Lun 20.08.2012
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CINE > EL MOLINO Y LA CRUZ: UN VIAJE ADENTRO DE UN CUADRO

En este valle de lágrimas

Muy cada tanto, el cine sale de su mundo y sus leyes para entregarse a otras disciplinas artísticas con un cuidado y una dedicación que lo hacen labrar pequeñas obras de amor inesperadas. Este es el caso de El molino y la cruz, en la que el director polaco Lech Majewski se sumerge en el cuadro Camino al calvario, de Brueghel el Viejo. Quien vaya a ver una película se aburrirá. Quien vaya a entrar en un viaje extraño disfrutará con sencillez de las complejidades que conforman cumbres artísticas como ésta, que capturó, después de siglos de Cristos crucificados, la indiferencia humana ante el dolor de los demás.

› Por Maria Gainza

Las familias de artistas suelen ser clanes cerrados con un pater familias que detenta el talento, el verdadero talento, y varios hijos o primos que se reparten las migajas de un arte menor y desigual. La de los Brueghel no escapa a la regla pero sobresale por numerosa. Son un montón, más de una docena que corre a través de cuatro generaciones y dos siglos. Abraham, Johaness, Jan, Baptist, Ambrosius, Hans, Petrus, Dieric. Todos pintaban y todos escribían su apellido de manera caprichosa: algunos Brueghel, otros Bruegel o Breughel o Brogel. Se copiaban los cuadros entre sí y se cruzaban las firmas. A veces colaboraban con otros artistas (lo que hace imposible saber cuándo un Brueghel es un Breughel), se relacionaban con otras familias de pintores de apellido Breughel y tenían apodos ridículos como: el aterciopelado Brueghel, el infernal Brueghel o el gran perro Breughel. A la distancia, todos agrupados en un mismo paisaje, darían una imagen colorida y absurda un poco Campanelli, como la de esos cuadros de Brueghel, de Pieter Brueghel el Viejo, el fundador de la dinastía.

Ningún pariente pudo jamás renovar el estilo de Brueghel el Viejo, o por lo menos recrear su frescura. Y sin él la segunda mitad del siglo XVI hubiera sido absorbida por un agujero negro. Pero si identificar al Viejo entre la marisma de Brueghels aún resulta confuso, pueden mirar El molino y la cruz, la película dirigida por el polaco Lech Majewski, y recordar por qué fue éste el único Brueghel que importa.

El molino y la cruz es una secuencia de tableaux vivants que recrean la pintura Camino al calvario pintada por el pintor flamenco en 1564. No es exactamente la vida imitando al arte, sino más bien el arte convirtiéndose en arte. Rica en lo visual y pobre en lo narrativo, la película es una meditación sobre el cuadro y una de las experiencias más extrañas de los últimos tiempos. Aunque en realidad no habría que pensarla como película, dado que si se espera de ella desarrollo de personajes, trama, conflicto, su fracaso será estrepitoso. Hay que disfrutarla más bien como una fusión de cine, pintura, teatro e historia del arte, con toda la incomodidad que ese híbrido puede generar. Recién entonces algo comienza a suceder (incluso sería mejor mirarla a la hora de la siesta, momento del día en que nuestro cerebro está aletargado y el abandonarse a un sueño dentro de un sueño se vuelve fácil). Frente a nuestros ojos se despliega una lección de arte muda sin teorías ni etiquetas que supone un acierto, dado que pocas pinturas necesitan menos comentario que las de Brueghel.

Entrar en la película (o en la pintura, que sería lo mismo) tiene algo del tiempo ralentado de El arca rusa, de Sokurov, y otro poco del disparate de la novela de Mujica Lainez Un novelista en el Prado, con sus personajes cobrando vida de noche por los pasillos del museo. Nunca sabemos bien sobre qué piso caminamos: estamos mirando el cuadro y adentro del mismo el instante siguiente. Seguimos en simultáneo las últimas horas de Cristo y un día de trabajo en la vida de Brueghel. Lo vemos al pintor hablando con su patrón, un rico mercader de Amberes; lo vemos distribuir las figuras en el paisaje o acomodar la túnica de la Virgen; vemos a los romanos (reemplazados por soldados españoles bajo las órdenes de Felipe II) en plena cacería humana, y vemos a Dios convertido en molinero. Por supuesto la película no lo explica, no explica nada en rigor de verdad, pero su significado alegórico sobrevuela como talco sobre nuestras cabezas.

Es lenta. Un hombre sube una escalera y parece negociar en su mente cada escalón. Pero el ritmo moroso y una preciosidad visual que limita con un huevo de Fabergé te sumergen de manera contundente en la Flandes rural del siglo XVI. De golpe se escuchan los cascos de los caballos acercarse. Un hombre joven y su esposa caminan hacia el mercado, las tropas españolas los interceptan, los acusan de herejes: a él lo atan a la rueda de un carro que luego izan sobre un tronco para que se lo coman los cuervos; a ella la entierran viva. Al fondo a la derecha, una enorme roca como cera chorreada se levanta y sobre ella un molino gira día y noche. Escaleras piranesianas llevan hacia la cima donde ruge atronadora la maquinaria que muele el trigo. Hay en estas imágenes un pathos que intensifica la pintura original y nos da la sensación de estar viendo todo con una lupa mágica, aun cuando eso signifique ver a los cuatro hijos del pintor levantarse de la cama para jugar una guerra de pedos, algo que sería un asco en la vida real, y que en la película suena a música.

En medio del paisaje Cristo es apenas un detalle, una piedra más indiscernible de otra, alguien a quien nadie presta atención. Fue Auden quien primero detectó esta indiferencia humana en los cuadros de Brueghel cuando en 1940 escribió su poema “Museo de Bellas Artes”: cómo los niños patinan en el lago y el perro sigue su vida perruna y cada uno continúa en la suya aun sabiendo que el otro sufre. Ese estado de desafecto espiritual lo inauguró Brueghel y 500 años más tarde sigue siendo la médula ósea de la soledad humana, el lugar del que todo parte y al que todo llega, aquello que impulsó a Buzzati a escribir en El desierto de los tártaros: “Precisamente en esa época Drogo se dio cuenta de que los hombres, por mucho que se quisieran, siempre permanecen alejados; si uno sufre, el dolor es completamente suyo, ningún otro puede tomar para sí ni una mínima parte, y eso provoca la soledad en la vida”.

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La energía espiritual que produjo a Leonardo, Miguel Angel, Rafael y Tiziano se apagó hacia la segunda mitad del siglo XVI. Fuera de Venecia no quedó nada y hubo que esperar hasta Caravaggio, cincuenta años más tarde, para que la pintura volviera a renacer. Fue un período deprimente donde la forma reinaba sobre todo (es curioso, pero cuando la forma predomina, como en los manieristas o los neoclásicos, las imágenes pierden humanidad, cuando el tema predomina sobre la forma, como en las pinturas naturalistas del siglo XIX, la mente no las retiene). Sólo Brueghel pintó obras maestras durante esa época encontrando la sintonía exacta entre forma y tema.

Nacido cerca de Breda en algún momento entre 1525 y 1530, sus primeros cuadros le deben mucho a Hieronymous Bosch (el joven artista estaba obsesionado con su antecesor). Pero como Brueghel no quería ser uno más, sino alguien, decidió pulirse en Italia. Cuando visitó Roma en 1550 –la Roma de Giulio Romano y los manieristas–, Vasari lo llamó el “piccolo e nuovo Michelangelo”. A su regreso se instaló en Amberes y empezó a pintar temas religiosos pero transportados a escenas campestres. Sus paisajes eran aún arcaicos, pero su amor por la verdad lo llevó a recopilar una cantidad rabelesiana de datos, anécdotas y mitología popular. Para cualquier pintor un poco menos talentoso esto hubiera hundido su pintura en las profundidades de la trivialidad. Pero las revoluciones efectivas dependen de detalles convincentes y para Brueghel fue ésta la forma de pelar algo propio. Bosch había vivido prisionero de sus fantasías freaks, Brueghel en cambio tenía los pies sobre la tierra. Estaba más en el mundo y era –podríamos decir– un realista social que hacía sátiras salvajes (por eso, después, gustaría tanto a escritores socialistas como Auden o Brecht). Bosch no estaba loco, dijo Brueghel, más bien era un profeta. Y dicho esto, tomó el delirio surrealista de Bosch y lo trasladó a la vida rural para mostrar que esa misma locura habita entre nosotros.

La gente piensa que Brueghel era un campesino porque pintaba campesinos, así como se piensa que Julio Verne era un viajero incansable o Dickens un miembro del círculo de Mr. Pickwick. Pero si Brueghel hubiera sido un campesino no los hubiera pintado como los pintó. Su actitud hacia la vida rural era la de un hombre urbano (como la de Shakespeare, para quien Quince, el carpintero, era un payaso). No era esnobismo lo que los llevaba a aceptar esta convención sino conveniencia artística: fuera de la ciudad el hombre está despojado de artificios, menos escondido debajo de sus ropas. Cuando un artista quería mostrar la zoncera humana iba a buscarla al campo.

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La pintura Camino al calvario es en realidad una cita de otra (bastante menos impactante) que es la Caída camino al calvario de Rafael. Brueghel la transplantó a los Países Bajos e insufló de vida una imagen ya entonces remanida. ¿Qué fue lo nuevo? A la clásica composición de siete u ocho personas le sumó unas 500 figuras –campesinos, mercaderes, soldados– todos camino al Gólgota. Lo pudo hacer porque tenía el don de mover una cantidad extraordinaria de personajes dentro de un lugar pequeño. Miren si no cómo todo fluye sin confusión e imaginen cómo hubiera disfrutado del paseo Diderot. El que ya en 1767 recomendaba: “Es un método bastante bueno para describir los cuadros, sobre todo los campestres, el de entrar en el lugar de la escena de derecha a izquierda, y avanzar entre los árboles y las personas”. Como Diderot caminando por los bosques pintados por Vernet, anotando sus impresiones mientras una hoja seca caía sobre su libreta, así sucede en la película: uno entra y sale del cuadro, incluso a veces se pierde y sigue, de izquierda a derecha, de la abundancia a la muerte.

El molino y la cruz expone la complejidad con que se construye una pintura y el dominio quirúrgico que se necesita para producir este nivel de obra. Por eso, mientras la cámara se retira del Kunsthistorisches Museum de Viena, donde hoy cuelga Camino al calvario, no podemos sentir sino devoción por la manera en que el artista ha dominado su material. Si antes el cuadro no había captado nuestra atención, se debió seguramente a distracciones accidentales (reproducciones malas, miopía, ansiedad), pero la película sortea estos escollos. Uno está frente y dentro de la pintura. Y viéndola así se entiende que la obra de Brueghel posee las dos características que hacen que una imagen sobreviva al paso del tiempo: la primera es la amalgama de memoria y emoción que forman una idea, la segunda es la capacidad de usar las formas tradicionales para volverlas expresiones de la época. Si preguntan, escépticos y con razón, si Pieter Brueghel el Viejo se propuso alcanzar estas metas antes de comenzar el cuadro, habría que decir que no, pero que probablemente el lenguaje visual lo sabía por él.

El molino y la cruz se estrenó el jueves pasado en los cines de Buenos Aires.

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