Dom 27.05.2012
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TEATRO > TANTANIAN REVIVE LA LEYENDA DE MONTGOMERY CLIFT

No sólo una cara bonita

Mito difuso de Hollywood, injustamente opacado por las leyendas de Marlon Brando y James Dean, Montgomery Clift apareció a fines de los ’40 para integrar un nuevo star system modelado sobre las enseñanzas del neorrealismo italiano, Stanislavski y el Actors Studio. Pero la promesa de belleza eterna y gloria infinita quedó trunca el 12 de mayo de 1956, cuando al regreso de una de sus muchas veladas compartidas con Elizabeth Taylor –su amiga del alma, musa y confidente– su auto se estrelló, dejando para siempre marcas en su cara. Sobre los diez largos años que siguieron a esa noche y que fueron los últimos de su vida, los de su madurez como actor y también los de una angustia y desasosiego sin fondo, con el tabú de la homosexualidad en el Hollywood clásico como tópico omnipresente y proponiendo un audaz cruce con La gaviota de Chejov, el dramaturgo español Alberto Conejero escribió la obra Cliff (Acantilado). Esta semana, la obra llega al off porteño con dirección de Alejandro Tantanian y un protagónico casi absoluto de Nahuel Cano, para contar menos una tragedia fatal que una historia de supervivencia y renacimiento.

› Por Paula Vazquez Prieto

Era la noche del 12 de mayo de 1956 en las colinas de Coldwater Cayon, en la ciudad de Los Angeles. La velada en la casa de Elizabeth Taylor y su segundo marido, Michael Wilding, llegaba a su fin mientras de fondo sonaba una melodía dulzona de Nat King Cole. Monty, con aire taciturno, se despidió de los presentes, levantó su última copa y enfiló hacia la puerta. Se subió al auto y se introdujo en la pesada niebla que inundaba la zona de Santa Mónica. Su amigo Kevin McCarthy conducía unos metros adelante. “De pronto miré mi retrovisor y vi que Monty estaba demasiado próximo. Se me ocurrió que era una de sus habituales bromas, así que apreté el acelerador. Pero el auto de Monty seguía muy cerca del mío. Estábamos en una curva y era peligrosa. De pronto, sus neumáticos rechinaron en la oscuridad y se produjo un terrible estruendo. Una nube de polvo inundó mi retrovisor. Corrí en esa dirección. El auto de Monty estaba retorcido sobre un poste de telégrafo. Monty estaba allí tendido, con el rostro desgarrado: lo creí muerto.”

Pero Montgomery Clift no murió aquella noche: sobrevivió durante diez largos años. Para la prensa de la época fue el suicidio más prolongado de la historia de Hollywood. Una lenta y terrible agonía. James Dean, otro icono de la nueva generación de hombres rebeldes, había muerto en un accidente similar 8 meses antes. Pero Monty, como lo llamaban sus amigos, escapó a la inmortalidad y emergió de los hierros retorcidos con un rostro nuevo, plagado de cicatrices. Quizá con su verdadero rostro, tras haber perdido la máscara de la belleza en el accidente. Esos últimos diez años, después de la caída al abismo y su posterior renacimiento, fueron el canto del cisne de uno de los grandes incomprendidos del último decenio del cine clásico. Esos días de angustia y desasosiego, ahogados en las drogas y el alcohol, fueron también el camino hacia la madurez de su actuación. Ese final anticipado fue el surgimiento de uno de los actores más intensos y carnales que haya conocido el cine.

Ese también es el inicio de la obra Cliff (Acantilado), estrenada el pasado sábado 19 de mayo en el teatro del circuito off El Extranjero, en la zona del Abasto. Basada en un texto del español Alberto Conejero y dirigida por Alejandro Tantanian (responsable de Las islas, adaptación de la novela de Carlos Gamerro el año pasado en el Teatro Alvear, y de Blackbird, de David Harrower, unos meses después en el Centro Cultural Konex), la pieza propone el siguiente interrogante: ¿cómo no ser Montgomery Clift? Una especie de desafío para el espectador, un viaje a esos últimos diez años en la vida del actor, años que la obra recrea desde la oscuridad del escenario. La idea surgió en el marco del proyecto Panorama Sur, centro de formación de dramaturgos que Tantanian dirige desde 2010. El año pasado recibió la visita de Conejero, con varias obras en mano, y quedó seducido por la potencia del texto sobre Clift. El trabajo con un único actor (que finalmente sería Nahuel Cano, con quien ya había trabajado en Las islas y cuya elección fue fruto de un acuerdo tácito con el autor) permite a la puesta un viaje hacia el interior del personaje, expuesto a través de sucesivos soliloquios cuyos conscientes contrapuntos son las imágenes que aparecen intermitentes en la pantalla de fondo y las canciones que inundan la sala como emergentes del alma misma del actor. Imágenes en movimiento del joven Monty junto a Marlon Brando, amigo de su adolescencia, en un video casero que desnuda su costado juguetón e inocente de los comienzos. Imágenes de hombres desnudos que exponen su sexualidad con fuerza, sin medias tintas. Y las melodías de Cole Porter, versionadas por distintos cantantes, que desnudan el paladar musical del personaje, además de proponer un paralelismo interesante con la figura del compositor, en referencia a esos tiempos en los que ser gay era considerado un fuerte tabú.

Uno de los cruces más audaces que propone Cliff es el diálogo con una de las obras fundacionales del teatro moderno: La gaviota, de Anton Chejov. Escrita por el dramaturgo ruso en 1895 y reestrenada en 1898 por la compañía del Teatro de Arte de Moscú a cargo de Constantin Stanislavski (luego del sonoro fracaso de su presentación inaugural en 1896), esta comedia en cuatro actos centra su atención en los conflictos dramáticos y artísticos de cuatro personajes, entre los cuales se destaca el escritor Konstantin Treplev. En la ficción de La gaviota, Treplev es incomprendido por sus contemporáneos; sus intentos de crear una nueva forma artística son replicados con burlas grotescas; su alma, demasiado sensible, no encuentra salida frente a la aridez del pensamiento reinante; y su último grito de rebeldía es el sonido de un disparo. En la puesta de Stanislavski, famoso autor del método de indagación actoral que haría escuela en Hollywood de la mano del Actors Studio, la presencia del subtexto, clave en la obra de Chejov, elude el dramatismo del melodrama del siglo XIX para evocar la tragedia desde los márgenes.

La ambición de la puesta de Tantanian consiste en recuperar aquel espíritu, presente en el trágico Treplev, en la figura moderna de Montgomery Clift. Clift, formado en el teatro neoyorquino, llegó a Broadway con tan sólo 15 años y tuvo una intensa formación interpretativa previa a su llegada al cine. Por aquellos años, su acercamiento a La gaviota, en la piel de Treplev, lo expondría a esa forma intensa de vivir la actuación, compartida por varios de sus contemporáneos como Marlon Brando, Paul Newman o James Dean. La reaparición de La gaviota en la madurez profesional de Clift es un aporte ficcional de la obra de Conejero, que establece una fuerte analogía entre ese halo rebelde e inconformista del simbolista ruso y la ostensible incomodidad de Clift en su convivencia con los últimos vestigios de una forma de hacer cine que llegaba a su fin.

El cine clásico, apoyado en el sistema industrial de los grandes estudios y en una estructura narrativa sólida y aceitada, estaba en plena crisis en 1948, año en que Montgomery Clift hace su debut en la pantalla grande con Río Rojo, de Howard Hawks. La ley Antimonopolio, sancionada ese mismo año, había obligado a los estudios a deshacerse de sus cadenas de cines y un nuevo escenario de competencia asomaba en materia de exhibición. Nuevos aires llegaban desde Europa con la explosión del movimiento neorrealista que colocaba a la realidad en el centro de la escena y relegaba las potencialidades del artificio. El cine iniciaba nuevas búsquedas y la figura del actor cobraba un protagonismo inusual. Como escribió Luchino Visconti, figura clave junto con Roberto Rossellini del llamado neorrealismo italiano, en su manifiesto El cine antropomórfico de 1943: “De todas las responsabilidades que me atañen como director, la que más me apasiona es el trabajo con los actores; material humano con el que se construyen hombres nuevos, que, llamados a vivir, generan otra realidad, la realidad del arte. Porque el actor es, ante todo, un hombre”. Visconti, que en varias oportunidades adaptaría obras clave de Chejov para el teatro italiano, puso en letra impresa una exigencia que se hacía ineludible para las nuevas generaciones.

La indagación en la materia prima instintiva del actor, como el principal recurso para la construcción del personaje, fue una premisa omnipresente entonces, desde varias latitudes. Clift se propuso ese desafío, no sólo como perfeccionamiento de su trabajo sino como anhelo de rebeldía. Su profesionalismo fue su mejor arma para resistirse a las restricciones y los condicionamientos del sistema. En el rodaje de La heredera (1949), su tercera película, hizo evidente su reclamo de autonomía hasta el límite de desafiar las directivas de un patriarca como William Wyler. En sus frecuentes intercambios airados con el director expresaba esa sentida incomodidad con las normas y las exigencias del aquel viejo star system, que seguía intentando moldear a sus estrellas a lo previsto e inamovible.

Reticente a las intromisiones habituales en su vida privada, se negaba a dar entrevistas, a ir a eventos sociales o a mostrarse con las actrices de moda. Se convirtió en un outsider, un marginal, alguien mirado de reojo por la prensa sensacionalista que esperaba el traspié oportuno para dar rienda suelta al ensañamiento. A diferencia de Rock Hudson, que aceptó el casamiento como pantalla para mantener oculta su homosexualidad, Clift mantuvo su negativa como una declaración de principios, haciéndose indescifrable a los ojos de quienes niegan lo que no comprenden.

Las mujeres más importantes de su vida fueron su madre, Ethel Fogg Anderson, y su entrañable amiga Elizabeth Taylor. Las ambiciones aristocráticas de mamá Sunny marcaron la niñez de Monty (aparentemente, la madre de Clift era la nieta ilegítima de Montgomery Blair, famoso abolicionista y miembro del gobierno del presidente Abraham Lincoln). Su educación hogareña, a cargo de diversos tutores, contribuyó a cierta introspección que lo llevó a establecer pocos vínculos, aunque duraderos. Elizabeth Taylor, con quien compartió cartel por primera vez en Ambiciones que matan (1951), fue su amiga del alma, su musa y su confidente. Quien lo sacó de las ruinas del auto estrellado y lo devolvió a la vida. Juntos escuchaban los discos de Cole Porter mientras reconstruían un pasado idealizado o imaginaban un futuro placentero, que nunca llegaría.

La realidad suele ser hostil con las almas demasiado sensibles. La historia, cruel con su recuerdo. Montgomery Clift no ha sido de los actores más recordados de su generación. Prevalecen Marlon Brando y su masculinidad explosiva, o James Dean y su mito prematuro. Y lo que emerge cada vez que se lo menciona es la agonía póstuma a un horrible accidente que dividió su historia en dos. Como si esa promesa de belleza eterna y gloria infinita hubiera quedado trunca bajo los vidrios rotos del choque y en su lugar emergiera un ente sin vida, sonámbulo en su triste vigilia de alcohol y abusos que lo condenaría a un triste olvido.

Pero la versión que ofrece la obra de Conejero y Tantanian es la de su renacimiento. La de un espíritu sobreviviente que emerge del horror como un hombre nuevo, como un artista nuevo. Despojado de la tiranía de la apariencia, Montgomery Cliff entregó su más preciado tesoro en sus últimos diez años de existencia: la fuerza y el talento de una obra que resiste impávida frente al paso del tiempo.


Cliff (Acantilado),
de Alberto Conejero.
Dirección: Alejandro Tantanian.
Con Nahuel Cano.
Teatro El Extranjero, Valentín Gómez 3378.
Sábados, a las 23.
Entrada: $ 60.

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