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Domingo, 29 de junio de 2003

CINE

El buen salvaje

Después de ganar la Cámara de Oro en Cannes 2002 y asombrar a la prensa del mundo, aterriza en Buenos Aires Japón, el film-ovni de Carlos Reygadas, un ex rugbier y experto en derecho que en su ópera prima recupera el aliento de Tarkovski para hundirse a fondo en la mística del México profundo.

Por Horacio Bernades

Cuando una película logra inventar un mundo enteramente propio y se reserva el secreto último que la anima, no hay duda posible: se trata de una gran película. Si, además, convierte ese mundo en una materia subyugante, hasta convencernos de que es definitivamente superior al mundo real, ya no es una gran película: es una película excepcional.
Eso es lo que ocurre con Japón, la ópera prima del mexicano Carlos Reygadas que ganó la Cámara de Oro en Cannes 2002, fue consagrada Mejor Película Latinoamericana del Año por la prensa internacional y el próximo jueves se estrena en Buenos Aires. Toda película excepcional surge de la nada, funda un territorio propio y se alumbra a sí misma, sin que nada ni nadie permita sospecharlo de antemano. De la nada surgió Reygadas, un mexicano de 31 años cuyos antecedentes permitían imaginar en él cualquier cosa menos un cineasta. Antes de filmar Japón había sido rugbier y especialista en derecho de conflicto armado, campo en el que había trabajado primero para el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país y luego en la Unión Europea.
Hijo de una antropóloga junguiana y un contador que cumple tareas en el área del Ministerio de Cultura, Reygadas filmó cuatro cortos en súper 8 en Bélgica, consiguió algunos fondos de marchands de artes y de pronto, ¡zas!: ahí estaba Japón. Filmada en un formato totalmente infrecuente (súper 16, pantalla panorámica), ya en febrero del año pasado –tras su primera presentación internacional en el Festival de Rotterdam– su película era una de esas contraseñas secretas que los frecuentadores de festivales suelen intercambiar con fervor en los pasillos.
La consagración de Cannes la confirmó como uno de los hallazgos del año. Se le escapó por un tris el premio que la asociación de críticos otorga a la revelación anual (que fue a parar a El viaje de Morvern, de la escocesa Lynne Ramsay), pero más tarde la eligieron Mejor Película Latinoamericana (torciéndole el brazo a La virgen de la lujuria de Arturo Ripstein) y hace poco asombró en el Festival de Buenos Aires.

Civilización y barbarie:
Que Japón es un viaje a tierra desconocida se hace evidente de entrada, cuando la cámara se instala por encima de una fila de autos que avanza por una autopista y apunta bien lejos. Y que ese viaje es imperativo se adivina en el resuelto travelling hacia adelante, en la serie de fundidos encadenados que hacen avanzar velozmente la fila hasta aislar a uno de los autos del resto del tráfico y seguirlo hasta un pequeño camino secundario, al borde de unos terrenos donde se borronea la huella de la civilización. De una de las ventanillas asoma un brazo que señala un lugar inhóspito. Un hombre delgado baja del auto y camina apoyándose en un bastón; se le acerca un niño que anda con un grupo de cazadores y lleva una torcacita en la mano; intenta –sin éxito– desnucarla. El hombre –de rostro anguloso, tristísimo– la desnuca por él y luego, con una navaja, la talla como si fuera de madera. Encantado con su torcacita tallada, el chico se suma a la bandada de cazadores. Uno de ellos se acerca al forastero y le pregunta adónde va. “A aquella barranca de allá abajo”, dice él. “Pero allí no hay nada. ¿Qué va a hacer allí?” “Voy a matarme”, dice el hombre, y sigue caminando como si nada. El título se imprime en letras colosales: JAPON.
Al film de Reygadas le lleva apenas cinco minutos tomar del cuello al espectador, arrancarlo de la civilización, instalarlo en medio de una geografía bárbara y agreste, familiarizarlo con usos y costumbres que parecerían prehistóricos, presentar a su personaje y plantar un enigma como quien clava una bandera en la tierra. ¿Quién es el caballero de tristísima figura, y por qué quiere matarse? ¿Por qué allí, y qué tiene que ver con la tierra del sol naciente ese terreno seco y rocoso,inconfundiblemente mexicano? Bienvenidos a un planeta extraño llamado Japón.

El potrillo y la yegua
El resto de la película no hará más que multiplicar las preguntas, reemplazando un misterio con otro. Parco y enigmático como un héroe de western, el hombre sin nombre busca un lugar donde quedarse y lo encontrará en el granero de una viuda vieja, extraordinariamente amable, que se llama Asen (Ascensión). Vive rodeada de altarcitos caseros; adora a todos los santos, habidos y por haber. En algún momento se sabe que un sobrino bastante desagradable, con un par de hijos gordos y groseros, quiere quedarse con su propiedad, y hay por allí un tipo que se presenta como autoridad de la zona, aunque no inspira el menor respeto. La gente del lugar se la pasa tomando aguardiente; las casas son pobres, dispersas; el terreno es pedregoso, acechado de abismos y cañadones, y la naturaleza tiende a lo brutal: un hombre degüella a un cerdo, las tripas de un caballo se pudren al aire, un potrillo se monta a una yegua tras desplegar un pene gigantesco.
Los vínculos entre la gente no son menos intempestivos. El forastero –a quien se adivina como un tipo cultivado pero harto de lo que sabe– dice ser pintor; se pasa las horas en actitud contemplativa, a veces deslumbrado con la imponencia del paisaje, otras hojeando libros de arte. Siempre tiene una pistola a mano, que en ocasiones se apoya contra la sien. “¿Quiere?”, le pregunta a la vieja alcanzándole un cigarrillo. “¿Qué es?” “Marihuana.” “¿Me la recomendaría?” “Ampliamente.” “Bueno, déme. Pero para probar nomás.” Y muy pronto le hará una propuesta infinitamente más descabellada, surgida, tal vez, al observar de espaldas a su apergaminada anfitriona, o súbitamente inspirado por la escena del caballo y la yegua.
La larga escena que sigue, donde el hombre, desnudo, intenta impartirle a la pía anciana un agitado curso de técnicas sexuales modernas, es una de las más insólitas, de las literalmente más impenetrables que se hayan visto en el cine en mucho tiempo. Y es estrictamente documental: ninguno de los “actores” de Japón había estado antes frente a una cámara de cine. El que hace del protagonista es Alejandro Ferretis, amigo de la familia de Reygadas y “sin trabajo regular”, según informa el realizador. “Dice que pinta y escribe, pero jamás me mostró nada que haya producido. Se la pasa hablando sobre religión y suicidio, y sobre lo que él llama el ‘plan orgásmico del mundo’. De niño, su físico y su voz grave me causaban pesadillas.”
El resto del elenco es gente de Hidalgo –la zona en la que se filmó la película–, que el realizador conocía de antemano; su abuelo tiene una propiedad por los alrededores. No fue fácil conseguir a la viejita. Tras un casting de trescientas candidatas, la primera elegida huyó rauda cuando se enteró de la escenita de sexo y obligó a suspender el rodaje por unos días. Hasta que apareció doña Magdalena Flores, que sólo depuso sus reservas al arrancarle a Reygadas la promesa de que no mostraría la escena cuando proyectara la película para la gente del lugar.
Apolo y Dioniso
En Japón todo parece nuevo y crudo, incluyendo la demolición a mazazos de la casa de la anciana y su traslado, piedra por piedra. Uno de los vecinos entona una canción borracha y desafinada y, en el colmo de su desorientación, llega a hablarles a los miembros del equipo de filmación. Reygadas filmó la escena y la dejó así, por supuesto; en una película hecha de impromptus, ¿cómo dejar afuera el gesto más violento que pueda imaginarse en una sala de cine?
Pero si en Japón hay un protagonista, ése es el paisaje. Su sequedad muda y pedregosa recuerda la de tantas películas de Buñuel, de La edad de oro en adelante, y parece ser el molde que ha forjado el espíritu de su gente. Pero a diferencia de Buñuel, aquí el paisaje es tan imponente ycolosal como en un western; domina toda la extensión del scope y le da al film una envergadura superior a la de la vida. Con el argentino Diego Martínez Vignatti luciéndose en la cámara, Reygadas dibujó la película plano por plano antes de rodarla, a la Hitchcock; de ahí la geométrica belleza de cada encuadre, el modo apolíneo en que director y cameraman reparten líneas de fuga, tamaños y volúmenes en el plano. Confrontada con la potencia dionisíaca de la naturaleza, esta voluntad apolínea del realizador genera una de las tensiones que sostienen toda la película.
La otra línea de tensión que atraviesa Japón opone lo profano –los rostros de los lugareños, el aguardiente y el porrito que pasan de mano en mano, los ojos borrachos del campesino, el cuerpo estriado de la vieja– a la solemnidad del encuadre, el paisaje, el tiempo interno de cada plano y el propio recogimiento del protagonista. Solemnidad que los pasajes de Bach, Arvo Pärt y Stravinsky no hacen más que acentuar desde la banda sonora. Y es aquí donde el nombre de la productora de Reygadas –Solaris— recobra su pleno sentido tarkovskiano e ilumina la dimensión de espiritualidad del viaje del protagonista.
Y todo culmina en el olímpico plano-secuencia del final, donde una grúa lenta y solemne recorre una vía férrea, describiendo círculos a uno y otro lado y registrando las huellas de un espantoso accidente. El plano no puede no evocar secuencias parecidas de Stalker o Andrei Rublov, en las que cierto hálito sagrado parecía filtrarse entre las grietas del mundo material.

Seppuku, geisha, samurai
Queda, sí, la pregunta del millón: ¿por qué le habrán puesto Japón si en las dos horas y pico de película no aparece la menor referencia al país del Sol Naciente? Reygadas pega un respingo, hace gestos de incomodidad y aclara que lo último que haría en el mundo es explicar lo que la película debería decir por sí sola. Pero por fin, ante la insistencia, accede a soltar algunas puntas. “Si paráramos a cualquier persona por la calle y le preguntáramos qué imágenes le evoca la palabra Japón, nueve de cada diez seguramente mencionarían las ideas de seppuku, geisha, samurai, el respeto por los mayores. A lo que se podría agregar la idea de renovación o renacimiento implícita en el hecho de que Japón sea el lugar por donde el sol asoma. Si lo piensas, todas esas ideas están presentes en la película, aunque nunca se formulen explícitamente.”
Al fin y al cabo, en esa obra maestra que es El samurai, Alain Delon era un asesino a sueldo que no usaba kimono y espada sino sombrero y abrigo, y no combatía al servicio de un señor sino de unos simples hampones franceses del siglo XX. Pero, ¿alguien duda de que actuaba como un verdadero samurai?

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