Dom 27.05.2012
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CINE > ABRIR PUERTAS Y VENTANAS, EL PREMIADO DEBUT DE MILAGROS MUMENTHALER

ALICIA YA NO VIVE AQUI

Tres hermanas viven juntas en la casa donde hasta hace poco se criaron con su abuela Alicia, que murió. Con una sutileza cotidiana hecha de celos, intimidad y competencia, un clima en el que hasta el último aparato tecnológico respira pasado y la presencia fantasmal de todo lo que pasó pero sigue entre ellas, Abrir puertas y ventanas es una saludable y premiada bocanada de aire fresco al cine de cámara argentino.

› Por Mariano Kairuz

Aparece un celular, y una de las hermanas trata de aplastarlo a martillazos. Hay una computadora, pero Internet anda mal y mandar un email parece una misión imposible. Hasta que ocurren esos dos momentos módicamente electrónicos y más bien analógicos, casi todo en Abrir puertas y ventanas, la opera prima de la directora Milagros Mumenthaler, parece transcurrir en otro tiempo, cercano y lejano a la vez. Todos los elementos que pueblan la casa de la que la película no sale –desde los muebles a la ropa, el tocadiscos y el un poco aparatoso teléfono inalámbrico que se queda sin carga–, pertenecen al pasado, tienen fantasmas. De eso es, justamente, del pasado, y de cómo se relaciona con ese pasado cada una de las tres hermanas protagonistas, sumidas en la orfandad, que trata en buena medida Abrir puertas y ventanas.

“Cómo representar la ausencia”, dice Mumenthaler; esa fue una de las premisas, una de sus obsesiones a la hora de hacer su primer largometraje, pero también el de algunos de sus cortos previos (como El patio, 2004, en el que también había hermanas y una casa). El pasado es un sinónimo posible de ausencia en Abrir puertas y ventanas: un tiempo que ya no está, y todo lo que se fue con él pero dejó su huella. La ausencia más sensible, el principal fantasma, es la de Alicia, la abuela de las tres chicas. Sabemos de Alicia lo que la película revela de a poco: que fue una figura prominente en la Universidad, y también que fue quien crió a sus nietas, lo que marca otra ausencia: la de los padres. Y no mucho más. El resto es lo que está en la casa, en esos muebles y esa ropa y esos discos que la mayor de las hermanas, Marina (la debutante María Canale) ha decidido adoptar y preservar tal como están, como una alumna ejemplar, como la continuadora inquebrantable de su abuela, mientras que la hermana del medio, Sofía (Martina Juncadella), sólo quiere cambio, renovación, cosas nuevas todo el tiempo, desprenderse del pasado. La tercera y menor de las hermanas, Violeta (Ailín Salas), puede ocasionalmente aliarse con alguna de las otras dos, pero también es capaz de observar con indiferencia las por momentos ásperas disputas entre una y otra, y con ese mismo desapego tomar de pronto la decisión de abandonarlas, creando la tercera ausencia significativa del relato, dejando otro de esos agujeros que se hacen sentir, que son la verdadera materia prima de la película.

“Si Marina se identifica con la educación de la abuela, y viene a ser como la hija perfecta, y Sofía es la rebelde que quiere todo nuevo, Violeta se pregunta cuál es el rol que le cabe a ella entonces y se dice: por ahí es yéndome que encuentro mi propio lugar”, dice Mumenthaler sobre las chicas, protagonistas casi exclusivas de su película (casi: hay también un chico, que funciona como objeto del afecto y factor de competencia de las tres). Lo central, dice Mumenthaler, era examinar ese lugar en el mundo que cada uno va a aprendiendo a ocupar cuando crece entre hermanos. “Es un tema que me viene muy de adentro, no puedo decir por qué, tal vez debería hablarlo en terapia”, dice un poco en broma. “Vengo de una familia de cuatro hermanos y aunque yo no pasé por una experiencia como la de las chicas, creo que es así para todos los que tenemos hermanos: uno asume tal o cual lugar en relación a los de sus hermanos y a los de sus padres, y creo también que esos roles son los que te van definiendo como persona desde chico. Siempre me conmovió la familia por ser ese lugar único en el que podés pasar del amor a la intolerancia total, por todo lo que se produce entre ese grupo de gente que en definitiva te viene impuesto.”

Mumenthaler nació en Argentina en 1977 pero cuando tenía tan sólo tres meses sus padres se la llevaron con ellos a su exilio europeo. Descendientes de suizos, tras recalar brevemente en España se instalaron en el país donde tenían familia y la posibilidad de vivir y trabajar con los papeles en orden, así que ahí se crió Milagros. Sin embargo, al terminar el secundario –en parte, dice, “crisis de la edad”– decidió volverse, sola, y se fue a vivir con su abuela a la casa marplatense que para ella y sus hermanos había sido “el paraíso” (“un paraíso de mucha gente, un lugar festivo, de diversión y juego y potes de helado”) en cada visita que hicieron durante sus años afuera. A la hora de estudiar cine, se quedó en Buenos Aires, pero para financiar su película le resultó natural encontrar un coproductor suizo e igual de natural estrenarla en el festival de Locarno (que es, salvando las distancias, el Bafici suizo), de donde se volvió con varios premios importantes, incluyendo mejor película y mejor actriz para Canale. (Luego cosecharía otros en Mar del Plata, su otro hogar, y una muy buena recepción en festivales de La Habana, Toronto, Londres y Valdivia.)

La película tuvo sus detractores, aclara Mumenthaler contra lo que podrían dar a pensar la lista de premios y festivales. En particular en Suiza, donde su condición de casi-local no le jugó muy a favor, entre parte de la crítica que la menospreció como uno de “esos films en los que no pasa nada”. Es cierto “que es una película más de sensaciones que otra cosa”, dice ella, y que buena parte del tiempo las chicas parecen dar vueltas por la casa sin saber qué hacer de sus vidas. Lo que pasa, pasa por los silencios y por los diálogos, en los que se juegan los celos, las competencias, los reproches, las mezquindades entre hermanas, seguramente específicas de la dinámica de una relación entre mujeres (no sería lo mismo, o al menos adoptaría otras formas, si uno o todos los hermanos fueran varones), pero en última instancia reconocible, por su naturalidad, por su intimidad, por sus cercanías y entendidos, por cualquiera que tenga o haya tenido alguna vez una familia.

Pasa también, con sutileza, en esa familiaridad e intimidad, en esa soltura y en esa tensión que hay entre las chicas, una sutil corriente de erotismo –no tan sutil en el caso de la hermana menor, a decir verdad– que nos convierte inevitablemente en voyeurs más que espectadores. Aunque las chicas nunca estén tan esencialmente desnudas y atractivas como en esa escena en la que, sentadas juntas en un viejo sillón, escuchan conmovidas la canción “Back to Stay”, grabada por Bridget St. John a principios de los ’70, que suena desde el viejo tocadiscos de Alicia. Una canción que es otro viaje en el tiempo, y marca a la vez un alto el fuego, un instante en que las diferencias no se borran pero sí se aplacan, devolviendo a todo su misterio, dejándose envolver por la sensación de pérdida, por la melancolía. Eso es lo que pasa, finalmente: aquello que, como la ausencia, como el pasado, está ahí aunque no los veamos, como un fantasma.

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