Dom 15.06.2003
radar

Ojos de video tape

Estrenos directo a video Por Mariano Kairuz

Sexo, video digital y otras mentira

Steven Soderbergh sigue en picada. Esta vez, con una película sobre una película sobre Hollywood.

Maniáticamente autorreflexivo, autoindulgente, autocomplaciente, onanista: sólo algunos de los adjetivos que le dedicó la crítica norteamericana a Steven Soderbergh por su penúltima película hasta la fecha, Todo al descubierto (Full frontal, 2002). Y todos merecidos: el problema no radicaría en absoluto en el recurso al tema del cine dentro del cine sino en el lugar común al que parecen condenadas las películas sobre hollywodenses que tematizan a Hollywood. Si The player: las reglas del juego, de Robert Altman, instalaba hace poco más de una década el modelo pretencioso y vacío sobre el que parece haberse asentado la crítica más superficialmente común a la industria “desde sus propias entrañas” (con varias superestrellas jugando el juego de la complicidad y dejando de cobrar por una vez cifras extraterrestres), David Mamet hizo tal vez la incursión contemporánea más interesante en el tema (en State & Main: Cuéntame tu historia) configurando a la vez una de las películas menos interesantes de su carrera. Como si quisiera redoblar la apuesta, Soderbergh abandona el tipo de producción multimillonaria que lo mantuvo ocupado en los últimos años (Erin Brockovich, Traffic, La gran estafa) y hace no ya una película hollywoodense (financiada por Miramax) con algunas estrellas hollywoodenses (Julia Roberts, Brad Pitt) sobre el cine hollywoodense y su fauna, sino una película de la industria en la que se filma otra película en la que hay una tercera película de la industria: cine dentro del cine dentro del cine. Y lo hace con la aparente convicción de estar dando con ello un paso adelante hacia vaya a saberse dónde.
Como película coral a la Ciudad de ángeles (de Robert Altman), Todo al descubierto salta entre sus personajes con la solución de continuidad que parece haber inventado cierto cine “independiente” norteamericano: cortes algo abruptos, cámara en mano y pasajes de la película dentro de la película, hecha en 35mm, al registro en video del “mundo real”. Julia Roberts es una superstar que hace de una periodista al borde del romance con un actor televisivo (Blair Underwood) en un film llamado Rendezvous, en el que a su vez este último coprotagoniza un film de acción con otro superstar (Pitt). Por otro lado están Lee (Catherine Keener), una ejecutiva de recursos humanos bastante neurótica e insatisfecha con su trabajo y su matrimonio, su (¿ex?) marido Carl, periodista y escritor y otros personajes de un conjunto que sólo termina de conectarse en la fiesta de cumpleaños de un importante productor de cine, interpretado por David Duchovny. Soderbergh filmó Todo al descubierto en 18 días y a un costo de dos millones de dólares, imponiéndoles a sus actores un “dogma” compuesto de diez reglas de austeridad (cada uno debía llegar por sus propios medios al set, con sus propios vestuario, peinado y maquillaje, no tendrían trailers exclusivos ni “camarines”, se alentaría la improvisación, etcétera).
Ejercicio de autoconciencia plagado de diálogos irritantemente vacuos —del estilo que pretende pasar por “intimista” y minimalista, probablemente fruto del método de improvisación aplicado a las interpretaciones–, Soderbergh le adhiere varias capas de pretenciosa insensatez a todo el asunto saliéndose de su propia película por un minuto (poniéndose a sí mismo en pantalla) e incluyendo a un actor que interpreta a Harvey Weinstein, jefe de Miramax de monstruosa fama. El director se defiende, o eso parece creer él, al decir que sólo espera que su películaresulte más influyente que comercialmente exitosa y que dentro de una década el público pueda verla y decir “así que eso era Los Angeles en el 2002”.

Tumberos

Alan Alda en un caso real: un preso negro, un Rockefeller y un juicio. Adivinen quién gana

El 9 de septiembre de 1971 en Attica, Nueva York, se desató el motín carcelario que cobraría categoría de leyenda debido a la masacre en que terminaría (39 muertos y unos 80 heridos de bala). Con más de 2200 internos hacinados entre sus muros, todo habría comenzado como respuesta a una provocación (la enésima) por parte de las autoridades, esta vez con gas lacrimógeno. En la toma del patio D del “correccional” hubo 39 guardias capturados como rehenes. Después de cuatro días de negociaciones, el gobernador Nelson Rockefeller ordenó la recuperación del presidio, operación que fue ejecutada en 15 minutos por la policía de la ciudad que nunca duerme. A pesar de una ráfaga de fuego de no menos de seis minutos de duración, el relato oficial de los hechos consignaba que los rehenes habían muerto a manos de los internos, degollados con cuchillos. Dos días después, el forense del Estado dio su veredicto: ninguna de los víctimas había sido asesinada por los presos amotinados, sino que todas las muertes habían sido provocadas por armas de fuego. La mismísima policía neoyorquina había matado a diez guardiacárceles.
Asesinato en Attica (The killing yard, 2001) narra uno de los procesos posteriores; aquél en el que se juzgó a Bernard Stroble (el actor negro Morris Chestnut), quien se presentó ante la Corte con el alias africano de Shango Bahati Kakawama, bajo la acusación de haber acabado a sangre fría con la vida de dos de los rehenes. Aunque atravesada por múltiples flashbacks que ofrecen estilizados pantallazos del motín, en blanco y negro, Asesinato en Attica –novena película de la directora antillana Euzhan Palcy– es un film que pertenece a un subgénero de probada popularidad, edificado sobre varias obras maestras (Testigo de cargo, 12 hombres en pugna) así como infinidad de bodrios: el drama tribunalicio.
En alguna entrevista, Alan Alda –que interpreta al abogado Ernie Goodman, socio del propio Shango en su defensa– dijo casi en un arranque de corrección política que una de sus preocupaciones principales al leer el guión de The killing yard había sido la de que su personaje no quedara planteado como “la gran esperanza blanca” que acude heroicamente en socorro de otro pobre mártir del “problema racial” norteamericano. Tan consciente parece estar la película de esto, que da lugar a varias escenas de lo más esquemáticas: Shango –inicialmente desconfiado de su abogado blanco– le espeta a Goodman algo acerca de las comodidades burguesas a las que podrá retornar cuando el caso haya terminado, sin importar el resultado; luego aparece la insufriblemente dulce madre de Shango; dos ejemplos de un producto televisivo plagado de los vicios comunes al formato. La historia real que es el punto de partida de la película no deja de ser interesante (en especial por el oscuro manejo que hizo la fiscalía de las evidencias provistas por el propio forense estatal), y la mujer detrás de cámaras no es precisamente una debutante. Por el contrario, Palcy se hizo famosa a los 17 años de edad al escribir, producir y dirigir, en 1975, su primera película (La Messagère), para la televisión de su Martinica natal, puntapié inicial de una carrera como cineasta en Europa, donde realizaría varias películas centradas en temas raciales. Después de L’Atelier du Diable (1982) y Rue Cases Nègres (1983), en 1989 dirigiría a Marlon Brando, Susan Sarandon y Donald Sutherland en la película que se convertiría en su caballito de batalla a nivel internacional, al ser promocionada como la primera dirigida por una mujer negra en Hollywood: A Dry White Season. Es que, dice Palcy, lo suyo son las películas con “mensajes fuertes”, y en tamaña declaración asoma elorigen de todo lo que tiene Asesinato... de banal: “Puedo hacer cualquier género. Pero mi objetivo como cineasta es entretener y educar”.

Humor negro

El primo de Spike Lee filma el Austin Powers negro.

El blaxploitation ya no es lo que era. Después del sonoro fracaso del intento por revivir Shaft (uno de los exponentes de culto de aquel fenómeno de principios de los ‘70), con director negro de temáticas raciales (John Singleton, el de Los dueños de la calle y Duro aprendizaje) a la cabeza, se puso en evidencia que el peinado afro había pasado de moda en el cine, y que ya sólo habría lugar, tal vez, para el homenaje y la estilización retro (a lo Jackie Brown, de Tarantino) o, en el mejor de los casos, para la parodia, como lo había intentado Keenan Ivory Wayans en Entre tontos y astutos (I’m gonna gitcha sucka) en 1988. Este es el material del que está hecha Un héroe encubierto (Undercover Brother), película estrenada con relativo éxito comercial en Estados Unidos el año pasado, y que viene a ser algo así como el Austin Powers negro.
Un héroe encubierto aplica varios de los recursos narrativos del cine norteamericano de la década disco: la música, la edición, el zoom, la pantalla dividida, que podrían pertenecer tanto a una película con Pam Grier, Antonio Fargas o Fred Williamson –por mencionar a tres “stars” del blaxploitation– como a algún episodio de “Starsky y Hutch”. Y lo hace para reírse de aquellas películas, pero vale aclarar que las sutilezas en ese sentido se agotan en el aspecto formal. El argumento es mínimo: el agente secreto Undercover Brother –afro, “chaqueta” de cuero, anillos, medallón y Cadillac– es reclutado por la H.E.R.M.A.N.D.A.D., una organización abocada a combatir a The Man –que es como se identifica en la cultura de la resistencia negra, al mejor estilo Panteras Negras, al hombre blanco. Dentro de esta célula hi-tech se destaca un grupo compuesto por Sistah Girl (algo así como “la hermana”, muy cool y bastante Macy Gray), El Jefe, Smart Brother y Conspiracy Brother (que ve conspiraciones kukluxklanianas por todas partes), además de un cadete carapálida. The Man, su archinémesis, se ha apoderado del cerebro de un tal coronel Boutwell –una imitación transparentísima de Colin Powell, a cargo de Billy Dee Williams, “el” actor negro de La guerra de las galaxias–, personaje influyente que a último momento decide bajarse de una candidatura presidencial para dedicarse a comandar una cadena de venta de pollo frito. Entre las inescrupulosas maniobras de los villanos está el secuestro de James Brown: sí, ése es el tipo de chistes que habitan esta película.
Undercover Brother está basada en una serie de animación creada para Internet por el guionista John Ridley. Quien tal vez reniegue de la comparación con Austin Powers, pero que al menos debería reconocer que, al igual que ocurría en la saga del agente británico de Mike Myers, se limitó a distribuir unos cuantos episodios graciosos diluidos en un océano de bromas bastante poco efectivas. No todo está perdido, sin embargo: aunque ya tenía un film previo en su haber (The best man, 1999), Un héroe encubierto funciona como carta de presentación de Malcolm D. Lee, primo de Spike Lee y director con cierto timing que hace lo que puede con un guión insuficiente. A su vez, el comediante Eddie Griffin le imprime algo de personalidad al protagonista, y se enfrenta a Feather, el nunca bien ponderado Chris Kattan, uno de los mejores ejemplares surgidos de las huestes más recientes de Saturday Night Live. Neurótico esbirro de The Man, Feather (“pluma”) no puede evitar sucumbir a los encantos del merchandising cultural negro que lo rodea y cuyas influencias pretende aplastar. Pero como para que nadie pueda tomarse el asunto ni un poco enserio, Undercover Brother debe superar la mayor de las pruebas enviadas por The Man: la tentación de Diabla Blanca (Denise Richards, bonita chica Bond de unos de los peores Bond de los últimos tiempos), mortífero artilugio dispuesto para seducir y destruir. Será que, dice Griffith, “cuando uno se despide de la NBA, eso es lo que le dan: un millón de dólares y una mujer blanca”.

Matrix re-rasgad

Más Matrix: nueve cortos de animación oriental sobre la vida bajo el yugo de la matriz.

La palabra clave es retroalimentación: el cine de acción de Hollywood se vuelve nipón y chino, y a buena parte del animé proveniente del país del sol naciente se lo acusa de estar excesivamente occidentalizado. En una entrevista de un par de años atrás, el director y animador japonés Mahiro Maeda decía al respecto: “La caída de Japón en la Segunda Guerra causó un rechazo por muchos elementos de la cultura japonesa y la adopción de lo que Occidente tenía para ofrecer. Hoy las generaciones niponas más jóvenes ya nacieron con esa occidentalización incorporada. Eso no quiere decir que los japoneses no estén orgullosos de su cultura, o de ser asiáticos: estamos permanentemente en busca de nuestra identidad y nuestras tradiciones, y el animé, con sus asuntos absolutamente actuales, su ambigüedad y sus situaciones caóticas, encaja perfectamente en el Japón actual”.
Retroalimentación, entonces: el animé tiene ojos redondos, pero a su vez es absorbido –por su capacidad técnica y narrativa y sus recursos retóricos– por el cine norteamericano. Y mientras directores chinos y taiwaneses son reclutados para hacer sus películas en Hollywood, el productor Joel Silver y los hermanos Wachowsky convocan por enésima vez al coreógrafo de El tigre y el dragón para sus “aventuras en el desierto de lo real”. Los Wachowsky declararon alguna vez –en la época en que todavía hacían declaraciones y no jugaban a ser los directores “virtuales”– que entre sus animé favoritos estaban los clásicos modernos y apocalípticos Akira y Ghost in the Shell. “Lo que intentamos incorporar del animé en nuestras películas es su yuxtaposición del tiempo y el espacio en una acción rítmica”, dijeron. De tal manera, la selección de una amplia mayoría de directores orientales para llevar a cabo The Animatrix, compilado de nueve cortos de animación que acaban de lanzarse al mercado de venta de video directa al público, parecería más vale obvia. Maeda, responsable de un film llamado Blue Submarine # 6, es el director de dos de estos cortos (y probablemente el mejor par): El segundo renacimiento, partes 1 y 2.
El segundo renacimiento funciona a modo de precuela de la saga Matrix, narrando el ascenso de las máquinas: desde el desarrollo de la inteligencia artificial y los robots concebidos para servir al hombre, el reclamo por parte de éstos de un trato igualitario y su consiguiente marginación y destrucción, hasta su eventual contraataque, tras el cual se apoderan del mundo. Con gran capacidad elíptica, se distingue del resto de los cortos animatrix por intentar generar un origen y una continuidad dentro de la saga. También es uno de los más crudos y violentos, y se permite llevar ese tono apocalíptico hasta las últimas consecuencias. En tanto el resto de las historias no son muchos más optimistas, pero se abocan a narrar episodios individuales, en su mayoría las “anomalías” del sistema, pequeños puntos luminosos que abren expectativas revolucionarias para los humanos esclavizados por la Matriz. Es decir, la misma materia enla que se centran muchas distopías clásicas, como el 1984 orwelliano, Un mundo feliz de Huxley o Blade Runner (sobre la novela de Philip K. Dick): el descubrimiento, muchas veces accidental, de una vía de escape. A eso apuntan, en especial y con resultados desparejos, los episodios Record mundial (de Yoshiaki Kawajiri, director de Ninja Scroll), Más allá de la realidad (de Koji Morimoto, director de un muy buen exponente del género, de principios de los ‘90, llamado Robot Carnival) y La historia de un chico (de Shinihiro Watanabe, director de Macross Plus, continuador de esa serie que alguna vez llegó a la Argentina con el título de Robotech). El compilado cierra con una experiencia algo enigmática llamada Matriculado, tal vez el borde más surrealista de una serie, la de Matrix, que ya empieza a revelar sus limitaciones conceptuales y narrativas.

 

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