ARTE > DOLORES CáCERES EN EL PARQUE DE LA MEMORIA
En el 2001, Dolores Cáceres empezó un proyecto personal de ecos colectivos: registrar sus dolencias bajo el título Dolores de Argentina. Más de una década después, habiéndose valido de todo tipo de soportes (remeras, neones, fotos, slogans, y su propio cuerpo), ese racconto de desgracias, sufrimientos y tragedias se expone en el Parque de la Memoria. Su efecto es de un ensamblaje asombroso: lejos de disputar la tremenda carga simbólica del lugar, la acompaña y la potencia, sobria, circunspecta y elocuente.
› Por Veronica Gomez
“Tengo miedo de convertirme en Irineo Funes”, confiesa Dolores Cáceres rodeada de datos y más datos clavados en su obra como puñales finamente diseñados. Difícil verle los ojos a Dolores, invariablemente ocultos tras anteojos oscuros. No sabemos si llora en presente o si ha llorado tanto que los ojos le han quedado en compota y por eso mejor remitirlos al recato. Dolores es una delgada figura negra que habla bajo y pausado. Parece recortada de algún funeral elegante. Parece el negativo de Marta Minujín. ¿De qué color es el dolor? El blanco y negro siempre es bienvenido a la hora de preterizar la tragedia. De suavizarla, de quitarle grito. El infierno debe ser un sitio de colores fluorescentes. Un fluorescente todo el tiempo al palo crispándonos los nervios hasta el estallido. Un fluorescente que no permite beber del dulce néctar del descanso eterno.
Hace 11 años, en los albores del 2001 y la debacle política, Dolores Cáceres decidió escribir su autobiografía a través de la historia del país o, pensándolo al revés, el país la designó, por algún mecanismo misterioso –muy probablemente inventado por ella, como suelen los artistas inventarse una misión especial en el planeta y así evitar responder la espantosa pregunta existencialista del atardecer dominguero– para contar sus dolencias, cual médium que se vacía de sí misma, de sus circunstancias puramente privadas al hacerse portavoz de una memoria colectiva.
Desarrolló entonces un proyecto (en curso aún) al que bautizó Dolores de Argentina, y como quien instala una marca en el mercado hizo todo lo necesario: fabricó remeras con la leyenda estampada y salió cual promotora por las calles de La Habana, paseando su vestuario de luto mientras sus pies descalzos absorbían la temperatura del asfalto, diseñó cintas de embalaje con las que envolvió su propio cuerpo y sus fantasmas, como si ella misma fuera una macabra mercancía de exportación, tomó registros fotográficos que por su esteticismo están más cerca de una publicidad de Givenchy que del retrato del dolor, repitió el nombre de su obra, Dolores de Argentina, cual slogan que insiste en meter el dedo en la llaga, aún en aquellas que aparentan haber cicatrizado, estampó sobre planchas de hierro los hechos punzantes acaecidos en el país revisados una y otra vez por la velocidad de su letra manuscrita, se sirvió de las luces de neón, las mismas que se utilizan en los comercios, para citar a Borges a modo de advertencia: “Sólo una cosa no hay: es el olvido”. Video, instalación, fotografía, escultura, gráfica... Dolores amplió su repertorio de recursos a lo ancho y a lo largo de su necesidad de exhumar los recuerdos. Y logró una conjunción, un equilibrio tal vez, muy difícil de lograr entre el texto y la imagen. Entre semejante cantidad de texto y la imagen. Porque si bien hay mucha información escrita, mucho dato recabado y recalcado, la ausencia de imágenes del dolor distancian elegantemente a Dolores del fotoperiodismo.
La retrospectiva vigente hasta junio en la Sala PAyS del Parque de la Memoria, curada por Florencia Battiti, tiene la virtud de editar a la perfección toneladas de material reunido durante más de diez años. El agobio no se da por la acumulación de información, sino por la calibración exacta, la cantidad justa de puntas de iceberg que se exhiben y nos punzan como estiletes. Y cada hecho cae sobre nuestra conciencia por su propio peso. No hace falta más que un dato histórico elegido al azar entre tantos para sentir que la plancha de hierro que lo alberga es del mismo material que nuestra espalda. “2012. Tragedia ferroviaria en Once. 51 muertos, más de 650 heridos”, es la última sentencia anotada en la chapa. Y da miedo. Porque debajo hay un montón de espacio vacío que inevitablemente va a ser llenado de infortunios. Todo un espacio que parece estar ahí para recordarnos nuestra responsabilidad por la escritura del futuro, como cuando se empezaba un cuaderno nuevo en la escuela y uno hacía la consabida promesa de que, esta vez sí y de una vez por todas, haría buena letra. Tal vez si siguiéramos los pasos de Mario Levrero podríamos aplicarnos en cambiar nuestra conducta esmerando nuestra caligrafía. Es un plan demasiado demente, pero bien vale el intento.
Dolores de Argentina es, entonces, una marca en dos sentidos: como huella, herida o señalización y como el sello distintivo de una empresa-nación. Si la pensamos como empresa, todo lo que Dolores de Argentina nos vende es, hay que decir, bastante difícil de tragar, demasiado de nuestra propia medicina. Tanto que sería una excelente oportunidad para que los fabricantes de Hepatalgina pongan un puestito a la salida de la muestra por si a alguno le ha sentado mal lo que ha presenciado. O ha vuelto a presenciar. Y si al querido espectador se le ocurriera darse una vuelta por el extenso Parque de la Memoria, la Hepatalgina será, lamentablemente, insuficiente.
El Parque de la Memoria es pulcro. El pasto está bien cortado, bien al ras. Civilizado y ordenado como en uno de esos cementerios privados, los Jardines de Paz. Es imposible no percatarse de que la vida no suele ser tan pulcra como los monumentos que la recuerdan. Y caminando por acá uno no puede más que pensar en los cementerios norteños, construidos en las alturas de los cerros o en una loma, donde pululan las botellitas de plástico de colores y unas flores de papel crepé resisten el viento, descoloridas y mezcladas con cordones y restos de velas derretidas. Esos cementerios medio improvisados despiertan cierta sensación de fin de fiesta. El gesto amoroso es desprolijo, late y se amontona y se desmorona sin que haya una sola manera de recordar, sino muchas voces y muy dispares que se reúnen ahí, para estar más cerca de sus queridos muertos. En cambio, en este parque, es difícil conectarse con otra sensación que no sea la de un vacío angustiante. El espacio se vuelve siniestro, tal vez logrando así su cometido: que recordemos el horror. Y por ahí es así: no se puede recordar el horror si no es con las formas arquitectónicas del horror. Sabemos además que estas placas no son exactamente tumbas, pues no albergan cuerpos. Y que lo más cercano a la tumba es, en muchos casos, el Río de la Plata al cual se dirige el monumento como si de un abismo imantado se tratase.
Inmutable, el río es un murmullo plano y triste y gris, muy parecido a las chapas de hierro de Dolores Cáceres. Recorrer el parque es sobrecogedor. El horror se siente a cada paso, como si hubiera un gran mar de sangre oscura y subterránea que todo este parquizado hubiera venido a tapar.
No olvidar. Pero, ¿qué es exactamente lo que decidimos recordar? Así como Dolores Cáceres anota exclusivamente los hechos dolorosos de la historia argentina, el Parque de la Memoria, desde sus formas, desde la atmósfera que reina en su sitio, pareciera proponerse lo mismo. Si esas vidas tuvieron luz, estas paredes y esta naturaleza recortada se inclinan por recordar la manera en que esa luz fue aplastada. Y el arte no podrá hacer nada contra esto. Le podemos sumar toneladas de arte que no vamos a estar hablando de la libertad sino agregándole apliques decorativos a un asunto pesado, un asunto de un peso insoportable. El arte no salva tanto. No lo sobreestimemos. En los discursos, es factible que el arte funcione, que el arte sea propuesto como algún tipo de reparación, alguna manera de subsanar tanto horror. Pero en la vivencia del espacio, cada mamotreto que se agrega, no le quita peso al corazón. “No te olvides que lo nuestro es decorativo –le decía Luis Alberto Spinetta a Emilio del Guercio en una entrevista–, siempre lo fue y lo será. Los pintores, los escultores, los escritores, los músicos, somos decoradores de todo lo otro fantástico que es la vida.”
La obra de Dolores Cáceres ubicada en el Parque de la Memoria parece adecuarse muy bien a la atmósfera y logra cierta potencia, porque no intenta ser la frutilla de ninguna torta, no intenta subsanar nada, no intenta salvarnos de nada, sino hundirnos un poquito más, revolver la herida, ésa que más nos duele. Y el entorno se vuelve escenario ampliado de su gesto, escarbando en la misma sustancia.
Hay un catálogo bastante bien producido sobre el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado-Parque de la Memoria. Intensos debates y tomas de posición sumados a la participación activa de numerosos organismos de derechos humanos hablan muy bien del trabajo previo a la construcción del parque. Las páginas con fotografías de las obras que adornan el parque pasan, ante los ojos de quien escribe al menos, dejando una sensación contradictoria. El parque se lo traga todo, por más enorme que sea el bocado. Pero llegando al final hay un mosaico de fotitos. En general son personalidades de la cultura y la política posando al lado del monumento y registros de actos. Son algo así como fotos sociales. Fotos institucionales. Hay dos fotos que se despegan claramente del resto: un grupo de Madres caminando junto al monumento mientras conversan. Llevan flores amarillas en la mano y parecen hablar a resguardo de la solemnidad. En la otra foto, se ve en un primer plano a un hombre que acaba de colocar una flor en la encrucijada que forman las placas con los nombres de los desaparecidos. Tiene la mano colocada sobre el nombre grabado de su familiar y otra flor roja en la mano. Además de ser emocionante el gesto, algo tan frágil y perecedero como una flor infiltrándose en el acorazado Potemkin, señala una diferencia menor pero absoluta con un cementerio: en los clásicos cementerios, se preveía que la gente llevara flores, así que se incrustaban floreros de mármol alrededor de las tumbas. Las flores se ponían ahí, se iban pudriendo y se iban mezclando con flores nuevas, siguiendo el ciclo de la vida y la muerte. El señor de la foto, sin florero, sin tumba, igual se las ha ingeniado para colar una flor entre tanto material robusto. Y él no lo sabe, pero ha hecho, quizá, la intervención artística más poderosa hasta el momento.
Así como una flor puntualizando un nombre entre miles nos recuerda que las tragedias no acontecen solamente a escala colectiva sino que son la sumatoria de dolores particulares, quizá la actitud más valiente en la obra de Dolores Cáceres es el atrevimiento de ponerle su nombre y su cuerpo a hechos que son propiedad de la memoria colectiva, recordándonos que cada acontecimiento deja huellas que arden, no en la historia con mayúscula, sino en el existir de las personas.
Dolores Cáceres
Dolores de Argentina 2001-2012
Del 10 de marzo de 2012 al 10 de junio de 2012
Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado-Parque de la Memoria
Av. Costanera Norte Rafael Obligado 6745
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