Domingo, 1 de julio de 2012 | Hoy
> ADIóS A LONSOME GEORGE, EL TORTUGO DE LAS GALáPAGOS
Por Soledad Barruti
Desde la época en la que desaparecieron los dinosaurios que no hay una pérdida tan brutal de la biodiversidad como la que se está viviendo ahora. La intervención humana aumenta mil veces los factores de extinción naturales, y según la ONU se extinguen cerca de 200 especies por día en todo el mundo. Pero, sin embargo, fue la muerte de George, la tortuga más solitaria de Galápagos, la que parece haberle dado una dimensión más precisa a tanta estadística desoída, mientras marcaba un punto final triste y rotundo a la esperanza científica de salvataje de último minuto. Tanto que todavía nadie se anima a cerrar el capítulo de un esfuerzo que cumplió más de cuarenta años.
Desde que apareció en 1971, vagando por una de las islas más pequeñas y remotas del archipiélago, cual Principito en el asteroide B 612, George se volvió un icono de su universo devastado. A través de él se podía contar la historia del archipiélago, y a través de esa historia mucha de la nuestra más reciente.
Las islas Galápagos estuvieron aisladas del mundo desde que la ristra de volcanes subacuáticos las expulsó, millones de años atrás. Los pocos especímenes que llegaron ahí se desarrollaron siguiendo un curso propio de evolución, alejándose de sus especies, signado por las adaptaciones necesarias para sobrevivir en ese entorno único. En Galápagos los cactus se vuelven árboles altísimos con troncos que parecen de barniz, las iguanas pescan en el agua y expulsan sal por sus narices, como si fueran chimeneas de humo blanco, hay pingüinos que no se van aunque haga 50 grados y, por supuesto, tortugas. Todas gigantes y a simple vista iguales, pero con particularidades que van de la forma de sus caparazones al tamaño de sus patas, dependiendo de en qué pedazo de tierra flotante les haya tocado nacer.
En Galápagos todo cambia en pocos kilómetros: el paisaje puede ser volcanes calientes, rocas llenas de espinas, mares verdes y turquesas o laderas húmedas y exuberantes.
En esa vastedad, el primer visitante cayó a las claras en la playa equivocada. Las Galápagos fueron la imagen del infierno para el obispo de Panamá, el primero en registrar sus costas. Había dragones y monstruos marinos allá adentro, dijo pretendiendo cerrar la puerta maldita. Pero las Encantadas quedaron vedadas sólo para una parte de los fieles. Marineros aventureros las siguieron visitando, convencidos de que la maldición de esas tierras era que los muertos más malvados se volvían tortugas gigantes. “Que las tortugas sean las víctimas de un hechicero punitivo maléfico o tal vez decididamente diabólico, parece probable sobre todo cuando se toma en cuenta ese extraño entusiasmo por el esfuerzo inútil que tan a menudo se apodera de ellas. Las he visto, en sus correrías, arremeter heroicamente contra rocas y permanecer largo tiempo frente a ellas, topándose y retorciéndose, tratando de meter su cuña para moverlas y así poder seguir por su camino inflexible. La maldición que pesa sobre ellas culmina en su ineludible impulso de ir siempre derecho por un mundo plagado de escombros”, escribió Herman Melville, en su extraordinario libro Las Encantadas.
En sus años de historia paralela a la Historia, las islas Galápagos supieron ser morada inhóspita de salvajes piratas, esclavos olvidados, cazafortunas sin fortuna, presidiarios torturados. Sus pájaros fueron inspiración única de un joven Darwin al acecho de una teoría revolucionaria. Y cien años después, funcionaron como base estratégica para Estados Unidos en el frente del Pacífico.
Territorio pequeño y desperdigado, cada visita fue dejando su huella. No sólo fueron poblando a las Galápagos de animales exóticos como perros, gatos, cabras y plantas invasoras que destruían a las especies locales haciendo imposible la supervivencia de las crías. Además aprovecharon para saquear todo eso que ahí abundaba y afuera no había. Con las tortugas y sus fantasmas hicieron aceite, sopa, espectáculos, ollas y hasta barriles de cerveza para el ejército americano. El mismo Melville, después de mostrarse maravillado por sus pesadillas hechizadas, lo celebró con guisos y filetes de esos animales.
La imagen debe haber sido la de lo inagotable.
Pero un día miraron atrás y ya casi no quedaba nada.
Se calculan en 200 mil las tortugas matadas en los últimos dos siglos. Los intentos de preservación de las Galápagos empezaron hace más de cincuenta años. Pero cuando se trata de naturaleza parece que no es fácil reestablecer el orden: lanzado ahí afuera, todo entra en ese torrente biodinámico que es la vida, y el ser humano, que puede ser el más agresivo agente de la evolución, aprende que tampoco es Dios ni mucho menos.
El solitario George no era el más viejo ni el más grande de los tortugos. Era el último en su especie. El último de la isla Pinta. Con él se fue una forma entera de ver y relacionarse con el mundo.
George vivía tímido entre las piedras de su parcela del parque en la Estación Científica Charles Darwin, un lugar un poco árido y expuesto. Rodeado de turistas y científicos y una urgencia ansiosa por lograr su pronta reproducción que nunca dio ningún resultado. De las cruzas con George salieron huevos muertos y una creciente apatía. No importó que le llevaran una bióloga rubia que le hablaba en inglés y quisieran engañarlo con tortugas parecidas a él.
George en vida esquivó a la ciencia pero no dejó de cargar la historia. Vivió cien años, lo que para alguien que puede alcanzar los doscientos es morir bastante joven. Ahora es material genético, un cuerpo embalsamado y recuerdo de museo. Hay científicos que sugieren que tal vez no sea el último de su especie, y otros tantos que esperan el desove de las dos hembras que lo acompañaban, a ver si a último momento se arrepintió y dejó alguna descendencia. Pero por el momento nada de eso existe y su muerte es un hecho contundente: aunque no haya sido más que una pobre tortuga, es la realidad que demuestra que a veces es demasiado tarde.
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