machacante, que aparece en los árboles del otoño de Connecticut pero también en los flashbacks de Eva, alguna vez exitosa cronista de viajes, que recuerda una tomatina en España, una fiesta donde el color de la sangre la empapa. Su hijo ha sobrevivido a la masacre –la policía no lo mató– y está en una cárcel. Ella lo visita de vez en cuando y no le habla. Nunca se habla de ese chico, apenas se habla con él. Eso queda claro cuando Lynne Ramsay reconstruye la historia de ese vínculo. Eva no quiere a su hijo. Eso es todo y es así de sencillamente terrible. No lo soporta cuando llora. Es incapaz incluso de enseñarle a ir al baño (a los tres años, Kevin habla como un adulto pero sigue con pañales). Eva se muda a los suburbios con su marido amoroso pero negador (John C. Reilly) y allí la relación empeora. Kevin le arruina su cuarto, que ella ha empapelado con mapas; Kevin mata a la mascota de su hermana; Kevin colecciona virus que destruyen computadoras para divertirse; Kevin crece hermoso y cruel y se masturba delante de su madre en un acto de rebeldía y de erotismo perverso. Pero los padres no hablan de él. Si ella sugiere que algo está mal, rápidamente es desestimada. Ese silencio que lleva a la inevitable escena final puede resultar insoportable en WMTTAK. Lynne Ramsay explica: “No actúan respecto de Kevin porque eso sería reconocer que su vida familiar idílica es una puesta en escena. No pueden hacerlo. Y además, no es una película realista. Es una película hipotética, un, ‘¿Y si..?’. Qué pasa si no amo a mi hijo. Qué pasa si él se da cuenta y se venga. Qué pasa si mi hijo es un monstruo. Es una película sobre un tema tabú, y por es perturbadora”.

Una de las decisiones más radicales de Lynne Ramsay para la adaptación de We Need To Talk About Kevin fue la de quitarle la voz a la madre, sí dejar su punto de vista, pero enmudecerla. Y esto es radical porque la novela de Lionel Shriver es epistolar: son las cartas de Eva a su esposo Franklin meses después de la matanza, cuando ella trata de integrarse y trabajar en una comunidad que la conoce, la desprecia y le teme, todo al mismo tiempo. La Eva de la novela es logorreica, lo que en Estados Unidos se define como “articulada” pero hasta niveles insoportables, es una voz chirriante, que cita a Warhol y a Kafka y a sus viajes por Argelia y puede pasar ocho páginas reproduciendo la conversación que la llevó a la decisión de tener a ese hijo que nunca podrá amar. Es la voz de una exitosa profesional independiente y liberada de los suburbios, de una clase media chic neoyorquina. Es, en ocasiones, muy irritante. WNTTAK, la película, no tiene voz en off. No tiene voces, casi. Apenas se habla. La desdicha, el odio, se juegan en miradas y silencios, en la infelicidad de esa casa enorme y bella habitada por el niño monstruo a quien nadie llama por su verdadero nombre. La película es superior a la novela de una forma impactante. Allí donde la novela aturde, la película deja ver, con sus silencios y sus hermosas secuencias –Eva con sus ojos ciegos en el auto, en una noche de Halloween, dudando sobre si esos monstruos y vampiros y esqueletos de la calle son su infierno en la tierra o qué; Kevin disparando flechas en el patio, en un juego-deporte que no tiene nada de divertido ni de inocente; el rojo en la mermelada de tomate que desborda un sandwich de pan lactal–, una falta de respuestas estremecedora. We Need To Talk About Kevin es una película de terror, una película de monstruo, pero de las más extrañas y hermosas jamás realizadas.

EL CAZADOR EN EL RECREO

Kevin, interpretado con un odio contenido que desborda la pantalla por Ezra Miller (18 años, conocido por su papel de Damien en la serie Californication), se une a la corta lista de ese monstruo contemporáneo en cierne que amenaza con dejar caduco al asesino serial: el cazador adolescente, el tirador de patio de colegio. En Bowling For Columbine (2002), el documental de Michael Moore, se vio a los asesinos de la masacre de la secundaria Columbine, ocurrida en 1999: Dylan Klebold y Eric Harris, que mataron a 13 personas e hirieron a 24. Las imágenes en las cámaras de seguridad tenían esa horrible sensación fantasmática de estas filmaciones de baja calidad: los chicos sin rostro, con gorras, vestidos de negro y blanco y camuflaje, en apariencia desorientados, en ocasiones decididos, con enormes armas de guerra en las manos. En 2003, Gus Van Sant estrenó Elephant y les puso rostro pero pocas palabras a los adolescentes asesinos en una recreación de la masacre hiperestetizada, de largos planos y esas secuencias de los chicos caminando por los pasillos que, de a poco, fueron configurándose como el hábitat y el coto de los chicos con armas, que son aterradores por imprevisibles, por encerrados en su mundo privado de juventud y misterio. Van Sant los muestra comprando las armas, montando la masacre, ejecutándola; los muestra besándose en la ducha, en un inesperado ritual erótico antes de la batalla, y desvía todo el tiempo el punto de vista hacia las víctimas en una película de una belleza tan intensa que resulta casi incompatible con su tema. Una vez más, los asesinos son casi mudos: Van Sant no tienen ningún interés en explicar las causas, cosa que hace obsesivamente Bowling For Columbine, un documental que sólo quiere, con gran honestidad, entender.

Las causas también están ausentes en WNTTAK. Cuando la madre le pregunta por qué, cuál fue la causa, cuál es el punto, Kevin dice: “El punto es que no hay punto”. Kevin, según Ezra Miller, tiene algo de reptil, algo de repulsivo.

Pero los monstruos, se sabe, mutan. En cualquier devenir de cualquier monstruo se podrá notar que, si en un principio asustaban y repugnaban, con el tiempo comienzan a facetarse, a mostrar otras caras, a humanizarse, a hacerse queribles. Son los vampiros de Anne Rice, es el héroe romántico Edward Cullen de Crepúsculo, es el Joven Manos de Tijera; es la transformación del hombre lobo en adolescente sexy u hombre viril e irresistible; es Hannibal Lecter seduciendo, con éxito, a su querida Clarice. Esa transformación ya ocurrió en la serie American Horror Story, cuya primera temporada acaba de terminar. Allí, uno de los fantasmas de la casa encantada de Los Angeles que está en el centro de la trama es Tate, un adolescente que fue asesinado por la policía después de que cometiera una masacre en su colegio. Tate (el muy hermoso y muy buen actor Evan Peters) camina por los pasillos a la manera de Elephant, con su arma, de negro y con el rostro maquillado de calavera, de muerte joven ambulante. Tate es un sociópata y lo sigue siendo después de muerto: pero, ya fantasma, también es un chico enamorado y correspondido, que no recuerda lo que hizo, salvo cuando sus compañeros muertos se le aparecen. En la romantización del rubio y herido Tate el nuevo monstruo encuentra su voz y su imagen icónica. Pero todavía no encuentra –¿no puede encontrar?– un por qué.

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