Dom 22.07.2012
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ENTREVISTAS > SANTIAGO SIERRA EN BUENOS AIRES: PROVOCACIóN, ARTE Y EXPLOTACIóN

EXPLOTARTE

Su figura ha crecido a fuerza de escándalos. En sus obras contrata a inmigrantes para realizar tareas ridículas o convierte una sinagoga en desuso en una cámara de gas. Desde los años ’90, su trabajo se monta sobre la performance y las formas minimalistas, para desviarlas hacia el terreno de la incorrección política y el anarquismo, buscando que caigan los velos y el mundo del arte deje de pensarse como excepción y se muestre tal cual es: un sistema de negocio y explotación laboral. Santiago Sierra estuvo en Buenos Aires invitado por la Universidad Di Tella donde, además de dictar clases, presentó No, Global Tour, una road movie tan escultórica como ácrata. Radar lo entrevistó para que hable de su implacable manera de llevar la explotación capitalista hasta el límite en el sistema del arte. Y pasarlo.

› Por Lucrecia Palacios

Santiago Sierra fuma y carraspea. Acaba de terminar sus encuentros con los alumnos del programa de arte de la Universidad Di Tella, y se ha apurado a salir al aire libre para echar humo. “Ahora sí que nos han liado –se queja–. Como si no hubiesen suficientes reglas, también hay que esconderse para fumar.” Sentado en un banco, con una boina gris y encogido por el frío, parece sacado de una fotografía de inmigrantes del siglo XIX y es difícil reconocer en él al creador “de una de las obras más violentas y polémicas del arte actual”, como se lo presenta.

Sierra se ha ocupado de que no lo reconozcan. Suele dar sus reportajes televisivos de espaldas a la cámara, no incluye casi retratos en su site ni en sus publicaciones, y durante un tiempo se negó a dar entrevistas en prensa. Muy pocos conocen su cara. Y sin embargo, su figura ha ido creciendo hasta convertirse en un artista de referencia para casi cualquier movimiento que haya surgido en las dos últimas décadas. Mencionado en las bibliografías del postminimal, del arte relacional, de la performance, del arte político y hasta del post-porno, el trabajo de Santiago Sierra dialoga con todos ellos y, a la vez, los pone en jaque: Sierra construyó una obra políticamente incorrecta sobre las relaciones de poder y dominio en donde el arte, lejos de ser un espacio de redención, es el espacio donde las desigualdades se reproducen, se exhiben y se tensionan.

245 metros cúbicos: una sinagoga alemana transformada en cámara de gas con las emisiones de seis motores.

Aunque sus obras ya venían resonando desde fines de la década del ’90, su participación en la Bienal de Venecia de 2003 lo situó de una vez por todas en el escenario del arte internacional. Como todos sus trabajos, se trataba de una pieza extremadamente sencilla y eficaz: sólo podían pasar al pabellón central y ver la exhibición aquellos que tuviesen pasaporte español. Quienes no, podían pasar, pero a los baños y a los cuartos de la limpieza. Sierra describió su participación como “una performance sobre la frontera”, y cuando una periodista nórdica se quejó de que sin ver la muestra no podría escribir, Sierra le contestó que la había privado de ver un lugar, no de su inteligencia.

Durante la Bienal de La Habana, en el año 2000, invitó a artistas, coleccionistas, galeristas y curadores a una fiesta. Antes había contratado a tres mujeres para que se recostaran en unas cajas selladas. Mientras el mundo del arte congregado en Cuba se sentaba sobre estas cajas, conversaba sobre muestras y detallaba sus próximos viajes, las mujeres permanecían acostadas y ocultas por un pago de $ 30 la hora. Para otra pieza, pero por el mismo precio, había contratado a seis desocupados cubanos para tatuar en sus espaldas una línea. Realizadas en Cuba o en México, la serie de obras en donde Sierra paga para que alguien realice tareas sin sentido (la serie de las remuneraciones, las llama), deja a todos en un lugar incómodo. No sólo a quien está “trabajando” y al espectador sino también (y sobre todo) al mismo Sierra, cuya figura se consustancia con la del explotador.

Seis desocupados cubanos a las que les pagó para tatuarles una línea en las espaldas.

Sierra se molesta cuando se menciona el sadismo con relación a estos trabajos. Apaga su cigarrillo contra el piso, se endereza y contesta: “Se escandalizan de que pago a la gente para que hagan algo, como si lo hubiese inventado yo. La violencia existe cuando tienes un instrumento para forzar la voluntad del otro, y el dinero es su expresión. Esto es de todos los días, yo sólo lo he representado”.

Pero no sólo lo ha representado, también lo ha reproducido. Ha realizado esos trabajos en México y Cuba; y siendo usted español, en esas contrataciones se suman las nociones de raza y dominación.

–Sí. Creo que en esas piezas lo que más molesta es que ataco la figura del artista. No lo coloco en un pedestal sino que me trato como lo que soy, alguien implicado en el comercio. Hay algunas obras que tienen sentido porque juego con eso y también con que soy un español en América, o que soy un blanco entre negros. Pago exactamente lo estipulado por las leyes, nunca más, porque pagarles más dinero sería limpiar mi rol, quedar como santo. Yo trato de reactivar un conflicto. Una obra que no cause problemas no tiene mayor interés que el decorativo. Por lo demás, la gente entiende que son actividades humillantes porque he quitado la utilidad del trabajo y lo que queda es la cruda realidad. ¡No me vengan con cuentos de que el trabajo libera, de que el trabajo dignifica! Estás allí por dinero y punto. Yo hacía alusión a una masa laboral postindustrial, post-fordista, gente que no tiene formación y que son usadas para tareas estúpidas. Hay muchísima gente que vive así. Eso de que tú compres el tiempo y la voluntad de otra persona, ahí radica la verdadera dictadura. Los trabajos eran ejercicios para sacar eso a la luz. Quería buscar una manera dura, inapelable de retratarlo.

La compra de un premio, 2007: con el fin de revenderlo más caro compró el León de Oro de Regina Galindo otorgado en la Bienal de Venecia, 2005.

Sierra hace una pausa y sonríe por primera vez. Ahora sí está en su salsa y se saca la campera, como si la charla lo hubiese hecho entrar en calor. Si uno no supiera que ha contestado casi con las mismas palabras otras entrevistas, su entusiasmo haría creer que es la primera vez que articula esas oraciones. El discurso de Sierra es una mezcla extraña entre el pensamiento anarquista, el materialismo y un nihilismo desesperado, un cóctel que acerca sus declaraciones a las de un radical, a las de un cínico o a un moralista. Sus obras son corrosivas, porque apuntan e implican a quien lo mire en el malestar que produce el arte entendido como un sistema de mercado, con reglas de explotación y dominación que Sierra conoce, exhibe y también aprovecha, sin dejar de señalarlas como una anomalía, como una desviación del sentido común.

Lo ha dicho otras veces. Para Sierra, “el artista es un megaobrero que ha superado el anonimato y cuyos productos rebosan plusvalía, pero se le exige una actitud ejemplarizante, una moralidad superior que lo distinga, por ejemplo, de un joyero”. En otra oportunidad declaró que si hubiese querido darles visibilidad real a los trabajadores que usa en sus obras, no habría elegido el arte como plataforma sino algún tipo de activismo político, si es que creyese en ellos. “Digamos que hago mis obras porque creo que deben estar incluidas en el mundo del arte, pero no tengo sueños grandilocuentes de que lograré la redención de nadie, porque eso es absurdo. Cuando vendes una fotografía por 11 mil dólares, no puedes redimir a nadie más que a ti mismo”, remataba.

Pero, más allá de la exhibición de los precios de las obras, lo que más incomoda en las obras de Santiago Sierra es su falta total de esperanza. El curador mexicano Cuauhtémoc Medina, uno de los que más ha apoyado la obra de Sierra, las describe como “formas de crítica inmanente, que enfrenta a la obra artística y a su supuesto humanismo con su reverso económico y social”. El resultado de la obra de Sierra es la demostración palpable de que el arte ha perdido cualquier capacidad de negociación, si es que alguna vez la tuvo.

Los penetrados, España, 2008: hombres blancos y negros penetran a mujeres y hombres b&n en distintos actos.

Sierra nació en Madrid, en 1966. Vivió su infancia durante el franquismo y se formó como escultor en los años ’80, con la movida madrileña de fondo. Cuando se le pregunta por sus años de facultad, frunce la nariz. “Los ’80 fueron horribles, una degeneración. Fingíamos estar liberados, pero el franquismo seguía ahí. La facultad era un infierno. En los años ’60 y ’70 se había abierto un camino maravilloso donde todo era posible, y de repente llega la movida madrileña, que eran los hijos de la burguesía española e incluso muchos argentinos. Todos decían: ‘Ya tenemos libertad. A disfrutarla’. Y tener libertad era hacer el idiota, cantar ‘voy a ser mamá’ y pintar un cuadro chorro. Yo creo que fue un golpe de Estado en el mundo del arte, un proceso planificado de desideologización de la juventud, de los trabajadores y de la izquierda, y la movida del arte y la cultura se usó mucho para eso. Fue una época patética.”

Así las cosas, Sierra imaginó que los ’80 no habían existido y dirigió su mirada hacia atrás, revisando el minimalismo y el arte conceptual. Sus primeros trabajos fueron versiones de obras de Carl André, Robert Morris y Donald Judd, claro que à la Sierra, porque su minimalismo se centraba en las relaciones laborales que la obra exigía. Presentaba cubos de apariencia industrial, pero dejando en ellos todas las huellas de su fabricación, o dejaba la sala sucia para que quedara claro que hubo personas trabajando allí. Además de las cuerpos geométricos, la economía de medios y la eficacia, en la obra de Sierra hay mucho del “tienes que hacerlo todo a la vez, mirar y entender”, el efecto que Judd quería para sus trabajos, y la conciencia del impacto de la obra sobre su público.

En el PS1 de Nueva York, colocó detrás de un muro a una persona durante 360 horas seguidas, pagándole 10 dólares la hora. Como en muchas de sus obras, se confronta a un público de paseo que mira y puede ser visto, y a quien realiza la acción, escondido y trabajando.

–Los que van a las exposiciones son gente muy culta y que está en tiempo de ocio. Y yo a ese tiempo libre lo quería enfrentar con el tiempo de trabajo. Lo que había era una confrontación de individuos por su relación con el mundo laboral. Me interesa que la audiencia no pueda mirar para otro lado. Generalmente es lo que hacemos. En Berlín contraté a gente para que se quedara dentro de cajas. El público se ponía agresivo, pero en esa misma sala había un vigilante que se pasaba sentado muchas más horas que la gente dentro de las cajas, y por mucho menos dinero. El arte es un mundo de gente que tiene ideas muy elevadas de sí mismas, creen que son abiertos a todo, que cualquier tema se puede plantear. Pero esto, por supuesto, no es cierto. El arte contemporáneo ha sido como el chiste del optimista, ese que se cae del décimo piso y que pasa por el noveno y dice “por ahora todo va bien”, pasa por el séptimo piso y dice “por ahora todo va bien”, “por ahora todo va bien”, y plaf.

Veterano de la guerra de Colombia de cara a la pared, una imagen que repitió con veteranos de varias guerras en el mundo.

Se han leído sus piezas remuneradas como una respuesta a las obras de arte relacional, que empezaban a desarrollarse en paralelo. Si bien hay muchos elementos en común, como la escenificación de relaciones sociales dentro de la obra, sus trabajos no ofrecen alternativas de sociabilidad o modelos posibles. Más bien hacen hincapié en la sumisión y en el fracaso de estos modelos.

–Lo cierto es que en ese momento yo veía a los artistas, que luego se llamaron relacionales, como compañeros. Vivía en México, no tenía mucha información, porque ninguno se había convertido todavía en mainstream. Pero a mí me interesaban los artistas del happening, y entre ellos, Bruce Nauman, porque en él la participación que proponía el happening había acabado en la docilidad ciudadana, en las personas caminando como ganado en el metro. El ponía un pasillo para el público, y la gente pasaba por ahí como ratas. Eran experimentos casi conductistas. Me gustaba mucho profundizar sobre esa idea, que tiene más que ver con la real. Yo quería hacer un arte materialista, no en base al deseo sino a la realidad.

En el trabajo que viene a presentar, No, Global Tour, ha colado un gran “no”, una escultura, durante eventos como las reuniones de los indignados en España, Ocuppy Wall Street o la visita del Papa a Madrid. Si sus trabajos anteriores eran bastantes transparentes en relación con lo que comunicaban, aquí no queda claro a quién se está dirigiendo, porque puede pensarse como un “no” de protesta, pero también como el “no” de la autoridad.

–La obra tiene el carácter épico del “no” a la realidad, paseando de una manera ostensible. Pero también hay un espejo, porque refiere al “no” del padre como al “no” del hijo. Uno sería el coercitivo y el otro, el emancipatorio. De cualquier forma, toda mi obra es muy negativa. Creo que es una forma de resistencia cultural, justamente una manera de decir no. A mí me parecía que era ensuciar la vida hablar de ella en el arte, porque la belleza de la vida, lo que tiene de bueno, eso no es para el arte. A la vida la han estropeado. El arte es una trinchera para sacar ese horror de una vida a la que le han sacado todo y la han dejado sólo para el trabajo.

Alguien de la universidad se le acerca. Se deben arreglar algunos detalles para la cena en la Embajada de España que será por la noche, y Sierra acepta con ojos vacíos las indicaciones de horarios y direcciones. Anota algunas en los papeles A4 repletos que usa como agenda, levanta los hombros y mientras se acomoda la boina parece estar pensando, como Charles d’Orleans, “el mundo está harto de mí y yo estoy harto de él”. Luego vuelve su mirada hacia el grabador y reclama que siga la entrevista. “Bueno, dispara”, dice.

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