Lun 20.08.2012
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> A PROPóSITO DE LA ERA DEL ROCK, EL MUSICAL CON TOM CRUISE SOBRE LA ARREMETIDA CONSERVADORA EN EL ROCK DE LOS ’80

Tatuaje falso

› Por Paula Vazquez Prieto

A fines de los ’80, el rock se había convertido en el idioma común de la juventud. Para los que crecimos con el éxtasis de aquel sentimiento, con la certeza irracional de que el mundo era un escenario y nosotros los protagonistas, el pelo largo, el gesto de los cuernos del demonio y la fantasía de tocar guitarras de aire, era parte de la resistencia al mundo de los adultos. Un mundo que imponía sus valores mientras las discográficas hacían su negocio, las bandas llegaban a la cima de su divismo y el himno de la rebeldía se apoderaba de las voces de quienes no querían callar su descontento.

Ese espíritu de resistencia guardado en la memoria de los de más de 35 es el hilo conductor del libro de Chris D’Arienzo, Rock of Ages, matriz de un musical under estrenado en 2006 en Los Angeles, que luego de su escala en Broadway llegó a los cines como La era del rock. Inspirado en esa época de jopos desmechados, que hoy se ha convertido en trending topic tanto en los maratones ochentosos de VH1 como en los flashbacks de Graduados, D’Arienzo muestra cómo el llamado hairy rock (sí, ese de los pelilargos que escuchábamos las chicas) despertó amores tan apasionados como odios furibundos. En realidad, los odios se centraban en el heavy metal, como lo cuenta el excelente documental de Sam Dunn, Metal: A Headbanger’s Journey (2005), pero la paranoia se contagia y los medios norteamericanos hablaban de una música poco sofisticada, de un sonido enfermo, repulsivo y hasta peligroso. Cuentan las malas lenguas que el disco Purple Rain, de Prince, fue la gota que rebasó el vaso y Tipper Gore, esposa del futuro vicepresidente de EE.UU., encabezó una cruzada de padres indignados por esos escandalosos atentados a la moral y las buenas costumbres, acompañada por grupos religiosos y conservadores (una suerte de revival reaganiano de la Liga de la Decencia de los ’40). Las canciones que hablaban de sexo, de drogas y de libertad despertaban el pánico frente a lo que parecía el epítome de la degradación irreversible de las futuras generaciones.

Es raro pensar hoy que un álbum relativamente inocente como Appetite for Destruction, el debut de Guns N’ Roses, despertara semejante revuelo, pero lo cierto es que en aquel 1987 que recuerda D’Arienzo era la edulcorada música de Foreigner, Journey y REO Speedwagon la que arengaba las hormonas juveniles. De aquel espíritu de resistencia contracultural queda en la película la parodia de la rock star dibujada en el Stacee Jaxx de Tom Cruise, especie de Axl Rose con sus falsos tatuajes y su torso lampiño, y su previsible arco de rescate y redención final: debajo de tanto erotismo y del maquillaje del reviente, no hay más que un montón desordenado de buenos sentimientos.

Políticamente correcto como en Hairspray, donde incluye ese número seriote de negros con pancartas encabezados por una Queen Latifah con cara de circunstancia, el director y coreógrafo Adam Shankman acá nos mete la historia gay entre un Alec Baldwin de campera de cuero y barba crecida, que lucha para salvar su bar de las deudas y las presiones del poder inquisitorial, y un Russell Brand con los tics del Mick Jagger de la era posmoderna, muy divertidos y entonando “Can’t Stop this Feeling”. Como un efecto del éxito masivo de Glee, pone en escena un par de diálogos forzados e inconsecuentes entre canciones que forman parte de un seleccionado que busca capturar a su público en la trampa cada vez más abusada de la nostalgia. Especie de musical de cancionero (al que los americanos llaman jukebox musical), se encolumna en la tradición de Mamma Mia! o Across the Universe, donde la historia es el pretexto para cantar y bailar esas canciones que sabemos todos. Aunque no olvidemos que Cantando bajo la lluvia estaba inspirada en unas cancioncitas inocentonas compuestas en los años ’20 y terminó siendo una obra maestra. Pero ésa es otra historia.

Ahora, la pantalla vibra al ritmo de una melancolía estridente que inunda el festivo simulacro de la cultura rock de los ’80. El pop era más una realidad que una amenaza, y la llegada de Nirvana y los ’90 marcaría el fin de esa época donde todo era mucho menos agitación contracultural que máscara y representación. Representación de una demencia que en la leyenda del viejo heroísmo ochentoso transforma aquella provocación que Axl Rose tomaba prestada de los verdaderos metaleros (los que están ausentes de la película), en la parodia que Tom Cruise ha hecho de sí mismo, consciente de que ya no puede jugar a nada más que a ser una estrella. Las estrellas y los brillos del musical post-Glee, tamizados con un montaje de videoclip, se dan cita en La era del rock de D’Arienzo, Shankman & Co., y recrean en esos diálogos entre canciones, como salidos de la batea de grandes éxitos, el mágico espectáculo del recuerdo. Recuerdo que siempre es más grato en la memoria que verdadero en la realidad.

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