Domingo, 29 de julio de 2012 | Hoy
TELEVISIóN > TINELLI Y GRADUADOS: LOS ’80, LOS ’90 Y LA TV EN DEMOCRACIA
La televisión argentina parece atravesada este invierno por los fantasmas de sus últimos treinta años en democracia: con las grandes divas fuera de pantalla, la franja horaria central está disputada por el tanque de Tinelli alrededor del revival de los ’90 con la familia Caniggia-Nannis, y Graduados con su candorosa vuelta a los ’80, Bariloche y el verano eterno. Entre ambas, la muerte de Juan Alberto Badía, un referente de la renovación televisiva en democracia y mentor de Tinelli, signa un momento en que la pantalla mira el pasado con ironía, ternura y sin respuestas.
Por Claudio Zeiger
Quizá la señal, involuntariamente, la dio Juan Alberto Badía. Cuando recibía el Martín Fierro, cuando sacudía emocionalmente a una generación de televidentes y oyentes de radio crecidos en democracia pero con la memoria de la dictadura reciente, cuando se moría y entonces todos volvimos la mirada al universo de la apertura democrática, cuando todavía escandalizaba el debate sobre el tamaño del pene y la radio se hacía en Bangkok. Y de pronto, ahora, Tinelli, emocionado, habló una hora sobre Badía en ShowMatch sin importarle nada, ni el rating, ni el baile, ni él mismo, como perdido en sus propios recuerdos y emociones. Y así quedó instalado, curiosamente, o no tanto, en el lugar de heredero de esa TV que ya no es pero que a veces tiene atisbos de ser todavía democrática, popular e interesante. Presente y pasado reciente de la TV se cruzaron.
Por estos días, entre la pelea del rating, algo obliga a mirar hacia atrás. Graduados revisita los años ’80; Bailando por un sueño, los ’90. Los dos parecen hacerlo con distancia irónica. Son otros tiempos, ahora es el momento de mirar atrás.
Empecemos por Graduados. Una comedia cuyo corazón parece salir intacto (Daniel Hendler incluido) de aquella propaganda de Telefónica: Walter, el descongelado de los ’80 todavía anda suelto. Los ’80 en su faceta de viaje de egresados, ya se sabe: disco y faso, la radio ataca en el formato de conductor que monologa desesperado y solo en la madrugada. El lado festivo de los ’80 (no sida, no jeringas), unos ’80 para todo público. Andy, Vero, Tuca, los amigos medio cabezones del final de la adolescencia que no se termina nunca; nostalgia retro. No está mal. Es muy divertido porque pega en el corazón de una generación que todavía no termina de crecer, se niega a ocupar el sitial de los adultos. Adultos infantilizados y una idishe mamme paradigmática (Mirta Busnelli) que otorga la razón a los que creen que ser Madre es un horrible destino. La trama dio, o da en una clave: en los ’80, la literatura norteamericana hastiada de neoconservadurismo nos revelaría el gran fracaso de la familia tradicional como organizador social de la vida en democracia. Aquí, la salida de la dictadura significaba un sano libertinaje (y su derrape en reviente) pero inevitable cuando, para los militares, la familia había sido la “célula básica” de la sociedad, panóptico y continuidad de los cuarteles. Como gritaba Alf gloriosamente: “¡Anarquía! ¡Anarquía!”. Era la consigna, lejos de los padres vigilantes.
En Graduados hay un problema de filiación, un hijo que deambula entre familias y padres que parecen hermanos mayores. La imposibilidad (o no) de dejar de ser hijos es el eje central de Graduados. ¿Cómo no mirarlo?
A veces a la misma hora, otras no, en Bailando por un sueño se armó la ruta del tentempié, o alguna ruta que también conduce al fondo de los ’80 y los primeros años ’90, cuando ya había derrapado el caballo de la desilusión y se abrían paso las cosquilleantes drogas de diseño con su erotismo toquetón, su baile en la cubierta del Titanic y su relax de VIP trucho, pizza con champán, al decir de la ex Sylvina Walger.
Particularmente no me caen mal los Caniggia, en especial los chicos, en especial Charlotte. El padre, recuerden, es Claudio Paul, para bien y para mal, glorioso pájaro que supo hacer tándem con barrilete cósmico, y la Nannis es la Nannis, siempre fue igual, lo único es que ahora parece que necesita “trabajar”, que anda como de capa caída. Pero todos los que le toman lecciones de argentinidad a Charlotte, ¿dónde estaban en los ’90? ¿En el Cono Sur? ¿O en el quinto carajo? Ella no sabe dónde queda un país llamado Argentina no sólo porque vivió afuera, en balnearios transnacionales, sino que creció con un país off shore, con un modelo de negación nacional y apología del Primer Mundo. Estos hijos serán lo que sean, pero hay que darles tiempo. Charlotte es hija de aquel consumismo excluyente. Es hija de un país que sostenía los valores que hoy le echan en cara. Tinelli, al parecer, jugó a parodiar la pizza con champein y no a recrearla, o celebrarla, pero es probable que en el juego de las fiestas y los VIP algunos de quienes lo rodean, se confundan (y cuidado con los tacos, muchachos, que están grandes).
La versión Graduados de la vida es más consolatoria, más benigna. La fiesta es más melancólica y, por decirlo con un término feúcho, más sana. Deja, eso sí, la impresión de que esconden demasiado bajo la alfombra el lado oscuro de los ’80 y que esos hijos a los que no se les da un modelo para ser adultos merecerían conocerlo, porque si no van a terminar creyendo en la fábula reaccionaria de que todo tiempo pasado fue mejor.
La fiesta de la Nannis es, podría decirse, más carnal, más real. Y tiene algo envejecido en su burbuja dorada. Su rating también parece hecho de burbujas que se desvanecen no bien viene la propaganda.
Nos divertimos en los ’80 y con la Nannis nos queremos morir. Será porque nos queremos sentir bien. Pero estamos a mitad de año y parece que la televisión no termina de arrancar. Todo está en suspenso. La única verdad es que estamos en el siglo XXI y quien más parece darse cuenta es La voz argentina. Pero ése es otro tema. Y si de algo puede servirnos la muerte de Badía (quizás el acontecimiento más importante del año televisivo), es para precipitar un balance de estos casi treinta años de televisión en democracia, porque es un buen momento para hacerlo.
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