DEBATES
Mientras las armas de destrucción masiva de Saddam siguen sin aparecer, también sigue el debate sobre el diseño del nuevo mapa mundial. Pero no para todos los cambios son tan inequívocos. Umberto Eco sostiene que siguen vigentes los mismos problemas que antes de la guerra. Según Naomi Klein, la oposición de Canadá y México a la invasión de Irak representa un desafío mucho mayor para Estados Unidos que cualquier ruidosa protesta llegada a América de ultramar. Y para Jeremy Rifkin la guerra detonó, efectivamente, un choque de civilizaciones: la norteamericana y la europea.
La
unión europea
POR JEREMY RIFKIN
Un profundo sentimiento de angustia recorrió los pasillos
de Bruselas semanas atrás cuando los líderes europeos se reunieron
para discutir sobre el futuro de la Unión Europea. Casi todos los participantes
habían expresado su preocupación sobre las divisiones surgidas
entre las potencias europeas después del fracaso de los esfuerzos diplomáticos
con relación a Irak. Muchos se preguntaban abiertamente si este agravamiento
de las diferencias no comprometería las propias perspectivas de la UE.
Pero, mientras se estrechaban las manos, ninguno recordó la extraordinaria
transformación producida en estos últimos meses entre la gente
común de toda Europa. La crisis iraquí había unido a los
pueblos de todo un continente que ya tenían una incipiente pero clara
conciencia de los valores compartidos y una visión común de futuro.
Millones de personas habían salido a las plazas, dando vida a la mayor
manifestación de protesta colectiva en la historia de Europa. Por primera
vez, ciudadanos de diferentes extracciones sociales y tendencias políticas,
de diferentes edades y grupos étnicos, se habían reunido para
condenar la política unilateral de Bush en Irak y, al hacerlo, expresaban
por primera vez de modo inequívoco una nueva identidad europea.
Observando la situación desde América, resulta claro que las emociones
manifestadas en las plazas y las apasionadas discusiones en los salones son
un fenómeno nunca antes experimentado en todos los largos años
que viví en Europa. Estas personas no hablaban como franceses, italianos,
alemanes, húngaros o irlandeses, sino como europeos. Y por cuanto sabemoseste
sentimiento común es algo sin precedentes, al menos en el arco de años
de mi vida. Incluso en Gran Bretaña, Italia y España, cuyos gobiernos
se alinearon oficialmente con Estados Unidos, la abrumadora mayoría de
la población hizo sentir su voz opositora. Y las mayores manifestaciones
se produjeron justamente en esos países cuando centenares de miles de
personas invadieron las plazas.
Esto es una señal clara de que el sentido de pertenencia nacional ha
cedido paso a una nueva conciencia europea. Incluso en los diez países
de la Europa central y oriental que deberían pasar a ser parte de la
UE el próximo año, más del 70 por ciento de la población
fue contraria a la posición filoamericana de sus gobiernos.
Estamos asistiendo a un fenómeno de proporciones históricas, aun
cuando esto no significa que los tantos millones de personas que están
comenzando a hablar con una sola voz se identifiquen inmediatamente con la UE.
Probablemente ningún manifestante se considere un ciudadano de esta última.
Pero si Bruselas está lejos de la mente de la mayoría, lo que
une a los europeos es su repudio a la geopolítica del siglo XX y un fuerte
interés en una nueva “política de la biosfera” a desarrollar
en el curso del siglo que apenas se inició. Las señales reveladoras
de esta identidad naciente son visibles en todos lados. Los europeos están
preocupados por el recalentamiento de la Tierra y por otros problemas ecológicos.
Apoyan el Tribunal Internacional como órgano capaz de garantizar el respeto
de los derechos humanos. Son favorables a las ayudas al desarrollo de los países
pobres del tercer mundo y a la reducción de la brecha entre ricos y pobres,
y consideran a las Naciones Unidas el lugar más apropiado para resolver
los conflictos internacionales. Siempre más numerosos son quienes además
ven a los Estados Unidos como abiertamente contrarios a estos valores. Y hasta
con relación a cuestiones éticas fundamentales, como la abolición
de la pena de muerte, los europeos tienen la sensación de que la brecha
entre el Viejo y el Nuevo Mundo se está ampliando.
La negativa de Estados Unidos a firmar los Acuerdos de Kyoto, el Tratado sobre
la Biodiversidad y la Nueva Convención sobre Armas Biológicas,
así como su retiro del Tratado sobre Misiles Antibalísticos, y
ahora su decisión de pasar por encima del Consejo de Seguridad de la
ONU y actuar unilateralmente en Irak terminaron por convencer a muchos europeos
de que el gobierno norteamericano está irremediablemente influenciado
por una visión hobbesiana del mundo y que probablemente no cambiará
nunca esa orientación.
Europa, en cambio, después de tantas guerras y conflictos seculares,
está a la búsqueda de un orden mundial basado en la idea kantiana
de la paz perpetua. Y ve cada vez más en la política y en los
diseños de los Estados Unidos un obstáculo al desarrollo de una
auténtica conciencia universal. Es justamente esta percepción
fundamentalmente diferente del mundo la que está llevando a muchos europeos
a concluir que sus intereses, sus esperanzas y su visión del futuro divergen
cada vez más respecto de aquellas de los viejos amigos americanos, de
un modo que parece ya irremediable por la única vía de la diplomacia.
De todos modos, aun si los ciudadanos europeos, y sobre todo los jóvenes,
son profundamente pacifistas y prefieren el diálogo al enfrentamiento
y al conflicto, es innegable que si Estados Unidos no hubiese sido propenso
a conservar su poder en el mundo y a emplear la fuerza militar para mantener
la paz, las guerras entre grupos étnicos y políticos rivales y
Estados soberanos probablemente habrían transformado al mundo en esa
perpetua pesadilla hobbesiana que muchos europeos aborrecen.
¿En qué situación se encuentra entonces Europa en este
momento histórico? El dato positivo está en el hecho de que millones
de habitantes descubrieron su sentido de pertenencia a Europa. Su profunda aversión
a la política de Bush los ha unido como nunca antes. Pero esta nueva
identidad debe ser todavía ligada a aquello que, en teoría, debería
ser el marco dereferencia político del Viejo Continente: la Unión
Europea. Sin embargo, esta ligazón será difícil hasta que
la población y las instituciones comunitarias se dediquen realmente de
lleno a la búsqueda de instrumentos eficaces para conseguir una política
externa auténticamente europea y crear a la vez un sistema de defensa
que pueda asegurar la paz.
El problema de fondo es que los europeos no podrán continuar recostándose
sobre la fuerza militar de los Estados Unidos para mantener la paz y el orden
en su continente y en el resto del mundo, a la vez que se verán en la
necesidad de repeler los métodos usados por Washington para alcanzar
esos objetivos. Guste o no, el gobierno norteamericano será con el tiempo
siempre menos propenso a poner en peligro la vida de sus jóvenes y a
continuar desembolsando millones de dólares de sus contribuyentes para
garantizar la seguridad de Europa, sobre todo si se piensa que al menos la mitad
de la población norteamericana tiene una visión del mundo muy
diferente de la de los europeos. La verdadera prueba consistirá entonces
en ver si los Estados miembro de la Unión Europea están en condiciones
de asegurar una presencia militar capaz de mantener la paz en el mundo y de
adoptar una política externa lo suficientemente unitaria como para hablar
en nombre de toda la población del continente. La Fuerza Europea de Intervención
Rápida, un ejército de casi 60 mil personas, debería ser
operativa a partir de este mismo momento con una triple misión: asistir
a los civiles amenazados por crisis externas a la UE; adherir a las operaciones
de mantenimiento de la paz autorizadas por las Naciones Unidas; y jugar un rol
de intermediación entre las facciones en guerra.
Este nuevo contingente debería ser mucho más que una fuerza de
policía y mucho menos que un ejército tradicional, es decir, un
cuerpo militar creado para asegurar la paz tanto como para hacer la guerra.
Existen todavía muchas dudas sobre su capacidad para garantizar a los
europeos un cierto grado de seguridad en un mundo siempre más inestable
y precario. Pero esto se verá con el tiempo. Una moneda única
y un mercado común no son suficientes para unir a los pueblos del continente.
La nueva conciencia europea que emergió con los eventos traumáticos
de estos últimos meses representa una oportunidad. Ahora el problema
es ver si esta identidad común, que ya tomó forma por primera
vez, podrá conseguir una expresión institucional en la Unión
Europea.
Jugar
con Nafta
POR NAOMI KLEIN
De chica no entendía por qué mis padres, mis hermanos y yo vivíamos
en Montreal mientras el resto de mi familia –abuelos, tías, tíos
y primos– estaba esparcido por los Estados Unidos. Durante los largos
viajes en auto para ir a visitar a mis parientes en Nueva Jersey y Pennsylvania,
mi familia hablaba de la guerra en Vietnam y de los miles de militantes pacifistas
como nosotros que a fines de los años sesenta habían huido a Canadá.
Me contaban que el gobierno canadiense no sólo se había mantenido
neutral durante el conflicto sino que ofrecía refugio a los ciudadanos
norteamericanos que se negaban a tomar parte de una guerra que consideraban
injusta. Ridiculizados como “rebeldes al orden”, eran recibidos
del otro lado de la frontera como objetores de conciencia. Mi familia decidió
emigrar a Canadá antes de que yo naciera, pero estas historias románticas
me dejaron en la mente una idea fija cuando todavía era demasiado joven
para reflexionar sobre ello: Canadá tenía una relación
con el mundo radicalmente diferente de la de Estados Unidos. Y no obstante las
semejanzas exteriores y la proximidad geográfica, era un país
inspirado en valores más humanos y de orientación menos intervencionista.
En fin, creíamos estar en un país soberano.
Desde entonces, busqué –sin éxito– elementos que sostuvieran
esta convicción infantil (o pueril, como dirían algunos). Hasta
la guerra con Irak, cuando la política exterior canadiense se apartó
de la norteamericana como nunca antes había sucedido desde la época
de la guerra de Vietnam. Pero, como en los años sesenta, la posición
de Canadá sobre la invasión a Irak tampoco estuvo exenta de hipocresías.
Enviamos 31 soldados al Golfo para dar apoyo a militares ingleses y americanos,
y estuvimos presentes en la región con tres buques de guerra para sostener,
como precisó el primer ministro Jean Chrétien, la “guerra
contra el terrorismo”, no la guerra contra Irak. Aun cuando la primera
fue oficialmente lanzada como continuación de esta última (una
demostración de que nunca logramos estar al día con las modas).
De todos modos, es indiscutible que, después de haber seguido a Estados
Unidos por décadas en toda gran campaña militar, Canadá
no sostuvo esta guerra. “Si comenzamos a cambiar los regímenes,
¿dónde terminaremos?”, se preguntó Chrétien.
Tan significativa como ésta fue la posición asumida por el presidente
mexicano Vicente Fox. A pesar de todas sus cautelas, también él
declaró abiertamente: “Nosotros estamos en contra de la guerra”.
Estos tibios, prudentes y hasta ambiguos rechazos aparecen particularmente espectaculares
frente a los discursos políticos altisonantes que recorrenEuropa, China
y gran parte del mundo árabe. Y sin embargo, las decisiones de Canadá
y México representan seguramente un desafío mucho mayor para las
excesivas ambiciones del imperio americano que cualquier ruidosa protesta llegada
de ultramar.
Después de todo, que los países árabes y europeos se enfrenten
a Estados Unidos es algo que se da casi por descontado. Pero, ¿qué
decir de Canadá y México, dos Estados bastante más que
amigos y aliados estratégicos? En ambos casos, se trata de dos países
satélite, dos extensiones, al sur y al norte, del patio de la casa de
Estados Unidos. El primero provee energía a bajo costo; el segundo, mano
de obra a buen precio. Y los dos son parte del Nafta, el área de libre
comercio de Norteamérica. Esto es lo que vuelve tan importante el hecho
de que ambos hayan tenido una posición contraria a la de Estados Unidos
durante la guerra, aunque no hayan querido llamar demasiado la atención.
Los imperios necesitan colonias para sobrevivir, es decir, países tan
dependientes desde el punto de vista económico y tan inferiores en el
plano militar que vuelven inconcebible cualquier iniciativa autónoma
de su parte. El gran éxito del Nafta fue justamente reforzar estos temores
y esta dependencia en los países vecinos a los Estados Unidos, que son
además sus principales socios comerciales. Los números hablan
por sí solos: el 86 por ciento de las exportaciones de Canadá
y el 88 por ciento de las de México se dirigen a Estados Unidos, que,
si cerrara las fronteras, en represalia pondría inmediatamente en crisis
a ambas economías.
Teniendo bien presente todo esto, John Ibbiston se enfrentó durante la
guerra a la audacia de los parlamentarios canadienses que habían osado
poner en discusión la legitimidad del ataque de Bush a Irak: “Si
ustedes fueran de esos millones de canadienses cuyo puesto de trabajo depende
del libre comercio de bienes y servicios con Estados Unidos, estarían
furiosos”. En otras palabras, dejemos que los europeos tengan sus nobles
ideas sobre el derecho internacional, y pensemos en cambio en las piezas de
repuesto para autos que debemos entregar just-in-time.
Sin embargo, a pesar de la extrema dependencia económica de estos dos
países y de sus temores ante posibles represalias, la aplastante mayoría
de canadienses y mexicanos respaldó su oposición a la guerra de
sus respectivos gobiernos. Pero este coraje no nació de la nada: es la
afirmación de una autonomía ganada, aun cuando la administración
Bush parece a veces olvidarlo. Después del 11 de septiembre, los Estados
Unidos dejaron improvisamente de lado los planes para legalizar la situación
de millones de mexicanos sin documentos que trabajan sin ningún tipo
de protección en territorio norteamericano: un feo golpe que dañó
seriamente la popularidad del presidente Fox en su tierra. Y en lugar de facilitar
el paso de los mexicanos a través de su frontera, dificultaron aún
más el ingreso de los canadienses. De hecho, quienes nacen en estos países
a los que Washington considera una amenaza deben sortear humillantes trámites
para entrar en los Estados Unidos, obligados a dejar registro de sus rostros
y sus huellas digitales.
Pero el coraje de Canadá y México se explica también con
el hecho de que resulta más fácil poner en peligro los acuerdos
de “libre comercio” después de haber comprobado que, defraudando
muchas promesas, siguen siendo siempre mal vistos. Durante la guerra, el Washington
Post comprobó que si bien el volumen de intercambio de México
se triplicó a partir de la entrada en vigor del Nafta, la pobreza se
extendió de forma dramática, con 19 millones de mexicanos reducidos
a peores condiciones que las existentes veinte años atrás.
Y ahora, después que México y Canadá decidieron asumir
una posición independiente con relación a la guerra en Irak, lo
más sorprendente es que no pasó absolutamente nada. No hubo ni
una represalia ni una reacción violenta, apenas una nota de lamento por
parte del embajador norteamericano en Canadá. Probablemente en Washington
estaban tan furiososcon los franceses que no nos hicieron caso. Y ahí
está la verdadera importancia de la posición de México
y Canadá. Todos los imperios, incluso los más poderosos, tienen
un punto débil: la arrogancia del poder esconde su dependencia con los
colonizados en todo tipo de rubro, desde la mano de obra hasta las bases militares
en sus territorios. Si algunos países buscan oponer su resistencia aisladamente,
en el caso de México y Canadá es evidente que se trata de dos
países no sólo dependientes sino también indispensables.
En forma separada, pueden ser más o menos obviados. Unidos, en cambio,
eso resulta mucho más difícil. Juntos representan el 36 por ciento
del mercado de exportaciones de Estados Unidos. Proveen además el 36
por ciento de las necesidades energéticas de Estados Unidos y el 26 por
ciento de la demanda petrolífera. Y a pesar de que sus gobernantes piensen
de otra forma, los Estados Unidos no son una isla. Comparten 12 mil kilómetros
de frontera con Canadá y México, que no pueden proteger sin la
ayuda de esos mismos vecinos. Quizá nadie había pensado que estas
cifras se podían sumar.
En realidad, el Nafta nunca fue un acuerdo trilateral sino más bien una
combinación de dos acuerdos bilaterales: uno entre Estados Unidos y Canadá,
el otro con México. Esta situación está comenzando a cambiar
en tanto es cada vez más evidente que si Estados Unidos puede comportarse
como una isla que no depende de nadie, en realidad vive en medio de otros dos
países. En el exterior, los norteamericanos pueden incluso afirmarse
con la fuerza de las armas, pero en su propia casa se encuentran automáticamente
rodeados. Así, mientras Europa teme la gestación de un nuevo imperialismo,
en Norteamérica estamos asistiendo, curiosamente, al proceso contrario:
es decir, a la sorprendente vulnerabilidad de una superpotencia, tanto más
dependiente cuanto más peligrosa. Es posible que Estados Unidos pueda
prescindir de las Naciones Unidas, y probablemente de Francia. Pero así
como no podrá aislarse del resto del mundo, tampoco logrará proteger
económica y físicamente a su población sin la ayuda de
México y Canadá. Esto tendrá seguramente consecuencias
de largo alcance, porque no pueden existir superpotencias imperiales sin colonias
leales.
El balde y el agua sucia
POR UMBERTO ECO
En tiempos de guerra reina el maniqueísmo: la guerra hace perder las
bondades del intelecto. Es historia conocida. Pero también es cierto
que en el caso de la guerra de Irak asistimos a ciertas expresiones que –si
no hubiesen sido producto del estado de maldad colectivo que genera una guerra–
deberíamos adjudicar a la mala fe.
Comenzaron diciendo que quienes estaban en contra de la guerra estaban, por
ende, a favor de Saddam, como si quien discute sobre la posibilidad de suministrar
o no cierta medicina a un enfermo estuviese de parte de la enfermedad. Nadie
negó jamás que Saddam fuese un dictador execrable; toda la cuestión
era si, al perseguirlo de ese modo violento, no se estaba tirando también
el balde junto con el agua sucia.
Después se dijo que quienes estaban en contra de la política de
Bush eran anti-americanos viscerales, como si estar en contra de la política
de Berlusconi significara odiar Italia. Nunca tan al contrario.
Finalmente, aun cuando no todos fueron tan caraduras, muchos insinuaron que
quien marchaba por la paz apoyaba la dictadura, el terrorismo y seguramente
la trata de blancas. Paciencia.
Pero los síntomas más interesantes emergieron después de
que la guerra en Irak fue, al menos formalmente, ganada. Veamos: comenzaron
diciendo triunfalmente frente a todas las pantallas que quien hablaba de paz
estaba equivocado. Buen argumento. ¿Quién dijo que quien gana
una guerra tenía buenas razones para hacerla? Aníbal venció
a los romanos porque tenía los elefantes, que eran los misiles inteligentes
de la época, pero, ¿había tenido razón al atravesar
los Alpes e invadir la península? Después los romanos lo vencieron,
¿y quién dice que tuvieran razón al eliminar completamente
al polo cartaginense en lugar de buscar un equilibrio de fuerzas en el Mediterráneo?
¿Y tenían razón en lanzarse a su caza a través de
Siria (siempre vuelve al baile, Siria...) para después obligarlo a envenenarse?
No se sabe. Tal vez sí, tal vez no.
Y entonces, ¿por qué se insiste con ese “vieron que ganaron”?
Como si quien criticaba esta guerra hubiese dudado que los angloamericanos finalmente
ganarían. ¿O alguien creía que los iraquíes terminarían
tirándolos al mar desde el Golfo? Ni siquiera Saddam lo creía,
que hablaba tanto para contener a los suyos (a menos que se le hubiese reblandecido
definitivamente el cerebro).
En todo caso, el problema era si los occidentales iban a ganar en dos días
o en dos meses. Y viendo que por cada día de guerra moría una
cantidad importante de gente, mejor veinte días que sesenta.
Lo que los irrisorios conductores de televisión deberían haber
dicho es: “Ven, ustedes decían que la guerra no eliminaría
el peligro terrorista, y en cambio lo hizo”. Esto es lo único que
no pueden decir, porque todavía no hay pruebas de que sea verdad. Quienes
criticaban la guerra, más allá de cualquier consideración
moral y civil sobre el concepto de “guerra preventiva”, sostenían
que un conflicto en Irak probablemente aumentaría la tensión terrorista
en el mundo en lugar de disminuirla, porque empujaría a gran parte de
los árabes, que hasta entonces mantenían sus posiciones relativamente
moderadas, a odiar a Occidente, suscitando así nuevas adhesiones a la
Guerra Santa. Y bien, hasta ahora el único resultado tangible de la guerra
han sido las brigadas voluntarias de presuntos kamikazes que se trasladaron
desde Egipto, Siria y Arabia Saudita hacia las trincheras de Bagdad. Un primer
síntoma preocupante.
Aun admitiendo que quien sostenía la tesis de la peligrosidad del conflicto
estuviese equivocado, lo que sucedió y lo que está pasando ahora
no logra demostrarlo, e incluso parece que allá se están desatando
diariamente odios étnicos y religiosos bastante difíciles de administrar
y bastante peligrosos para el equilibrio de Medio Oriente.
En fin, en un artículo que escribí antes de que los angloamericanos
entraran en Bagdad, y antes de que el ejército iraquí se desmembrase,recordaba
que todavía no había caído porque lamentablemente las dictaduras
también producen consenso, y este consenso se refuerza, al menos al principio,
de frente a un ejército extranjero percibido como invasor. Después,
el ejército se astilló y las multitudes (¿cuánta
multitud en realidad?) salieron a vitorear a los occidentales. Y entonces alguien
me escribió diciendo: “¿Ves?”. ¿Si veo qué?
Recuerdo que antes del 8 de septiembre el fascismo había podido contar
incluso con el consenso implícito de los pobrecitos que habían
combatido en El Alamein o en Rusia. Después, la derrota, ir a tirar las
estatuas del Duce de sus pedestales, y todos antifascistas.
En Italia se necesitaron tres años y asunto superado; en Irak mucho menos,
pero la dinámica fue la misma. Con lo que está pasando ahora entre
las diferentes facciones que quieren dirigir el país sin los occidentales
en el medio, creo que se puede haber disuelto el consenso frente a Saddam, pero
–a diferencia de la Italia de hoy– no se disolvió el sentimiento
de desconfianza e intolerancia hacia el extranjero. Y hasta ahora nadie ha podido
probar lo contrario.
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