CINE > EL LEGADO BOURNE: TERMINó LA TRILOGíA, EMPEZó LA FRANQUICIA
Se terminó la trilogía con Matt Damon sobre el espía amnésico que revitalizó esas películas de acción, romance e intriga internacional que James Bond había empujado al humor y la autorreferencia. Pero el estudio olía un negocio que no merecía terminar y el guionista tuvo la idea sobre cómo seguir: Jason Bourne era sólo la punta del iceberg de una red de killers de los servicios de inteligencia, y ahora que se salieron de control, hay que desactivarlos. Jeremy Renner encarna al nuevo killer, pero en los antípodas: sabe perfectamente quién es y huye sólo para seguir siéndolo.
› Por Martín Pérez
Con un cuerpo sumergido en el agua. Así es como suelen empezar –y terminar– las películas de la saga Bourne. Un Mediterráneo encrespado es el que da a luz a su amnésico protagonista en medio de una tormenta, que deberá pelear durante más de una película por recuperar su identidad. El río que separa Nueva Jersey de Nueva York es donde se le pierde el rastro al final de la tercera, cuando no sólo ha recuperado su memoria sino también cualquier intención de seguir siendo quien descubre ser. Y desde las aguas de un pequeño e ignoto riacho de Alaska emerge el protagonista de la cuarta película de una saga que, a esta altura, apenas si puede hacer honor a su nombre. Si Jason Bourne no sabía que ése era su nombre al comienzo de The Bourne Identity (2002), la inminente The Bourne Legacy es una película que anuncia desde su título el nombre que cree merecer. Pero quien aparece entre las aguas de este cuarto Bourne no sólo sabe claramente quién es, sino también que no quiere dejar de serlo. Así como Jason Bourne debió luchar contra el sistema que lo construyó sólo para poder dejar de ser quien es, Aaron Cross deberá defenderse de quienes lo entrenaron para seguir siendo Aaron Cross, algo así como un Bourne mejorado, que para seguir vivo debe convencer a sus superiores de que han logrado matarlo. Pero en el camino de semejante proeza –la de su protagonista y también la de una saga que quiere seguir viva– corre el riesgo de terminar perdiendo su principal fuerza: la de cuestionar los fundamentos de cualquier saga de acción. Anti–Bond desde su mismísimo comienzo, el Bourne de Matt Damon jamás disfrutó de ningún Martini, más que dedicarse a la acción parecía padecerla, y sus aventuras lejos de prometer escapismo recordaron siempre lo peor del mundo real. Este nuevo Bourne anuncia desde el título que pretende continuar con el legado, y hay que celebrar que al menos esa obsesión por el realismo –y por todo lo que sucede detrás de esa farsa que llamamos realidad– haya sobrevivido en la lucha por revivir una saga que se hizo popular en el cine luego de la muerte de su autor, el escritor norteamericano Robert Ludlum.
Alguna vez Ludlum confesó que la idea para la primera novela de Bourne se le ocurrió luego de escuchar las noticias sobre las últimas andanzas de El Chacal y recibir un llamado de su agente, hablándole de algo que él no recordaba haber hecho. Ludlum supo luego que había sufrido un episodio de amnesia temporal, pero en ese momento pensó: “¿Qué sucedería si un agente que va detrás de un terrorista como El Chacal pierde la memoria?”. Como les sucedió a los realizadores de la primera película de la trilogía original, Ludlum jamás imaginó hacer una saga con Bourne. (Algo que claramente tampoco pensaron quienes tradujeron su título para el mercado latinoamericano, bautizándola simplemente como Identidad desconocida.) En la segunda de las tres novelas que le dedicó, secuestró a la mujer de Bourne para obligarlo a volver a la acción. Y el escritor que continuó con la saga luego de su muerte, directamente decidió que la esposa debía salir de escena para permitir que el Bourne literario siguiese haciendo lo que hacen los agentes secretos: aceptar misiones, y enamorarse de las mujeres que encuentra en su camino. Resolvió de esa manera burda el problema que con el que se enfrentó en estos últimos cinco años la industria cinematográfica, que si posó sus ojos inicialmente sobre Bourne fue gracias al Doug Liman, el director que adaptó aquella primera novela. Lejos de ser un director de películas de acción, el sueño de Liman era encarar el género desde otro punto de vista, y la novela de Ludlum –de la que se había fanatizado siendo adolescente– resultaba ideal. Tuvo que batallar arduamente para conseguir su objetivo: primero en busca de los derechos de la novela, que le terminó cediendo Ludlum antes de morir. Y luego contra el estudio, antes, durante y después del rodaje. Su mejor aliado fue Matt Damon, que entendió desde un primer momento la idea de hacer una película de acción basada en los personajes antes que en la acción. Liman y Damon, por ejemplo, defendieron el guión original de Tony Gilroy –que había actualizado el escenario, sacando a El Chacal del medio, entre otras cosas– cuando el estudio quiso cambiarlo justo antes del rodaje. También quisieron editar la esencial escena de la granja cerca del final, porque decían que no tenía la acción suficiente. Pero cuando los números de la película problemática finalmente les dieron a favor y decidieron volver al personaje, en el estudio no quisieron más a Liman. Fue Gilroy el que presentó al británico Paul Greengrass, que dirigió las siguientes dos películas de la saga. A diferencia de Ludlum, fueron algo más contundentes a la hora de buscar una razón para sacar a Bourne de su madriguera: decidieron matar a la coprotagonista de la primera película apenas empezada la segunda. “Es una de las características de la saga Bourne: hacer lo que nadie espera que hagamos”, declaró su productor, el experimentado Frank Marshall. “Todo el mundo pensaba que ella iba a volver, que no podía haber muerto. Pero así fue.” Con la trilogía completa, Bourne se convirtió en una propiedad valuada en mil millones de dólares para el estudio. No podían dejarlo perderse en las aguas del East River. Pero ya no tenían a quién matar para hacerlo volver al ruedo. Aunque Greengrass y Damon declararon estar orgullosos de que la gente les pidiese por la calle una nueva Bourne, finalmente terminaron abandonando el proyecto. “La redundancia Bourne”, confesó Damon que Greengrass bautizó esa hasta entonces imposible cuarta película.
“Pensamos en todo”, confesó Frank Marshall. “La primera opción era hacer la gran Bond: cambiar de actor y empezar de nuevo. Después pensamos en una precuela, pero tampoco era una propuesta satisfactoria para una saga como ésta.” Ahí fue cuando reapareció en escena Tony Gilroy, el guionista original de la trilogía. En las entrevistas promocionales, Gilroy no se priva de mencionar que hubo mucha gente inteligente pensando qué hacer con Bourne antes de que lo llamasen a él. Puede haber algo de revancha en esos comentarios, ya que Damon supo quejarse alguna vez que el guión de El ultimátum de Bourne (2007) era ilegible, como intentando justificar que el estilo inquieto de la cámara de Greengrass prevaleciera por sobre los diálogos. “No estaba en mis planes volver a Bourne. Mucho menos escribir otro guión. Y aún menos dirigirlo. Pero todo creció a partir de una conversación casual”, declaró Gilroy, que entregó el guión de aquella tercera película y se abrió del proyecto para dedicarse a la admirable Michael Clayton, con la que se ganó sus galones como director además de guionista. Pero si de todo laberinto se sale por arriba, después de repasar lo que habían hecho con su tercer guión tras esa charla casual, Gilroy decidió que la única forma de continuar era imaginar que lo que se había visto hasta entonces era apenas el comienzo: Treadstone y Bourne pasaban a ser sólo la punta del iceberg de una cadena de operaciones de espionaje no tradicionales. Así, Treadstone no sería único, y por supuesto, Bourne tampoco. “Ahí fue cuando picaron los del estudio”, le confesó Gilroy a la revista británica Total Film. El anzuelo fue la idea de que el comienzo de esta cuarta Bourne sucede al mismo tiempo que el final de la tercera, que la crisis generada por Bourne en El ultimatum dispara la trama de El legado. “Hay un momento en El ultimatum en que uno de los agentes que persiguen a Bourne hace un llamado telefónico, y con mi hermano, con el que escribimos el guión, nos entusiasmamos. ¡Podíamos hacer algo que no se había hecho antes! ¡Podíamos hacer que la película anterior llamase a la nuestra!” Ese llamado es el que atiende un personaje interpretado por Edward Norton, que encarna al antagonista del nuevo Bourne, el hombre encargado de reducir el daño, de cerrar todos los programas de espionaje no tradicionales. Alguien más arriba en la cadena de comando, la excusa que le permite a Gilroy rediseñar la saga, ampliarla hasta el infinito. No en vano el slogan original de la nueva Bourne es Nunca hubo sólo uno. Una idea que seguramente hace que el estudio salive fantaseando con todas las posibilidades futuras que a partir de esa idea ofrece la franquicia. Y le permite a Gilroy seguir profundizando en sus obsesiones. “La mayoría de las películas de Tony investigan la manera en que el mundo de las corporaciones comienza a penetrar y controlar nuestras vidas”, ha explicado Norton, que apunta que lo principal de las películas de Bourne es que interpelan al creyente en las teorías conspirativas que hay en cada uno de nosotros. “En vez de empezar de nuevo con la saga, Tony la expande. Y entonces el cuadro se amplía hasta ver más allá del gobierno, y empezar a incluir a las corporaciones en la red de corrupción y conspiración.”
Si la idea de que haya más de un agente –y más de una conspiración– fue lo que fascinó al estudio, Gilroy asegura que para él fue apenas una buena idea, una carcasa vacía. Que recién se llenó cuando imaginó a Aaron Cross, su nuevo Bourne. “El problema de Bourne es que tiene amnesia”, explicó Gilroy. “No tiene ni idea de quién es. Lo único que le importa es descubrir su verdadera identidad. Aaron, en cambio, sabe muy bien quién es y tiene muy claro de dónde viene. Y lo que hace durante toda la película es intentar mantener por todos los medios a su alcance esa identidad.” Para completar el nuevo personaje hacía falta un actor capaz de encarnarlo, y Gilroy asegura que recién lo encontraron cuando la agenda de Jeremy Renner estuvo disponible. “Jason Bourne ha recuperado la memoria tres veces”, ha bromeado Renner en las entrevistas promocionales de El legado de Bourne. “No creo que nadie quiera escucharme decir ‘no me acuerdo’ otra vez.” Según cuenta su leyenda, Renner estaba en la bancarrota cuando recibió el llamado de Katheryn Bigelow para protagonizar The Hurt Locker. “De no tener luz ni agua corriente pasé a estar de smoking en la entrega de los Oscar, con alguien que admiré toda la vida como Jack Nicholson diciendo mi nombre. Lo único que había deseado toda mi vida era estar en una película lo suficientemente grande como para que mi familia pueda ir al cine a verla. ¡Pero eso era demasiado!” Para Gilroy, la razón por la que Renner es un actor tan impresionante es porque es un tipo complicado. “Es dulce y al mismo tiempo un duro, y le encanta estar ahí, en el medio”, explica. Nacido hace 41 años en Modesto, California, en una familia numerosa, Renner parecía condenado al destino de actor de reparto cuando Bigelow llamó a su puerta. Desde entonces se lo ha visto en películas como la última Misión Imposible o Los Vengadores. “La saga de Bourne resuena más en mí porque para un actor tiene más puntos de apoyo. No hay mucha fantasía, sino que está basada en la realidad. Hasta las escenas de acción son reales... y además tuve la oportunidad de trabajar con Rachel Weisz, a la que admiro desde hace tiempo.” El rostro femenino de la película, Weisz es una de las científicas a cargo de mejorar químicamente las capacidades de los agentes como Cross. Si el punto de apoyo a partir del cual se mueve una película como El legado es que el caos generado por Bourne en El ultimatum obliga a los responsables a cerrar drásticamente todos los otros proyectos, el destino de los movimientos obligados de un sobreviviente como Cross es la fuente de las drogas que los mantienen en movimiento. Y ahí es donde está el personaje de Weisz, que en la vida real está casada como Daniel Craig, el último Bond. En las ruedas de prensa para promocionar la película en la que aparece Weisz la pregunta es inevitable: ¿hay bromas en casa sobre cuál ganaría una pelea, si Bond o Bourne? Y la rebelde y sagaz Weisz la responde con un suspiro resignado: “La verdad que nunca se nos ocurrió pensar en eso... hasta que los periodistas empezaron a sacar el tema. Pienso que si estuviésemos hablando realmente de Jason Bourne, tal vez estarían en la misma categoría. Pero esto es otra cosa”.
“Jason Bourne es un hombre real en un mundo real, buscando saber si es un asesino, o si lo convirtieron en eso”, resumió mejor que nadie Paul Greengrass el atractivo de la saga en las entrevistas promocionales antes del estreno de El ultimatum. Nada parecido se puede decir de Aaron Cross. Su historia es la de un soldado perdido en el frente, al que han rescatado y sumado a un equipo en el que parece estar a gusto por primera vez en su vida. Hasta que de pronto deciden prescindir de él, de la manera más contundente posible. Podrá escapar de las amenazas, está preparado para eso. Pero para seguir con vida necesita las pastillas que lo han convertido en lo que es, y detrás de ellas correrá durante toda la película. Si bien la idea de un agente secreto adicto no deja de tener un cierto atractivo bizarro, una saga como la de Bourne no admite esa clase de lectura. El disfrute de Bond puede ser camp, pero lo que vale en Bourne es su nivel de realidad. Dentro de un envoltorio de película de acción. O viceversa. Sin esa dialéctica, corre el riesgo de ser una película tonta, o pretenciosa: los dos abismos sobre los que se balancea El legado de Bourne, que falla a la hora de los diálogos seudo-importantes. Y termina quedándose, en cambio, corta a la hora de la acción. Esa preocupación por la estructura que le funcionaba a Gilroy de manera admirable en Michael Clayton, cruje en su primer Bourne como director. Pero nadie dijo que la misión que había decidido aceptar Gilroy iba a ser fácil. A pesar de sus problemas, sin embargo, la película se mantiene en pie. No le ha ido mal en la taquilla. Y los productores ya andan anunciando a los cuatro viento que, sí, piensan aprovechar las opciones que permite la solución ideada por Gilroy. Lo único que falta es eso que tan bien recordó Manohla Dargis en su reseña publicada en el New York Times, subrayando que después de tres películas, Jason Bourne seguía buscando respuestas. Ahora que Bourne ya no está, señala Dargis, Gilroy necesita encontrar preguntas que valga la pena hacer.
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